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Un periodista del «Guardian» le preguntó si existía la posibilidad de hacerle una entrevista. Un productor de la televisión independiente quiso acordar una charla con ella para incluir a Lionel Burger como tema en una serie de televisión que llevaba el título provisional de «A hombros de la historia». ¿Tendría acceso a fotos, cartas, además de (afortunadamente) el testimonio de muchos exiliados que se encontraban en Inglaterra y podían hablar de él? Rosa mencionó una fuente en Suecia. El hombre la guió solícitamente hasta la mesa donde se pescaban salchichas calientes en una enorme olla. Unos cuantos jóvenes negros comían con espíritu de clan, de espaldas a la sala. El hombre irrumpió entre ellos, hablando sobre su proyecto, presentándole a uno o dos que conocía, murmurando el civilizado borboteo inglés que ocultaba su desconocimiento de los nombres de los demás. Los agrupados dieron la lacónica respuesta de gente que se siente invadida. Rosa miró a uno que, con sus altos hombros hundidos hacia el plato, mientras masticaba la contemplaba como si de alguna manera lo estuviera amenazando. Le había tendido por un segundo su mano delgada, caliente y seca, y luego apuñaló una salchicha de piel dura con el tenedor. Rosa cogió su plato; el grupo que ahora incluía al hombre de la televisión y a ella fue nuevamente invadido por otro, Rosa pasó a formar parte de un nuevo alejamiento, de un nuevo núcleo. Pero no participó de la conversación de este último. Comió lentamente y bebió su vaso a sorbos regulares. Poco después dejó de lado el plato y el vaso, como ante un llamamiento; la persona que hablaba a su lado pensó que había sido llamada por alguien que estaba fuera de todo ángulo de visión salvo el de ella. Volvió junto a la camarilla de jóvenes negros. Rechinando palabras y bocados él hablaba bajo, en xosa, con su vecino, pero el toque que él le había dado antes se interpretó a sí mismo y ella lo interrumpió:

– Bassie -la respuesta a una pregunta.

Un trozo de piel o de cartílago que se negaba a bajar por la garganta. Tragó notoriamente. Los tendones que unían la boca con la mandíbula tironearon hacia el lado izquierdo mientras intentaba, con los músculos de la mejilla, desalojar algo encajado entre dos dientes. El movimiento se transformó en dispersión; en una sonrisa resucitada, desenterrada, una vieja prenda de vestir todavía adecuada.

– Sí. Rosa.

Ella avanzó torpemente (él dejó de lado su plato).

Ella recurrió al saludo de los extranjeros aprendido en todo encuentro en cafeterías, bares y esquinas, se estiró para rozarle ambas mejillas. El se secó la boca como si la de ella se hubiese posado allí.

– Sí, Rosa. Te vi cuando entraste.

La conversación parecía seguir alguna fórmula, como una carta tipo copiada de un manual que trata de saludos de cumpleaños, nacimientos y defunciones.

– Entonces vives aquí; ¿llevas fuera mucho tiempo?

– Un par de años, por aquí y por allí.

– ¿Y antes?

El arrugó la frente para restar importancia a toda cronología, o para establecer una constante en su vaguedad.

– Alemania, Suecia. Estuve dando vueltas.

– ¿Estudiando algo? ¿Cómo es Suecia? Me han invitado a ir pero nunca hice nada por llevarlo a la práctica. Parece gente muy servicial.

El soltó una risotada triste y amarga.

– Están muy bien.

– ¿Estuviste trabajando o…?

– Se supone que estudiaba económicas. Pero el idioma… tienes que pasarte dos años aprendiendo el idioma antes de seguir un curso en la universidad. De lo contrario no entiendes lo que dicen en clase.

– ¡No me lo imaginaba! Tiene que ser espantosamente difícil.

– Oh, simplemente renuncias, abandonas.

– ¿Y Alemania?

– Está muy bien. Quiero decir que sabiendo afrikaans no es tan difícil captar un poco de alemán.

– ¿Aquí sigues algún curso o ya te has graduado?

El parecía dudar entre responder o no; dio la impresión de no saber la respuesta.

– Bien, aquí, una vez que vives en este lugar -una carcajada, por primera vez toda su cara tembló-. En realidad aún no he vuelto, como debería, a los estudios. Antes tengo que aprobar algunos exámenes…

– Sí… me pregunto si a mí me permitirían trabajar aquí. Si reconocerían mi título.

– Pero tú has asistido a una universidad, ¿no? -como muchos negros de su país natal (de él y de ella) para quienes el inglés y el afrikaans son tingue francbe, no lenguas madres, utilizó la frase traducida literalmente del afrikaans, en lugar del equivalente inglés.

– Sí, pero no todos los títulos son internacionales. De hecho, muy pocos lo son. Hice uno que tenía que ver con la medicina. No era lo que realmente quería… pero… -las razones, para él, estaban implícitas.

– Pensé que serías médico, como tu padre.

El hombre de la televisión había vuelto con una joven pareja que esperaba serle presentada a Rosa, escuchando con amables movimientos de los ojos de una cara a la otra, con el propósito de no perderse nada.

– Es increíble la forma en que prosiguió con su trabajo en el interior de la cárcel. ¿Es verdad que los carceleros solían consultarle sus dolencias y lo preferían a los médicos de la prisión? ¿No tenían miedo de que los envenenara o algo semejante? -rió con Rosa, se volvió hacia la pareja-. Un hombre fantástico. Estoy inspirado para hacer la serie. Esta es su hija, Rosa Burger… Polly Kelly, Vernon Stern. Dirigen la AAA de las universidades, que no tiene nada que ver con el RAC; es la Acción Antiapartheid.

No había necesidad de presentarles a nadie más; la pareja saludó con un gesto a su alrededor, era conocida de todos los presentes.

En medio de la conversación, Rosa se puso apremiante.

– ¿Cuándo nos vemos? -sin que mediara respuesta agregó-: Ven a verme. O yo iré a verte a ti. Podemos encontrarnos en algún sitio… donde tú digas. No conozco Londres. ¿Estás muy ocupado?

– No estoy ocupado.

Rosa pidió prestado un bolígrafo a alguien, que lo sacó del bolsillo de la chaqueta, sin interrumpir la conversación con Kelly y Stern sobre la mano de obra migratoria. Escribió su domicilio y el número de teléfono, le metió el trozo de papel en la mano. El lo estaba observando cuando alguien le habló a Rosa y reclamó su atención. Estuvo por allí toda la velada, no lejos de ella, que una a dos veces le sonrió, aunque Bassie debió de sentir sus ojos en él, pero no volvieron a estar juntos entre el gentío. El siempre había sido esbelto, del tipo que se volverá alto y delgado. Un chiquillo de ojos estrechos, casi orientales, y las diminutas orejas de su raza… las del hermano de Rosa eran el doble de grandes cuando hicieron las comparaciones anatómicas que suelen hacer en secreto todos los niños por curiosidad sexual y asombro científico. Ahora había una irregularidad en su mirada cuando la paseaba por la sala; cuando estuvieron juntos ella había notado que su ojo derecho sobresalía un poco y vacilaba, desenfocándose. Una cicatriz le atravesaba la frente; una vieja cicatriz con pequeños puntitos donde habían estado las suturas… pero en aquellos tiempos nada tenía. La pareja de universitarios la siguió de grupo en grupo; se convirtió en el centro de unas mujeres que querían saber de qué manera el movimiento feminista podía tener una función explícita en la situación sudafricana (tendría que habérselas remitido a Flora), y volvió -por intermedio de diversas personas que la reclamaban- con sus amigos indios, que explicaban al periodista del «Guardian» la asociación de su padre con los líderes Dadoo, Naiker, Kathrada. Muy tarde, habló a solas con uno de los hombres del Frelimo cuya pasión por su país era un revelación, vista desde la distancia de los europeos que la habían aceptado como a una de ellos y que sólo entendían el nacionalismo en términos de chauvinismo o asqueada apatía. La acometió agradablemente un anhelo sensual, la oleada de relajación después de un bostezo; ansia de Bernard, de exhibir a ese hombre ante Bernard Chabalier.

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