Gaby Grosbois se había hecho cargo de la situación.
– Arreglaré un buen precio con Marcelle. Moules marinieres, ensalada… ¿Qué bebemos, Blanc de Blancs? -se alejó a majestuosas zancadas, silbando la Marsellesa, contoneando la espalda en un burlón pavoneo militar.
El pequeño restaurante era un unánime alboroto íntimo. El camarero de Marcelle cantaba en argot y durante una de las canciones arrebató de la panera una ficelle curva y pasó por las mesas a saltitos, manteniéndola levantada entre las piernas en jubilosa erección. Blandía la barra de pan delante de las mujeres, que empezaban a chillar. Katya, Gaby… Mesdames, se mira y no se toca. Con un floreo y el aire de quien pone una flor en un ojal, la introdujo en la ingle de Pierre Grosbois, desde donde éste, entre aplausos y risas, apretando los músculos de las nalgas, logró hacerla dar golpes sobre la mesa.
En medio del desorden de sillas echadas para atrás y los abrazos de despedida con balanceos de la cabeza, el desconocido se detuvo apenas delante de Rosa.
– Iremos a tomar un copa.
Perdieron a los demás en el tumulto de la place.
– ¿Dónde? -se detuvo para encender un cigarrillo en una arcada oscura; para él, era la lugareña.
Fueron al bar de Arnys, quien no dio muestras de reconocer a la chica extranjera separada del contexto de sus compañeros habituales. La vieja cantante siguió jugando al solitario con el vestido de gasa que cubría unas piernas enormes brotadas de pequeños escarpines ceñidos parecidos a cascos de raso. Su perro maltes ciego y de pelaje enmarañado, se acercó y babeó un poco el asiento del hombre: Chabalier, estaba escribiendo para Rosa en el margen de un periódico olvidado sobre la barra, Bernard Chabalier.
– ¿Dónde vives cuando estás en París?
– Nunca voy a París.
– Fue allí donde creíste que te seguían.
– Ah, eso. Fueron dos noches; venía hacia aquí. La primera y única vez.
Con la cara entre las manos, él aceptó que no le respondiera.
– ¿Quieres más vino? ¿O café? -se dirigió al barman sencilla y severamente, anticipándose a cualquier objeción irritante-. Ya sé que es verano. También sé que es Catorce de Julio. Pero, ¿tenéis limones? Quiero zumo de limón… caliente.
– No quiero más vino. Tomaré lo mismo.
– ¿Estás segura de que te gustará? No se trata de una exótica bebida francesa, es puro zumo de limón agrio.
– Eso es lo que entendí.
– Cuando yo estudiaba en Londres solía pedir que me orientaran hacia algún lado en el autobús. Diez personas amables me respondían al instante… Sí, sí, les sonreía, muchas gracias… pero estaba perdido. Es una cuestión de orgullo, nadie se resiste al chauvinismo del idioma extranjero. En las conferencias de prensa oyes a un estadista que visita París hablar con gran elocuencia en su idioma; de pronto intenta decir unas pocas palabras en francés y se transforma en un idiota que habla, un analfabeto de algún caserío miserable que aprende a leer a los setenta años.
La chica no se sintió intimidada.
– Estoy acostumbrada. He hablado dos lenguas maternas toda mi vida y siempre estuve rodeada de otros idiomas que no comprendo.
– Yo hablo inglés.
Ella expresó con un gesto que lo hacía con toda competencia, pero él no se dejó impresionar por un triunfo.
– Trabajé seis años en Londres… pero no sé si tú y yo nos entenderemos.
– ¿Por qué no? -ella siguió la fórmula de un hombre y una mujer que se entretienen durante media hora.
– Si hablas así, sí. Yo diré lo que creo que te halagará y me volveré interesante. Me gusta esto. ¿No opinas que…? Cada uno hace su ostentación… pero no pasaré por eso. No es eso lo que… está bien, no tienes por qué responderme, es perturbador no coquetear, no abrir las plumas de pavo real y cacarear.
Uno de los jóvenes de Arnys puso dos vasos con sus platillos delante de ellos. El hombre vació el sobre de azúcar en el líquido turbio y lo agitó como si fuera una medicina; Rosa lo imitó. El se sirvió más azúcar.
– ¿Qué habías hecho?
Volvió a sentir el apretón con que sujetaba una mano en la calle que se llamaba Rué de la Harpe. Esperó su respuesta mientras ella probaba el zumo de limón y lo tomaba a sorbos porque estaba muy caliente.
– Nada -se volvió a la espera de un veredicto, una prueba de sus propias palabras… algo que él no entendería-. No he hecho nada.
– ¿Qué podías haber hecho?
– Ah, no lo sé -paseó indulgentemente la mirada por la barra, observando a los jóvenes que se tocaban el pelo y la ropa como si fueran coristas en espera de entrar en escena, a la vieja cantante que satisfacía su sentido del control sobre todo lo que había vivido mediante la resolución de que saliera el naipe acertado.
– Son muchas las cosas que yo sé que podrías haber hecho. En las tardes parisinas hay chicas que parecen turistas con los pies fatigados y la Guide bleu en la mano que son asaltantes fugadas. Estudiantes menudas con bucles art nouveau que en la cartera llevan cocaína para vender. Diputados que cenan en Matignon, de pelo plateado y manicurados donde Anne-Aymone habla con ellos de jardinería… y que venden armas a ambos bandos del Oriente Medio, a América Latina, a África, a cualquier parte.
– No hice ninguna de esas cosas -él no llevaba un jersey anudado alrededor del cuello (había dejado una gastada chaqueta de cuero en el taburete de al lado); se separó de la conciencia en la que unas pocas características en común desembocan en una sola. La frente alta, con el lóbulo derecho y el izquierdo bien definidos, era casi una coronilla; el pelo ondulado raleante la ribeteaba contra la luz y se extraviaba en alas por encima y detrás de sus orejas. La boca amplia y delgada, con movimientos musculares que modulaban en la carne firme una expresión normalmente transmitida por los labios.
– B-bien. También existen quienes imaginan que cometieron algo y sienten que los siguen. Vale -las cejas espesas que compensan a los hombres la pérdida del cabello, levantadas con tolerancia. Los ojos tenían una fijeza de trance, mostrando el arco del párpado más bien bajo encima del globo del ojo en un hueso hundido.
– No me dejo llevar por la imaginación. No hay nada neurótico ni misterioso -sentía la necesidad de ser natural; como había dicho él, no era aceptable «hacer ostentación»-. Si la policía te sigue te acostumbras, lo mismo que ellos. Sabes si se quedan dormidos esperándote y si se escabullen a horarios regulares para tomar una cerveza. Los conozco desde que era una cría. Pero en una ciudad extranjera no me habría resultado tan fácil reconocerlos. No sé qué clase de persona hace ese trabajo aquí, la ropa que usan, el corte de pelo… -se dio por vencida, sonriente-. Si no vives así, si no has hecho… Y aquí, incluso yo, aunque no viva así…
El la miraba con desenvuelto respeto.
– Has estado en dificultades. Vale. Te digo que es imposible… Sé lo que es eso aunque nunca estuve metido.
– En primer lugar yo no pienso en eso como si fueran «dificultades».
– No, por supuesto. ¿Ves? Lo veo cada vez menos posible. Cuando te dije que no nos entenderíamos no pensaba que sería algo así. Sólo estaba pensando que no reconoceríamos por qué te pedí que me acompañaras y tú viniste. Pensaba únicamente en las cosas que ocurren entre hombres y mujeres. Me atraes muchísimo… lo sabes, y respondiste dejando a los demás y acompañándome. ¿Nunca encontraste a un hombre al que desearas entre los que se mostraron interesados? Ah, sí, pero no puedes decírmelo… y tú no podrías entender nada de mí. Como la comida y bebo el vino de unos amigos a quienes no tengo en buen concepto, vivo de ellos… y tal vez yo también pienso que una chica nueva forma parte de mis pequeñas vacaciones… Soy maestro. «Profesor», sí, así nos presentaron, pero los títulos… Todo francés que da clases en un lycée es un profesor, todo alemán es Herr Doktor. La gente con la que vivo te dirá que estoy escribiendo un libro… en su casa, para ellos es un proceso maravilloso. Debo decirte que se trata de mi vieja tesis del doctorado para el que me presenté en la Sorbona hace tres años y que abrigo la esperanza de que… alguien la publique si alguna vez se termina.