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– Cuando tu delegación vaya a Francia, me gustaría que conocieras a alguien.

El hombre se mostró entusiasmado.

– Estoy interesado en todo el que esté interesado en Mozambique… ¿Comprendes? Cualquiera que pueda ayudarnos. Necesitamos apoyo de la izquierda francesa. Y lo tenemos, sí. Pero lo que más necesitamos es dinero del gobierno francés.

La blanca bonita dijo que no podía prometerle eso… pero comerían juntos los tres, beberían algo de vino. Sus fechas de llegada a París, en la medida en que podían predecirlas a partir de sus intenciones presentes, coincidían. Rosa prometió confirmárselo tras la habitual llamada desde París al día siguiente.

El teléfono sonaba enterrado en la carne.

Bernard.

Tambaleante -el vértigo del sueño- chocando alegremente contra objetos en la oscuridad, hacia la sala.

La voz de la tierra dijo: Rosa.

– Sí.

– Sí, Rosa.

– ¿Eres tú, Baasie?

– No -una larga pausa vacilante.

– Lo eres.

– No soy «Baasie», soy Zwelinzima Vulindlela.

– Lo siento, así surgió esta noche… es ridículo.

– ¿Sabes lo que significa mi nombre, Rosa?

– iVuíindlelaf El apellido de tu padre… tampoco sé si el mío tiene algún significado… «ciudadano», ciudadano fuerte… -tratando de complacer al otro, aunque a semejante hora… tal vez había bebido demasiado.

– Zwel-in-zima. Ese es mi nombre. «Tierra doliente». El nombre que me dio mi padre. Tú conoces a mi padre. Sí.

– .

– ¿Sí? ¿Sí? Lo conociste antes de que lo mataran.

– Sí. Cuando éramos niños. Tú sabes que lo conocí.

– ¿Cómo lo mataron? No lo sabes, no lo sabes, no lo sabes, no hablas de eso.

– No… porque no quiero decir lo que dijeron ellos.

– Dilo, dilo…

– Lo que ellos siempre dicen es que… lo encontraron ahorcado en su celda.

– ¿Cómo, Rosa? ¿No sabes que te quitan los cinturones y todo lo demás?

– Lo sé.

– Se colgó con sus propios pantalones de preso.

«Baasie»… no dice ese nombre pero está presente en su voz, en su intimidad infantil:

– Te pregunté si querías venir a verme… o si querías que fuera a verte yo, mañana, pero tú…

– No, te estoy hablando ahora.

– ¿Sabes qué hora es? Yo lo ignoro… me levanté para atender el teléfono en la oscuridad.

– Enciende la luz, Rosa. Te estoy hablando.

Ella no usa ningún nombre porque no tiene ninguno para él.

– Estaba profundamente dormida. Podemos hablar mañana. Será mejor que hablemos mañana, ¿eh?

– Enciende la luz.

Un intento de risa:

– Será mejor que los dos volvamos a la cama.

– Yo no estaba acostado -ramalazos de ruidos bruscamente interrumpidos como telón de fondo de su voz; todavía estaba en algún sitio, en medio de gente que a cada rato abría y cerraba la puerta.

– ¿La fiesta sigue animada?

– No estoy hablando de ninguna fiesta, Rosa.

– Ven mañana… hoy, supongo que ya es hoy, todavía está tan oscuro…

– Entonces no encendiste la luz. Te dije que lo hicieras.

Empezaron a pelearse.

– Óyeme, no sirvo de mucho cuando me despierto así. Y es tanto lo que quiero… ¿Cuántos años teníamos? Recuerdo que tu padre… o alguien, te trajo de vuelta una sola vez. ¿Cuántos años teníamos entonces?

– Te dije que la encendieras.

Rosa imploró, riendo.

– jEstoy tan cansada! Por favor, hasta mañana…

– Escucha. No me gustaron las cosas que dijiste esta noche.

– ¿Que yo dije?

– No me gustó la forma en que ibas de un lado a otro y hablabas.

El receptor adquirió forma y tacto en la mano de Rosa, la sangre fluyó hacia su cerebro. Oyó la respiración de él y la propia, la suya con aliento a ajo por la salchicha a medias digerida.

– No sé qué responder. No entiendo por qué me dices todo esto.

– Oye, no me gustó en absoluto.

– ¿Lo que yo dije? ¿Acerca de qué?

– Lionel Burger, Lionel Burger, Burger…

– Yo no pronuncié ningún discurso.

– Hay que contarle a todo el mundo que fue un gran héroe y que sufrió mucho por los negros. Todos tienen que llorar por él y mostrar su vida por la tele y escribir artículos en los periódicos. Escucha, hay docenas de padres nuestros enfermos y muriendo como perros, echados a patadas de las localidades cuando ya no pueden trabajar. Envejeciendo y muriendo en la cárcel. Asesinados en prisión. Como si nada. Conozco a montones de negros como Burger. Pero no es nada, somos nosotros, tenemos que estar acostumbrados a eso, nadie lo mostrará por la televisión inglesa.

– El habría sido el primero en decir lo que tú estás diciendo. No consideraba algo especial que un blanco fuera un preso político.

– Te besaban y te rodeaban, tu padre murió en la cárcel, fue terrible. Conozco a montones de padres, de padres negros…

– El no pensaba que lo que le ocurrió fuese más importante.

– Te besaban y te rodeaban…

– ¡Tú lo conociste! ¡Sabes que todo esto es verdad! Es delirante que yo tenga que decírtelo.

– Oh, sí, lo conocí. Diles que me entrevisten a mí para el programa de televisión. Cuéntales que tus padres introdujeron al negrito en su casa, no por la puerta trasera como hacen otros blancos, no en el patio sino en el interior de la casa. Que comía en la misma mesa y dormía en el dormitorio, el cabronzuelo negro dormía en la misma cama. Y después el cabronzuelo fue arrojado otra vez a sus chozas de adobe y sus casillas de hojalata. Su padre estaba demasiado ocupado para atenderlo. Siempre tenía que huir de la policía. Demasiado ocupado con los blancos que aplastarían al gobierno y dejarían que otro puñado de blancos nos dijera cómo debemos dirigir nuestro país. Uno de los negros mejor domesticados por Lionel Burger tuvo que escabullirse como una condenada cucaracha, uno de esos bichos a los que siempre es posible pisotear.

Tironeando del teléfono -el cordón era corto, por un instante su voz se perdió- palpó la suave y fría pared en busca del interruptor: bajo la luz de las lámparas la voz ya no estaba en su interior, se retransmitía débil, desmayada y desabrida en un sistema de comunicación pública, en presencia de una multitud.

Acercó el objeto a su cabeza, apretando con la otra mano la muñeca de la mano que lo sostenía.

– ¿Adonde te llevaron cuando nos dejaste? ¿Por qué no quieres decírmelo? ¿Al Transkei? Oh, Dios. ¿A King William? Y supongo que sabes… aunque quizá no lo sepas… que Tony se ahogó. En casa.

– Pero fue él quien nos enseñó a nadar.

– Zambulléndose. Se golpeó la cabeza contra el fondo de la piscina.

– No, no me enteré. Tu negrito que era de la familia no pudo aprovechar las lecciones, no había piscinas privadas en los lugares donde estuve.

– Cuando dejamos el parvulario no había ninguna escuela a la que pudieras asistir en nuestra zona. ¿Qué podrían haber hecho tu padre o el mío al respecto? Mi madre no quería que tu padre te llevara.

– ¿Y qué tenía yo de especial? Era un chico negro. Todo lo que tocáis los blancos se convierte en una expropiación. El era mi padre. Incluso cuando nos liberemos querrán que nos acordemos de darle las gracias a Lionel Burger.

Rosa había empezado a temblar. Los dedos de sus pies descalzos colgaban, cubriéndose el uno al otro, como los de un chimpancé nervioso en el zoológico.

– Y te hablo de hechos consumados. El está muerto pero puedo decirte en su nombre que nada quería tanto como esa liberación. No tengo por qué defenderlo, pero tampoco tengo más derecho que tú a juzgarlo.

La voz de él danzó, se elevó y chocó contra la de ella.

– Bien, bien, ahora empiezas a mostrarte.

– A menos que quieras pensar que ser negro te da ese derecho. Tu padre también murió en la cárcel, no lo he olvidado. Déjalos en paz.

– ¡Vulindlela! Nadie habla de él. Ni siquiera yo recuerdo muchas cosas sobre mi padre.

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