Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Me gusta tu herencia.

– Cuando empiece a soplar el mistral ese árbol aplastará los cables de la electricidad. ¡Nos costará un dineral! Ya se lo he dicho a mi padre. En Francia es un delito obstruir las instalaciones.

Madame Banelli invitó a Georges y Manolis a compartir los espárragos de cosecha propia que le regalaron a Rosa. Una de las íntimas «los olió mientras se cocinaban», como dijo Madame Bagnelli, y llamó a la puerta precisamente cuando Rosa llevaba las cosas para poner la mesa en la terraza. Bobby era la altísima inglesa de hermosas piernas que a los sesenta todavía usaba, sin parecer ridícula, pantalones de torero hasta las rodillas, las uñas de los pies pintadas y cortadas como las de las manos. Si en le place Rosa la encontraba sentada en su banco acostumbrado, daba la sensación de creer que se habían citado; se levantaba de un salto, movía la boca acogedoramente, besaba a la chica e insistía en invitarla a tomar un café, reanudando alguna habladuría local sobre una disputa o una crisis en la aldea, como si ambas la hubieran presenciado.

– Al fin y al cabo ese gran acontecimiento no se produjo ayer. Esperaban una llamada telefónica, pero sólo cuando apareció el cuñado… ya sabes, el gordito de Pegomas, poco apetitoso si quieres que te diga la verdad…

En el cesto de paja llevaba guantes de goma y con frecuencia un periódico, revistas (ésa era la fuente de los números de «Vogue» y «Plaisirs de France» que Katya dejaba en la habitación de su huésped) o una rama florida de la casona cerrada, con una virgen de mayólica en la fachada, que cuidaba en ausencia de los dueños. Por lo que Madame Bagnelli sabía, la había hecho entrar clandestinamente en Francia un oficial francés que se había enamorado de ella cuando la conoció en la marina femenina británica durante la guerra. Las arpías de la aldea se mofaban de su pretensión de haber participado en la Resistencia.

– Ya estaba en la aldea cuando llegué. El tenía una casa y solía venir cada tantos meses… me dijeron que alguna vez vivió realmente allí con ella. Desde que estoy aquí sé que venía cuando podía, lo mismo que Ugo. Esperábamos que su mujer muriera. Estaba tan enferma… Nos interesábamos por la salud de esa mujer, parecía un caso desesperado, tenía todas las enfermedades imaginables. El murió antes. Entonces yo no pensaba… Bobby nunca esperó… lleva viviendo aquí tanto tiempo que tiene sus manías. A veces, si le mencionan a su coronel, te responderá como si supiera de quien hablas, pero es una forma de disimular que no ha caído en la cuenta de quién se trata.

La voz de Manolis precedió a la pareja invitada, dando instrucciones en su francés-griego como si aconsejara la forma de guiar un bulto poco manejable a través de la casa pequeña y oscura de Madame Bagnelli. La frágil carga era Georges maniobrando su propio cuerpo.

– Se ha hecho daño en la pierna. Ya le he dicho que no debería subir escaleras -Manolis pasó al inglés que había aprendido de Georges, de modo que ahora hablaba con acento francés y griego. Su delicada y estrecha cara amarillenta, con sus lunares oscuros y los brillantes ojos negros apesadumbrados, se veía dramática por la arrogante desaprobación y angustia. Georges apareció en escena apoyado en un bastón-. Tuve que preguntar en todas partes hasta conseguírselo… por fin me lo prestó el viejo Seroin, aunque me planteó todo tipo de dificultades: es de su papá, de cuando era gouverneur en lndockine, si se estropeara bla bla bla…

Georges sonrió y extendió el brazo libre para que las mujeres se acercaran a besarlo.

– Manolis tenía listas las cortinas nuevas, yo estaba de pie arriba del armario, ese tesoro que Katya descubrió para nosotros en Roquefort-les-Pins… debí de caer dos metros -olía a ante (la camisa flexible que llevaba) y a colonia de limón; sus ojos azules y el pelo blanco cortado a la Napoleón estuvieron cerca de Rosa, una presencia segura de su vitalidad andrógina, mientras hablaba junto a su oído y la abrazaba.

Bobby los miró con la cabeza libre de las preocupaciones que arrastraba cómodamente por doquier como si de una labor de aguja se tratara.

– En la puerta de mi casa las cosas están así desde hace un mes. Podrías romperte el cuello. No hay una sola luz. Todo está oscuro como boca de lobo. La cuadrilla de árabes deja los picos y las palas a las cinco en punto… no les importa nada.

– Pues aquí tienes exactamente a la persona que necesitas. Deja que te vea Rosa, Georges. Ve despacito a mi dormitorio, métele en la cama y deja que te examine una fisioterapeuta titulada… ¡gratis! -Madame Bagnelli presentó otro aspecto de su huésped, para los demás tan digno de credibilidad como las historias de salvajes de su país de origen.

– ¿Eres enfermera? -Manolis era estricto.

– El único que lo puede tocar es un médico -dijo Bobby con tono confidencial a Madame Bagnelli, frunciendo la nariz. Cuando creía susurrar su voz sonaba más fuerte que nunca.

– Al dormitorio no… no debo moverme ahora que llegué aquí. Manolis, pon los cojines en el suelo.

Madame Bagnelli, agachándose una y otra vez. pesaba sobre sus delgados tobillos, dispuso todo en un santiamén.

– Le quito los zapatos, ¿no?

La chica tomó todo a su cargo, sonriente, la barbilla levantada:

– Arremángate los pantalones. Así no, más arriba. No… llevas los pantalones demasiado ceñidos alrededor de los muslos, quítatelos.

– No es lenta, eh? Bueno, si tú lo dices.

Rieron de él mientras tironeaba hábilmente de su cintura, se desabrochaba el cinturón y bajaba la cremallera. Manolis le quitó los pantalones con el aire de quien prepara un cadáver, provocando nuevas risas. Georges apretó el mentón contra el pecho en una mueca que mostraba sus dientes gastados lateralmente hasta el hueso, poniendo de relieve una vulnerabilidad más personal que el cuerpo que lucía como si fuera una indumentaria que, sabía, causaría buena impresión. El pelo de Rosa Burger había crecido lo suficiente como para caerle por la cara; sólo veían su boca firme en actitud de concentración profesional. Sus manos se movían con el dominio y la sensibilidad de siempre a pesar del largo tiempo en desuso. ¿El médico dijo que la rótula no cruje? ¿Te hicieron radiografías? ¿No había dislocación?

Manolis apeló a todos:

– ¡No encontró nada! Pero fijaos cómo está Georges, ni siquiera puede volverse en la cama.

– Quizá pueda aliviarlo un poco. Dadme media hora.

Se sometieron a ella; Manolis fue a terminar de poner la mesa y Madame Bagnelli arrastró a Bobby a la cocina, donde dio los últimos toques a la salsa.

Varios vasos de vino liberaron la inquietud educadamente contenida que Georges había ocultado a su amante. El tono destinado exclusivamente a él llegaba a Manolis mientras mojaba un trozo de pan en la vinagreta; instantáneamente fijó la atención en su mirada pesarosa (cuando Manolis reía esos ojos brillaban como si estuviera llorando) y apretó los labios para evitar que temblaran.

– Ya está mejor. Quiero decir: creo que está decididamente mejor. Me pondré bien. Puedo mover la rodilla… bien, no lo haré pero siento que podría.

– Pensábamos ir a la Algarve la semana que viene. Un día fabuloso, para poder pasar a Portugal. Hemos esperado tanto tiempo para hacerlo.

Los dos tortolitos llenaron sus vasos en actitud ceremonial.

Madame Bagnelli los tranquilizó:

– Y lo haréis, por supuesto. Rosa irá todas las mañanas para darle masajes a Georges, ¿verdad que sí? Nunca pensé que fuera algo tan maravilloso. Mucha gente que conozco ha ido allí de vacaciones todos los años y siempre han dicho que era tan barato, incluso más que España.

– Jamás se nos habría ocurrido ir en vida de Salazar, ni siquiera gratis.

Bobby eran tan inconsciente de los reproches como de que hacían caso omiso de su presencia.

– Dicen que eso se ha acabado… los comunistas han echado a la gente de sus casas… los ingleses que se habían retirado allí, poniendo hasta el último penique…

66
{"b":"101558","o":1}