Rosa Burger atravesó el centro comercial de la ciudad a la hora de mayor tráfico, las cuatro de la tarde, mirando de reojo un papel que no la orientaba más allá de la Corte Suprema ni de la vieja sinagoga convertida en tribunal, camino que conocía. Conduciendo al ritmo de quien debe descifrar las señales, encontró el suburbio y la calle. Uno de los viejos suburbios: Straat Loop Dood, un callejón sin salida en forma de túnel hasta la barrera de una colina empinada, bajo enormes jacarandas que no estaban en flor en esa temporada. Eran casas de boers que accedieron a la burguesía setenta u ochenta años atrás; fincas de una sola planta con galenas donde los viejos que las construyeron debieron de sentarse hasta su muerte. La casa era como todas las demás; un par de cuernos encima de la puerta de entrada, un naranjo leñoso con diminutas frutas seniles, una balaustrada de madera que llevaba a la galería encerada en rojo, un bidón de petróleo de Elephant Ear y otra desde la que un cactus floreciente se agarraba a la pared y colgaba en tentáculos semejantes a patas de moscas. Una avispa había adherido su avispero a la puerta. La fachada era equiparable a las declaraciones de Brandt Vermeulen con las que le gustaba sorprender, desconcertar alegremente en los simposios: no, no vivo de acuerdo con la imagen que da mi periódico del hombre de mundo afrikaner, divorciado, en un ático con saunas y un patio de squash en el subsuelo, remedando el lujo advenedizo de Johanesburgo. Tenía suficiente confianza en sí mismo como para hacer hincapié en lo que él mismo definiría como sensibilidad indígena; la apreciación de la intimidad, la paz y una «solución ambiental» acertadamente sencilla, protegida en esta encantadora callejuela, con -por supuesto- otra sorpresa en reserva. Cuando abrió personalmente la humilde puerta, algo despeinado, esperando a Rosa Burger en cumplimiento de la cita telefónica, pero informal por naturaleza, un rostro sonriente levantado al sol, indicó el camino hasta una inmensa sala que descendía en dos niveles hasta una pared de cristales corrida que daba a otro jardín, esta vez un auténtico jardín. El interior de la casa había sido derribado y vaciado para dar lugar al espacio ocupado por un buen estilo de vida moderno. Iba descalzo, con vaqueros de lona blanca y una camisa a cuadros que olía a recién planchada, tenía el pelo húmedo porque -señaló el jardín cercado con una tapia- acababa de nadar un rato. Una tarde tan bochornosa… si quería darse un chapuzón, la piscina era del tamaño de una pila para pájaros, no podía ofrecerle dimensiones olímpicas, pero había unos cuantos bikinis olvidados por diversas invitadas… Hablaba en inglés y no parecía sentir la menor curiosidad acerca de los motivos de su visita. ¿Se sentarían afuera, bajo la parra, o dentro? Chaises-longues de madera blanca con ruedas, salpicadas con excrementos morados por los zorzales del Cabo que alimentaban a sus crías sobre los racimos colgantes.
– Es un asco… pero las uvas tienen buen aspecto aunque son esas pequeñitas y agrias de Catawba y… ¿no te parece delicioso el canto de los zorzales? Tan suave y curioso. Y ya habrás visto el tamaño de los bebés que alimentan… Rechonchos bultos con el pecho moteado todavía, pero tan grandes como la pobre mamá. Pasan volando y se posan allí con los picos abiertos, mira… Ella les mete las uvas en la boca como si fueran buzones -los pájaros volaban a ras del suelo entre él y la invitada-. Pero hace calor. Adentro estaremos más frescos; pasa, sentémonos aquí.
La disposición de los muebles dividía informalmente el espacio, dotándolo de una confortable intimidad. Rosa Burger, que nunca había estado en una vivienda de ese hombre con anterioridad, fue instalada en uno de los sillones de ante y cromo, junto a una mesa baja de cristal en la que él había estado trabajando… debajo de un cuenco con rosas amarillas apartado, textos mecanografiados y pruebas de diseños de sobrecubiertas de libros entre periódicos con algunas columnas rodeadas por un círculo rojo. Las sandalias chatas del monje que llevaba Rosa dejaban pasar la larga piel blanca de una alfombra que daba la sensación de suave césped.
Su arrugado vestido de algodón indio se retorcía alrededor de su cuerpo, flojo; para él, una evidencia de que la visita no era algo para lo que ella se hubiera preparado en modo alguno. No había el menor indicativo de qué impresión quería dar esa chica; pero ésa era, en realidad, la impresión que él se había formado las pocas veces -desde que era una adolescente- que la había encontrado e incluso a partir de fotos en los periódicos: o era tan vulnerablemente abierta que su presencia en el mundo impresionaba como una ridícula demanda, o tan inviolable que su franqueza resultaba una pretensión arrogante… lo que venía a ser la misma cosa. No comprendía la vergüenza de la necesidad de agradar e imitaba el estilo de la realeza, que nunca lleva dinero. El rosa culi (era proclive a estos viejos términos descriptivos tan inocentes y candorosamente insultantes), el rosa púrpura del vestido contrastaba de forma atractiva, casi pictórica, con su cutis: luces verde bronceado resbalaban por sus clavículas cetrinas y el declive de la respiración serena en el escote sujeto con bramantes donde nacían los senos. El vestido era meramente poco interesante y no poco convencional al modo llamativo en que a él le gustaba las ropas sueltas en los cuerpos altos de las actrices de teatro en afrikaans y de las profesoras de la escuela de arte, que eran las mujeres que solía tener a su alrededor. Era a pesar de su vestimenta que Rosa conservaba ese potente atractivo físico; sin maquillaje, los labios llenos suavemente acolchados en posición de descanso después de una convincente sonrisa amable, la claridad acuosa de los ojos y el acento brillante de las cejas en la tersura ahumada de su tez. La vitalidad quedaba sugerida por el rizado pelo oscuro, sin inclinar coquetamente la cabeza cuando hablaba o escuchaba, serenamente de pie más allá de las banquetas cuando la dejó para ir a buscar el refrigerio.
En una de las paredes un óleo de heroicas proporciones: el ojo de la visitante lo comparó a otros colgados en la misma sala. Todos estaban compuestos en forma radial desde figuras que parecían descender hacia el centro del lienzo desde cierta altura, extendidas como un suicida en el pavimento, o apoyadas contra un paredón visto desde las perspectiva del pelotón de fusilamiento. Brandt Vermeulen era, evidentemente, mecenas del autor. También había un dibujo de Kandinsky y un litografía de Georgia O'Keeffe que no reconoció hasta que, mucho después, el anfitrión le explicó sus gustos y preferencias ya que ella era bastante ignorante respecto a los movimientos artísticos; un sátiro de Picasso inconfundible incluso para ella, y un grupo de pequeños paisajes del Cabo y Karoo, intensamente atmosféricos, que tenían que ser de Pierneef. Un grabado de la tienda de uno de los herbolarios africanos que mostraba la línea real zulú desde Shaka hasta el contemporáneo Zwelithini, Dios de la Buena Voluntad, agrupados en retratos de camafeo alrededor de una choza en forma de colmena, y enmarcados en plástico de rayas rosas, exactamente como si estuviera en una pieza de servicio, representaba pintorescamente la ingenua tradición local, en la misma línea (se enteró más tarde por boca de un anfitrión) que Rousseau o la Abuela Moses. Sobre un antiguo arcón del Cabo, de madera amarilla, junto al asiento de la visitante, una presencia de la que se percató mientras estuvo sola, un torso femenino de tamaño natural, en plástico, dividido por la mitad en un costado azul y uno rojo, con los labios vaginales horizontales a través de la parte exterior del pubis, como los labios de una boca. La punta del clítoris sacaba la lengua. Los pezones eran de plexiglás y sugerían simultáneamente la dureza de la tumescencia y lo gélido de la frigidez.
Brandt Vermeulen llevó zumo de naranja. Le pidió que apartara las rosas y dejó la bandeja entre los pétalos caídos. Había un bizcocho tibio en forma de pan.