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– Tienes que probar como mínimo media rebanada, el pan de jengibre de mi Nina es toda una experiencia y se ofende… -era delicioso, auténtico, disfrutó del placer de la mutua experiencia del zumo natural y puro y la delicada picantez, sirviéndose más bizcocho y expresando con gestos que ella hiciera lo mismo-. Es una antigua receta familiar de mi abuela que Nina aprendió cuando era una negrita que no levantaba un palmo del suelo y ayudaba en la cocina… eso dice, pero mi madre asegura que es ella quien la recibió de manos de su madre y se la enseñó a Nina. Probablemente también se la transmitieron a tu madre.

Podía existir cierta relación familiar lejana entra Brandt Vermeulen y Rosa Burger. No figuraba en los archivos del departamento de Seguridad del Estado. La madre de ella había sido poco precisa al respecto. La madre de Brandt Vermeulen y la de Rosa podían haber sido primas terceras o cuartas por rama materna; él no necesitaba reconocer la posibilidad ni Rosa tener motivos para reivindicar ningún parentesco en la condición colateral de afrikaner donde, si retrocedías trescientos años, todos los Cloete y Smit y Van Heerden resultarían tener vínculos sanguíneos con todos los demás. No, nunca había probado un pan de jengibre tan bueno.

¿Le gustaba la calabaza en conserva? ¿Sabía lo que era calabaza en conserva? ¡El sospechaba que no! Se jactó juguetonamente de su huertecillo que estaba por allí, cerca de la piscina… la gente no se daba cuenta, sencillamente, de lo maravillosas que eran las verduras, tenía que mostrarles sus berenjenas de color caoba y los chiles granates, y las calabazas parecidas a esos cojines rellenos con un botón en el centro. Su jardín, sus pinturas, esta especie de aventura delirante -sopló pétalos de rosa para alejarlos de las pruebas de sobrecubiertas-, ahora que estaba a punto de perder hasta la camisa publicando un libro de grabados en madera y poesía que en realidad era erótico pero que no le crearía problemas con las tannies [«tías». (N. de la T.) ] porque los grabados eran demasiado abstractos y los poemas demasiado esotéricos para tener la esperanza de vender algún ejemplar…

Podría haber seguido entreteniéndola con su entusiasmo y su capacidad de no tomarse en serio a sí mismo, ella podría haberse levantado para marcharse después de una hora sin haber descubierto el propósito de su visita. Esas magníficas calabazas… Nina las preparaba agridulces, le daría un tarro para que se lo llevara a casa.

– ¿Todavía vives en la casa… la casa de tu padre? -rió, no quería fisgonear-. ¿Estás casada o algo así?

Respondió que había vivido en varios sitios y ahora estaba en un piso pequeño.

– Entonces renunciaste a esa casa… naturalmente. Estuve allí una vez, más o menos a los quince años… no creo que tú hubieras nacido.

Rosa sonrió, cerró los ojos momentáneamente en un esfuerzo inconsciente para recordar o negar.

– Sí, yo había nacido.

– Bien, eras demasiado pequeña para ponerte en evidencia…

Me fastidié una rodilla jugando al rugby y el tío que me tenía a su cargo mientras yo estaba en la escuela, lejos de casa, quiso conocer la opinión de tu padre antes de asumir la responsabilidad de la habitual operación de cartílago. Para él no había nadie como Lionel Burger: ¡Será un rojo pero es el mejor médico del país! Mi padre no tuvo más remedio que ceder… -pasó al afrikaans sin darse cuenta-. Yo estaba un poco nervioso, no sabía cómo era un rojo, lo imaginaba como una especie de anticristo, de Frankenstein, al que los chicos veíamos en el biógrafo, pero tu padre resultó estupendo, hablamos de rugby, él había sido zaguero de un equipo de primera cuando estudiaba medicina. Pensé en qué demonios habían querido decir tachándolo de rojo.

– Vendí la casa y renuncié a mi trabajo en el hospital. Hace ya más de un año -también ella empezó a hablar en afrikaans.

Su rostro sonriente, limpio de sol y cloro, se compuso para reflexionar en que tal vez su visitante había renunciado a algo más que una casa y un trabajo. El ingenio y la frivolidad se vinieron abajo como cometas que se posan en tierra graciosamente.

– He estado trabajando para un asesor de grandes inversionistas. La organización de Barry Eckhard.

– Comprendo -la miraba, esperando la revelación.

Ella no dio señales de nervios o perturbación, aunque tampoco adoptó la actitud defensiva que él solía encontrar si alguien lo presionaba. Ella era dueña y señora de sus propios silencios, como si fuera él quien debía esperar a que hablara en lugar de ser ella quien tenía que encontrar la oportunidad. Brandt se cruzó de brazos.

Habló con el tono y la cadencia que había empleado para decir que a su madre no le habían dado, por lo que ella sabía, la receta del pan de jengibre.

– No es muy interesante. De hecho, mucho menos de lo que yo pensaba.

El hizo aletear sus pestañas rubias en dirección a la preocupación que le aguardaba sobre la mesa.

– Las formas de perder dinero son más divertidas, lamentablemente.

– No puedo decir que esté harta de eso… todavía. Más bien parece que no he hecho… cómo diría… que no he tomado contacto con ellos.

El se vio llevado a una de esas preguntas que sugieren la respuesta.

– ¿No es lo que tú quieres…?

Rosa dejó que la pregunta se convirtiera en conclusión. Después habló, no como si reflexionara, sino directamente para él, en una serena manifestación que llegaba hasta él y lo rodeaba.

– Quiero ir a otro sitio.

El se tomó tiempo:

– ¿Otro trabajo?

– Me gustaría conocer Europa.

Dicho así parecía razonable; él había ido y vuelto con frecuencia; ella, una chica como cualquier otra, una chica en la veintena, de una inteligencia, educación y clase que daban por sentada la experiencia del mundo exterior, ¿no era perfectamente razonable que tuviera conciencia de la posibilidad de los placeres que también existían para ella? No pudo menos que ser serio y comprensivo.

– ¿Y por qué no lo haces? ¿Por qué no podrías hacerlo?

– Nunca he viajado.

– ¿Ni de niña? -empezó a sonar el teléfono.

– Nunca pude -Rosa Burger no dio la impresión de darle permiso para ir a atender.

– Creía que una o dos veces tu padre… -el teléfono seguía descargando sus impulsos eléctricos sobre ellos, comprimiendo el aislamiento de su charla hacia la complicidad. Se levantó, para no compartirla-. Maldición, nadie atenderá -los criados viejos tienen la desventaja de ser sordos.

Desde otra habitación llegó su voz, vivaz, halagadora, alegre; al volver todo se esfumó rápidamente de su expresión.

– Disculpa -en un gesto simiesco su mano se disparó sola y le metió un trozo de bizcocho en la boca.

– Mis padres fueron varias veces a la Unión Soviética, pero eso fue antes de que yo naciera. La última vez que mi padre estuvo en el exterior fue en 1950, yo tenía dos años, también visitó Inglaterra y Checoslovaquia. Por todo el… a Estados Unidos no, los norteamericanos no le permitieron la entrada. Fue la última vez que él o mi madre estuvieron autorizados a salir. Y cuando yo crecí, eso se me aplicó automáticamente.

Sonaba como algo meramente transmitido: otra receta familiar.

– ¿Nunca lo intentaste?

– Una vez -le sonrió-. Aunque no muy seriamente. Quiero decir que no en una forma que tenga sentido. Sencillamente me presenté en la oficina de pasaportes y rellené un formulario… Pero entonces mi madre vivía, y también mi padre.

– ¿Y ahora? -por primera vez, su voz la tomó para sí.

Ella se limitó a reiterar:

– Quiero conocer otros sitios.

Pero siguiendo la referencia a Lionel Burger y su mujer, Brandt notó que la afirmación tenía otro carácter; además, oyó «conocer» y no «ir»: Quiero conocer otros sitios. La madre, el padre; su destino, aquí o en cualquier parte, no tenía por qué ser el de ella. Adoptó el tono tranquilizador y estimulante de alguien que puede estar totalmente de acuerdo con un movimiento que no tiene nada que ver con él:

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