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Georges se sirvió más salsa y a modo de alabanza arrojó a Madame Bagnelli un beso por el aire.

– Si no pudimos darnos el lujo de visitar Chile con Allende, al menos podemos ir al Portugal de Gomes. No me lo perdería por nada del mundo. ¡Pero la gente de este pueblo! ¿Habéis oído lo que dijo Grosbois? Si ahora todo está tan bien en Portugal, ¿por qué no se han vuelto todos los portugueses que pican calles aquí junto con los árabes? Quieren la prosperidad de la noche a la mañana y si no la consiguen dicen que la izquierda lo embarulla todo. Un año, sólo ha pasado un año.

Era cierto que Madame Bagnelli aún podía adoptar, como un desafío a todos, algo así como el blasón del atractivo y la sexualidad; una especie de cabriola interior al estilo de la pirueta de un boxeador -fornida, ligera sobre sus pies- a veces lucía en su terraza.

– ¡Qué maravilla cuando todos bailamos en la place el año pasado! ¿Verdad, Georges?

Georges señaló a Katya y dijo a Rosa:

– Tendrías que haberla visto con un clavel rojo en la oreja.

– ¿Y tú? Todos delirábamos. Algunos creían que sólo se trataba de la batalla de flores en Niza… -Manolis y Georges habían llevado un vino blanco especial; Katya sacó del cubo la tercera botella chorreante y dio vueltas con ella en alto-. ¿Y qué decir de Arnys? Rosa… Arnys no conocía ninguna canción revolucionaria portuguesa, de modo que cantó una que recordaba sobre La Pasionaria, de la guerra civil del 36… después lloró conmigo, contándome que había tenido un gran amor en la Brigada Internacional -Madame Bagnelli permaneció con el vaso en la mano, como si estuviera a punto de pronunciar un discurso o de ponerse a cantar-. En la tierra de esta chica, abril significó el fin de los blancos en Mozambique, justamente al lado… ¿comprendéis lo que debió de ser eso?

Manolis observó a Rosa a la manera en que la había mirado cuando se hizo cargo de Georges profesionalmente.

– ¡Qué experiencia! Estar en África en ese momento… eh?

La chica también se levantó y apoyó las palmas en la mesa. Veía el castillo iluminado detrás del brochazo negro de los cipreses; la música y la voces eran el único coro de insectos de la noche estival. Paseó la mirada por todos los que estaban alrededor de la mesa, en impulsos expansivos, incluso cariñosos, incluso conmovedores.

– Allá no hubo claveles rojos.

Pero Georges y Manolis se enorgullecían de estar plenamente informados. La miraron, reflexivos. Amablemente, quisquillosamente, Bobby dijo que quería más pan.

– Los negros estaban estáticos. El Frelimo combatió durante once años… pero si salías a la calle, eso es imposible allá. No te atreverías a celebrarlo. Hubo una reunión de masas y la gente fue a parar a la cárcel.

– No de la noche a la mañana, agitando estandartes y con titulares sobre los héroes en los periódicos del día siguiente, como ocurre aquí cuando hay algún jaleo político -Madame Bagnelli mantenía un contrapunto de enfáticas interrupciones.

Manolis hizo un ademán destinado a acallarla en beneficio de su aprendizaje; llevaba la experiencia de los coroneles griegos en la sangre, aunque no había estado en el país durante su mandato.

– ¿Y los blancos? Supongo que tenían miedo de que ocurriera lo mismo allí, ¿no?

– Los refugiados seguían llegando, gente con el mismo aspecto que nosotros, que podía mirarse a sí misma y mirarlos a ellos… arrastrando a sus abuelas y sus lavadoras, gente blanca -los ojos claros de Rosa eran indiscretos, confiados. Ella era su propio público, alineada con los demás.

– ¿Qué pueden esperar? Se lo buscaron. Permitieron que les lavaran el cerebro hasta creer que son una raza superior. ¡Huyendo con la nevera al hombro! Ya ocurrirá. ¡Trescientos años es suficiente! Te proscriben… te arrojan a una celda hasta la muerte si intentas cambiarlos -Madame Bagnelli tenía el aire de quien se deja llevar por las opiniones de aquellos con quienes se encuentra. Con los Grosbois, participaba igualmente animada en su decisión de comer verduras de cultivo orgánico, o en el interés de Gaby por las reformas que según «Nice-Matin» estaban haciendo en la villa de la hermana del sha de Irán.

– Esta chica podría vivir muy bien aquí. Se ganaría la vida. Lo digo en serio -Georges se inclinó para atraer a todos a la repentina idea de sustentar a su propia refugiada política local-. La gente de los yates siempre siente dolores y malestares de tanto ejercicio… se lesionan practicando el esquí acuático y no sé cuántas cosas más. De verdad, es sorprendente lo bien que está mi pierna, ahora, relajada, los músculos… -la convincente sagacidad de sus ojos azules sondeó a los demás.

– ¡E incluso en la aldea!

– No hay nadie que haga ese tipo de trabajo.

– Un momento, un momento, ¿qué me decís de los documentos? -Madame Bagnelli miró a Rosa alegremente por el entusiasmo de Georges y Manolis-. Tiene que tener permiso de trabajo, un…

Georges descartó toda divagación sobre la despreciable burocracia.

– ¡Bobadas! No pide permiso. Nadie se entera. Le pagan en efectivo y se mete el dinero en el bolsillo -los dedos melindrosamente extendidos, con el anillo de sello del reinado de Alejandro Magno, usado a modo de alianza con Manolis, secándose la palma de una mano con la otra.

Katya llevó a Rosa a escuchar los ruiseñores. Cerraron el portal pero las habitaciones quedaron abiertas a sus espaldas, las velas ahumaban la mesa desordenada. Podían estar todavía en la terraza, las voces flotaban bajo la noche tibia y serena.

Bajaron las empinadas calles suavemente empujadas por la fuerza de gravedad, bajo farolas donde diminutos murciélagos aleteaban como gallardetes, abriéndose paso junto a las paredes de las casas de sus amigos, a través de melodiosas voces entrecortadas por la música de la place, ráfagas de olor a caca de perro y a pis humanos en arcadas sarracenas, risueños arpegios en el tintineo de cuchillos y platos desde el restaurante donde un grupo de franceses tardíos ocupaban una mesa bajo el soto de un parral con hojas tiernas y translúcidas a las saltarinas sombras de sus gestos. (Nunca entendiste qué los vuelve tan eufóricos en el ritual de las celebraciones… ni siquiera cuando llegaste a entender perfectamente su idioma; Katya experimentaba una orgullosa fascinación por la impenetrabilidad tribal de la gente entre la cual vivía.) Más allá de las pequeñas villas de los muertos con las urnas de sus jardines marmóreos que difundían el perfume de claveles cortados, como si estuvieran en el florero de cualquier salón familiar; la algarabía de parejas abrazadas que se acercaban y se alejaban trotando, los estertores de las motos, los gorjeos de los mayores que deambulaban por la aldea como si estuvieran ante una exposición de piedra, luces, puertas orladas con cortinas de plástico a rayas, las caras talladas de los leones fundidos por siglos que retrocedían hasta marcar los contornos de un feto. En el vestigio de barranco forestal este elemento conocido desapareció de pronto como un papel que se hace humo azotado por el lengüetazo de las llamas. Se había disipado por encima de las almenas iluminadas del castillo suizo como un dragón domesticado. Katya se precipitó entre matorrales sucios como un raposa o un tejón, que coexiste ingeniosamente con caravanas aparcadas y carreteras. Rosa paseó por la inofensiva jungla europea.

– Espera. Espera.

La respiración de Katya la rozaba como las agujas de pino. Alrededor de las dos mujeres estaba a punto de ser audible un penetrante y dulce tintineo. Una nueva percepción recogía la suprema oleada cuyo centro debe ser un éxtasis inalcanzable. Los temblores de la oscuridad se intensificaban sin acercarse. Ella se movió, inquisitiva; Katya volvió la cara para aquietarla. El vibrante cristal en el que estaban retenidas se hizo añicos en cantares. La sensación de recibir la canción era cambiante; ahora una cuesta celestial en la que planeaban, se ladeaban, navegaban, caían sinuosamente hacia la tierra; después un aliento detenido hasta el desmayo que pasó a ser, más allá, un golpe arrebatador, otra vez, otra vez, otra vez.

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