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– Tú eres el único hombre que he amado entre aquellos con los que he hecho el amor. Por eso siento que tú puedes hacer que todo sea posible para mí.

– ¿Qué cosas?

Rosa cogió la lengüeta del billete que sobresalía del contador en la barrera del aparcamiento del aeropuerto y no reaccionó en seguida cuando aquélla se levantó. El le observó la boca con la apasionada atención de los placeres que allí encontraba. La mandíbula era casi fea; ella se empeñaba tan poco en ocultar algo nada bello como en fomentar las hermosuras de su semblante. Sus labios se movieron en busca de formas para la plenitud: el placer de sí misma, la inocente y jactanciosa confianza de ser, la certeza de dar lo que seria recibido, aceptado sin cuestionamientos. Antes de arrancar lo intentó.

– No sé. Cosas que no conocía. Que he descubierto. A través de ti.

– ¡A través de mí! Querida mía, debo decirte… que a veces contigo me siento como un niño al que echan de la sala mientras los adultos hablan, y que ahora he crecido… que he vivido toda mi vida… allí…

¡Cuánto le encantaban los giros de su fraseo! Rieron juntos de él, en el viejo coche de Madame Bagnelli que los llevaba a una parada, al destino de aquel día. Las risas se tornaron abrazos y en el estado de descarada borrachera recíproca, totalmente confiada, se separaron por un rato. Menos de dos horas más tarde, desde el aeropuerto Charles de Gaulle donde acababa de aterrizar, Bernard Chabalier -encontrando una excusa para alejarse unos minutos de quienquiera fuese (Christine con o sin los niños, la madre anciana) que había ido a su encuentro- telefoneó a Rosa Burger. Esta vez le dijo con tono de contundente maravilla: Eres para mí la criatura más querida de este mundo. Ella lloró con una emoción desconocida, un nuevo aspecto de la alegría, una extraña experiencia.

Partió a Londres diez días después, en tren, porque era el medio más barato. Había ganado algo de dinero ejerciendo su profesión con gente a la que había sido recomendada, en los puertos para yates, pero la libreta de traveller's checks que había llevado a Europa estaba casi vacía. No se sentía especialmente inquieta. Había telefoneado a Flora Donaldson a Johanesburgo y le explicó que después de pasar el verano en Francia quería visitar Londres. Un tipo de itinerario normal para unas vacaciones en el extranjero; Flora -como Rosa sabía muy bien que podía esperar de cualquiera de los amigos y/o conocidos de su padre- no le hizo preguntas susceptibles de sugerir otra cosa ni expresó ninguna sorpresa o reproche por el hecho de que la hija de Burger hubiera viajado sin hablarle de su intención a nadie, sin explicar cómo había sido posible, sin despedirse de quien se consideraba, justificadamente, la amiga más íntima de la familia, que había permanecido a las puertas de la cárcel con la chica cuando ésta tenía catorce años y padecía los retortijones de la primera regla. No informó a Flora con quién ni dónde estaba en Francia. Flora le dijo a quién debía pedir la llave del piso de Holland Park y encontró la forma de hacerle saber que si necesitaba dinero también era una cuestión que podía arreglarse. La voz del pasado sonaba muy cercana y con timbre de soprano a causa de la excitación que siempre la embargaba ante la perspectiva de mezclarse en problemas de evasión e intriga. Rosa también encontró el modo de agradecérselo, aunque supo explicarle que no necesitaba dinero. De repente Flora Donaldson dio la impresión de hablar como si no se la oyera claramente:

– ¿Pero cómo estás tú? ¿Cómo estás? ¿Realmente bien? ¿Cómo estás?

La pequeña Rose dejó atrás los vestidos de verano que le había hecho Gaby Grosbois porque se sabía, en el sur de Francia, que los otoños ingleses eran como el invierno de cualquier otro sitio, y el verano siguiente volvería a hospedarse con Madame Bagnelli.

– Oh, mucho antes. Volverás para navidad o para Paques, en esas fechas Bernard… las cosas pueden ser difíciles para ti en París. En cualquier momento, ésta será siempre tu casa. Aquí las mimosas brotan la semana de navidad -los besos cálidos en las mejillas, el fuerte olor a deliciosa sopa de verduras y a barniz para madera. ¿Y los ruiseñores?-. ¡Por supuesto! En mayo, ven en mayo y te estarán esperando.

La calle londinense no era un túnel atravesado por una lluvia sucia y por la niebla, tal como decían. Los árboles eran de un fuerte verde sereno. Alfombras soleadas junto a las ventanas alargadas, frente a la estera española de Flora Donaldson. Una planta baja con una franja de jardín compartido que descendía desde los plátanos. Pájaros negros (¿urracas? Pájaros de tarjetas de navidad del hemisferio norte) soltaban dulces exclamaciones desde una silvestre domesticidad de hierbas sin cortar y margaritas.

¡Parece una casa! Sonaba emocionada, por teléfono. Una especie de esfera de reloj de madera con un rabo de vaca móvil para indicar cuántas botellas debía dejar el lechero en la puerta. Una pared llena de libros y un congelador lleno de alimentos, suficiente para aguantar un sitio. Pero los franceses no sabían cómo era Inglaterra… Inglaterra era el sol, los pájaros, los amantes ocultos en el césped. Apenas paraba en casa. Paseaba por los parques y tomó el barco a Greenwich. No conocía a nadie y hablaba con todo el mundo. Bernard Chabalier se vio obligado a postergar su llegada otras dos semanas porque uno de sus colegas había contraído oreillons y el lycée estaba escaso de personal. (¿Qué demonios…? No conocía el nombre de esa enfermedad en inglés pero describió los síntomas: paperas, de eso se trataba, paperas.) No sólo la llamaba todos los días excepto los domingos, sino que le escribía largas cartas; la demora sirvió meramente para darle más tiempo en el goce de la anticipación del momento en que estarían juntos, solos, entre tantos placeres. Seguía un curso audiovisual de francés en el centro estudiantil… costaba muy poco y era excelente. Se había presentado en el Consulado Francés y estaba a la espera de información acerca de la validez de su título de fisioterapeuta en Francia. El había hablado confidencialmente con el presidente del Comité Antiapartheid en París con el fin de conseguirle residencia permanente y un permiso de trabajo, con toda probabilidad usando expresiones como «un miembro anónimo de una familia blanca cuyos miembros son víctimas destacadas del apartheid». Incluso entre París y Londres, por teléfono o en las cartas, él no fue más allá de hacerle saber que había «hablado con unos amigos», como si -otro amante adoptaba los tics de su amada en el deseo de identificarse con la forma de vida que la había conformado antes de conocerla- asumiera las costumbres de un país que desconocía.

Aparte de la precaución de inscribirse en el centro estudiantil bajo un apellido que no era el suyo -aunque por motivos privados más que políticos-, Rosa Burger se mostraba relajadamente comunicativa y no participaba en conversaciones cuyo tema exigiera discreción: intercambios de palabras con madres jóvenes acerca del ingenio de los hijos que construían casas con palos y hojas; discusiones con barqueros sobre los peces que habían vuelto a poblar el Támesis; debates entre condiscípulos acerca del significado de tal o cual escena en una película japonesa que todos habían visto. Sus respuestas rápidas no llegaban al punto de permitirle verse envuelta en ligues de bares: poseía la sonriente e invencible habilidad para desviar tales intentos, habilidad sólo posible en una mujer que ya está enamorada. Pero asistió a una fiesta con una joven pareja de indios que estudiaba francés con ella. La chica era originaria de la India, pero el hombre hablaba inglés con un acento que Rosa reconoció, así como él reconoció el suyo. En la reunión había otros indios sudafricanos; había dicho a la pareja su verdadero nombre pero les pidió que por el momento callaran su identidad; el resto de los invitados sólo vio en ella a una estudiante de su tierra. Volvió a encontrarlos en el piso de la joven pareja. Esos encuentros casuales ejercieron el curioso e imprevisto efecto de hacerle pensar, o soñar despierta, en buscar a la gente que se había ocupado de evitar, porque no podía imaginarse a sí misma deseando lo contrario. Ahora se veía hablando con ellos, acompañada por Bernard Chabalier. La siguiente vez que una de las fieles en el exilio telefoneó al piso con la esperanza de encontrar a Flora, Rosa no respondió como una ocupante anónima; aceptó el entusiasta supuesto de que aquella se presentaría; un sábado por la tarde estuvo en el Swiss Cottage, una refugiada política entre otros, hablando de los viejos tiempos. Se suponía que al igual que ellos seguiría en la lucha de un modo u otro; alguien dijo que había mencionado Francia como su base de operaciones. Fue a otra reunión; en esta ocasión resultó ser en honor de una delegación del Frelimo de paso por Londres para pedir ayuda al gobierno británico. Algunos hombres de Samora Machel habían asistido a la escuela o a la universidad en Sudáfrica. En la causa revolucionaria común al África meridional entre los negros de Mozambique, Angola, Rodesia y Sudáfrica, el gobierno del Frelimo formaba parte de la autorrealización de los negros sudafricanos, era una prueba de su existencia. Mozambiqueños negros que eran jornaleros migratorios todavía trabajaban mano a mano con los negros sudafricanos en las minas de oro y como sirvientes de hoteles y casas a todo lo largo y lo ancho de Sudáfrica. Los exiliados de ambos países habían estado juntos en campo de refugiados, juntos habían sido entrenados como guerrilleros en recónditos lugares del mundo, tomando partido en las luchas internas por el poder, las divisiones y los nuevos alineamientos; los unos hablaban el idioma de los otros, y el inglés del blanco que había industrializado culturalmente el extremo de su continente aun allí donde la lengua del poder colonial era el portugués. No era fácil saber cuáles de entre los negros de la ruidosa y atestada sala eran de Mozambique y cuáles de Sudáfrica. Al menos entre los que llevaban el uniforme del liderazgo: los trajes bien cortados y las chaquetas estilo Mao contaban con el favor indiscriminado del mismo sujeto de rostro autoritario y esclarecedor, tanto si pertenecía al CNA o al Frelimo, y pasaban de grupo en grupo. Alguien pronunció un discurso sobre el Frelimo y el principio del fin del imperialismo colonialista en el África austral. Otro pronunció un discurso acerca del Congreso Nacional Africano y la lucha contra el racismo y el fascismo mundial, vinculando a Vorster con Pinochet. «Unas pocas palabras» fueron dichas espontáneamente -y desarrolladas en una elegía con la elocuencia de uno (de los files) que habían bebido lo suficiente para calibrar su gran momento- sobre los grandes hombres que no habían vivido para ver las fisuras de la opresión en el África meridional… Xuma, Luthuli, Mondlane, Fischer, y por supuesto Lionel Burger, que esa noche ocupaba especialmente los pensamientos de mucha gente porque «alguien muy cercano a él» y su esposa, Cathy Jansen, otra estupenda camarada… se encontraban entre ellos. El papel de Lionel Burger en la lucha; la callosidad y la cobardía del gobierno de Vorster al mantener en la cárcel a un hombre anciano y agonizante, en contraste con la valentía de ese mismo hombre, invicto hasta su último aliento, que rechazó la concesión de compasivas apelaciones en su nombre, que nada pidió a Vorster salvo justicia para el pueblo. El gobierno racista blanco había robado su cadáver pero su espíritu estaba en todas partes… en Mozambique, en esta sala, esta noche. Una anciana inglesa blanca se acercó a la chica y la besó. Se la llevaron de allí para presentarla al contingente del Frelimo. Un maduro miembro del CNA recordó las campañas de los años sesenta, trabajando con Burger. Ella sonreía y agradecía, como una novia durante la boda o una actriz entre bastidores. En su intimidad estaba a su lado Bernard Chabalier, manteniéndola a buen resguardo en otro orden de realidades.

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