Katya tomó a la chica del brazo cuando la senda se ensanchó. Sus pies las llevaban hacia la aldea.
– Así toda la noche. Todos los veranos. Si no puedo dormir, salgo a las dos o las tres de la madrugada… Los tengo conmigo todos los años.
En pleno invierno, embarazada de siete meses, dando clases nocturnas en alguna vieja fábrica helada… de acuerdo, me «disciplinaron». ¡Qué avergonzada estaba! Tuvieron que disciplinarme a causa de mis tendencias burguesas a poner mi vida privada por delante. Recuerdo que lloraba…
Murmuraban, arriba, como escolares debajo de la ropa de cama. Risas.
Una vez me suspendieron del Partido por «inactividad». Cuando dan nombre a algo, qué quieres que te diga, significa lo que ellos deciden. «A cada uno según su capacidad.» Yo bailaba en una maldita revista musical seis noches por semana… ¿Puedes creerlo? Tenía que hacerlo, Lionel era interno y no ganaba prácticamente nada; paseaba por el piso con el bebé cuando volvía. Pero los domingos, con el pequeño grupo teatral callejero que había logrado formar, me iba a los distritos negros en la parte de atrás de un camión de mudanzas… bebé incluido. Me castigaron. No asistía a sus famosas charlas sobre el marxismo-leninismo… podía leer por mi cuenta. Pero no, se supone que debes ir a escuchar su sermón. Una pobre infeliz, ya no recuerdo su nombre… llegaron a acusarla de haber intentado envenenar a los camaradas hirviendo el agua para el té en una lata de aspecto sospechoso. Una de las trotskistas expulsadas…
¿Qué dijo él?
Nunca hablé con nadie como contigo, sin ningún tipo de continencia, femeninamente.
Dick fue el único que… bien, no me defendió exactamente, nadie podía hacerlo… supongo que en realidad yo no era buen material. Pero hubo una especie de asuntillo… (una pausa divertida, mutuamente culpable en la comprensión de nuestro sexo), algo ocurrió en un momento dado. Mucho después, durante la guerra. Yo sabía que le gustaba de verdad. El pensaba que yo era una criatura extraordinaria… unos cuantos besos en las circunstancias más inverosímiles. ¡Oh, el inocente Dick! Despreciábamos el sometimiento de las mujeres a la moral burguesa pero él le tenía miedo a Ivy y experimentaba sentimientos de honor pueriles y no sé cuántas cosas más hacia su enmarada. A él lo adoraba. Una vez me dijo: Lionel será nuestro Lenin. Creo, ahora que lo pienso, sí, no me dejes mentir, que una vez nos acostamos. ¡En la cama de Ivy! Dios mío. Son curiosos los estímulos que excitan a los hombres, ¿no? Es raro, pero recuerdo las sábanas. Nunca he olvidado las sábanas de Ivy. Estaban bordadas, cadeneta de margaritas y todas esas cosas, en azul y rosa brillantes… siempre usaba una ropa horrible. Se había ido a una conferencia en Durban, con los indios. Nosotros teníamos que hacer panfletos en la multicopista. ¡Querido Dick! Aunque comparado con alguien como Lionel,… la aventura no tenía muchas perspectivas. No era inquietante. No logro imaginarme qué aspecto tendrá ahora… Siempre llevaba la chaqueta subida en el trasero, totalmente despreocupado de sí mismo, yo oía las risillas…
¿Qué dijo él?
Nunca me preguntaste por qué vine y yo tampoco te pregunto eso. Me cuentas anécdotas de tu juventud que podrían ser mías. Varias veces podría haber aportado de manera semejante alguna anécdota sobre la forma en que solía ponerme de punta en blanco para ir a visitar a mi «prometido» en la cárcel, usando el anillo de compromiso
de Aletta. Sabía imitar el habla de los carceleros y tú reías con el placer de las reminiscencias atenuadas. ¡Es exactamente eso! La brutalidad y la sentimentabilidad sin tapujos del taal de la abuela Marie Burger en sus bocas. Por supuesto sé cómo somos cuando hay un asuntillo… cuando Didier me dio una oportunidad tomando mi dedo del pie por pezón o clítoris. ¿Qué dijo tu marido cuando disciplinaron a su bailarina? Debió de parecerle algo tan mezquino… los zapatos blancos, tus lágrimas. O tal vez consideró esta «limpieza» ideológica como un aprendizaje fundamental para la aceptación incondicional de acciones incondicionalmente realizadas, cuya necesidad se manifestaría en el porvenir. Quizá sonrió y te consoló haciéndote el amor; pero vio que los leales seguían adelante y te sometían a castigo porque preferías el teatro de aficionados a la educación marxista-leninista.
En cuanto al asuntillo con el camarada Dick… ¿Qué dijo él?
A lo mejor no se dio cuenta. Lo engañaste porque no tenías su calibre; fue tu rebancha por ser inferior, pobrecilla, llegaste a ser plenamente consciente de tus defectos porque él ni siquiera notó la suerte de pecadillos con que te consolabas.
Veo y comprendo todas estas cosas mientras desvainamos guisantes, soltamos un dobladillo con una hoja de afeitar vieja, paseamos entre los alcornoques, vemos cómo se hacen a la mar pescadores, saltamos descalzas sobre la piedra calentada por el sol del día después que tus amigos se han ido a dormir. Es fácil, contigo. Soy feliz contigo… veo que él lo fue. Sonriente espectadora, encantada contigo aunque has engordado y la vivacidad de Katya debió de haberse curtido hasta la payasada y el atractivo a veces se deteriora en algo que yo no quiero observar sólo para complacer -un deseo de complacer-, sin recordar cómo, nunca más.
Un asuntillo. ¿Qué dijo él?
No pudo decir nada porque entonces ya había aparecido la auténtica revolucionaría: reconociste a mi madre en cuanto la viste. Nunca me lo ha contado nadie, pero la versión aceptada, la interpretación es que Katya abandonó a Lionel Burger… algo característico en una persona tan poco adecuada (hasta ella lo reconoce años después) para el hombre que él llegaría a ser. Lo abandonó por otro hombre o por otra vida… que viene a ser lo mismo, en realidad. ¿Qué otra cosa le queda a una mujer que no quiere vivir para el Futuro? No has desmentido esta versión. Pero comprendo que hicieras lo que hicieses, tú, él y mi madre sabían que no dijo nada a causa de ella. Allá en mi tierra alguien está escribiendo una semblanza definitiva en la que esto quedará fuera. De todos modos, si me lo preguntaras… no vine en un peregrinaje, adoratriz o iconoclasta, para averiguar nada sobre mi padre. Empero, tiene que haber habido una razón profunda por la que con los ojos cerrados llamé a esta puerta, a esta casa, a esta aldea francesa; una razón que escapa a mi razonamiento de que a Vigilancia no se le ocurriría buscarme aquí.
Quería encontrar la forma de desertar de él. La antigua Katya logró escribirme diciéndome que era un gran hombre, y sin embargo decide que «está el mundo entero», más allá de aquello por lo que él vivió, más allá de lo que habría sido la vida con él.
Fue fácil para Rose Burger rechazar los calculados placeres propuestos por Didier: nunca había tenido la edad de Tatsu, que jugaba con su perro en el jardín del anciano. En una de las reuniones veraniegas le contó a un hombre al que nunca había visto y al que probablemente nunca volvería a ver, su versión del incidente ocurrido en París cuando alguien intentó robarle dinero del bolso.
– Me pescó,
– ¿En qué?
– Creía que alguien estaba vigilando mis movimientos.
– Un carterista. Un pobre diablo.
– Sí.
– Un negro.
– Sí.
El francés con el que mantuvo esta conversación en inglés seguía en la aldea el Día de la Bastilla. Algunos amigos de amigos sólo iban allí a pasar un fin de semana, eran nombres y rostros presentados con entusiasmo como un cuñado, un primo, un colega de París o Lyon; su estar de paso daba al visitante una dimensión de relaciones con sedes gubernamentales, negocios y opiniones de moda. El estaba en la place bailando como todo el mundo, viendo bailar a los demás, aplaudiendo e intercambiando besos cuando los fuegos artificiales se elevaron desde lo alto del castillo. Katya y Manolis, Manolis y Rosa, Katya y Pierre, Gaby y el alcalde, Rosa y el vendedor de coches que era hijo del pastelero, saltaban y giraban cerca de Georges, que hacía sonar castañuelas con sus dedos; una bellas modelos de Cannes permanecían de pie siguiendo el ritmo con la cabeza, como niñas buenas a las que han dicho que no deben retozar para no estropear sus mejores galas; él era uno de los franceses de ciudad con las nalgas bien proporcionadas, camisas entalladas y jerseys anudados por la mangas alrededor del cuello, cuya presencia cosmopolita reforzaba la fiesta familiar contra el elemento turístico. Bailó con ella, más mal que bien, crispando las mejillas por la deplorable música que salía de un estrado decorado con guirnaldas. Estaba al otro lado de la mesa cuando ocho o diez de los amigos comieron en un restaurante después de audibles y serias discusiones acerca de los platos y los precios.