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Los hijos de familias distinguidas, también suelen apartarse del medio y las actividades tradicionales en discordia con aquello a que los ha confinado su nivel específico en la sociedad. Así como el hijo de un próspero tendero rural judío o indio se hace médico y abogado en la ciudad, o el hijo de un jefe de turno en las minas de oro se dedica a los negocios, Brandt Vermeulen abandonó granja, iglesia y reuniones directivas de su partido, largándose a Leyden y Princeton para estudiar política, filosofía y economía, y a París y Nueva York para ver arte moderno. No volvió europeizado o norteamericanizado por ideas foráneas de igualdad y libertad, para destruir aquello por lo que había muerto su tatarabuelo a manos de un kaffir, ni aquello por lo que el general boer había luchado contra los ingleses; regresó con el vocabulario y la sofisticación necesarios para transformar el destino poco a poco, cercenado el dominio del blanco sobre el negro en términos que orientaba la generación de finales del siglo veinte, intelectuales nacionalistas que se postularían como la primera evolución social auténtica de la centuria, dado que el liberalismo europeo decimonónico mostró su agotamiento en el fracaso de la integración racial donde lo intentó, y el comunismo -acusando al afrikaner de esclavizar a los negros con la bendición de Dios-, esclavizó a blancos y amarillos junto con los negros, negando la existencia de Dios. El y sus partidarios fueron los primeros que contaron con la sofisticación suficiente para reír ante las cosas de las que se supone sólo pueden reírse quienes denigran al pueblo afrikaner: la condena de las Iglesias Reformadas con respecto a lo impío de practicar deportes o asistir a sesiones cinematográficas los domingos, el dictamen del comité de censura respecto a que los pechos blancos en la portada de una revista eran pornografía, en tanto que los negros eran arte étnico. No le horrorizaba como a la generación de su padre el contacto abierto con los negros y consideraba que debía desecharse la Ley de Inmoralidad como reliquia de una anticuada culpabilidad libidinosa con respecto al sexo, pues en la nueva sociedad de naciones separadas -cada una con la bandera de su propia piel-, emergería la implantación del semen blanco en una vagina negra, metamorfoseando todo reconocimiento de su origen, como el nacimiento de otra nación. Era director de una de las primeras compañías de seguros que había penetrado el dominio anglosajón y judío de las finanzas cuando todavía iba a la escuela, pero su pasatiempo era una editorial de arte a la que se entregaba con el riesgo de perder en ella su parte de los beneficios de una granja vinícola heredada de la familia de su madre. En los simposios, donde era invariablemente elegido por los liberales blancos para que aportara enfoques fascinantemente atroces para ellos, era alentado en el estrado junto con los delegados negros, y ampliamente citado en los informes de prensa. No os veo a través de los cristales del temor y la culpa… mi sensibilidad, como la de mis colegas nacionalistas afrikaners, apunta a una positiva y fructífera interacción entre nación y nación, y no a la rivalidad racial. Ello excluirá que se comparta el poder político en un mismo país. Francamente, los afrikaners no lo aceptarán… Preveo un futuro en el que las diferentes naciones podrán alcanzar la coexistencia pacífica por medio de encarnizadas negociaciones…

Un periódico de lengua inglesa divulgó su nombre como miembro de la mafia política afrikaner cuyos cofrades dirigen el país desde el interior del parlamento; fue entrevistado por esta cuestión, a la que respondió sonriente: ¿Por qué únicamente cofradía? ¿Por qué no el Ku-Klux-Klan o la Liga de los Partidarios del Imperio? O sea que no se descubrió hasta dónde llegaba su influencia en las altas esferas. Tenía amigos íntimos en varios ministerios. Una elegante composición fotográfica, muy distinta a la usual publicación «Ven-a-la-soleada-Sudáfrica», apareció con su pie de imprenta en todas las embajadas del país; en el departamento de Información había quienes encontraban «dinámicas» sus ideas acerca de la forma de mejorar la imagen del país sin desviarse de los principios ni ser tan ingenuos como para mentir en este sentido.

Pero su amigo más íntimo estaba en el Ministerio del Interior. El ministerio donde se conceden los pasaportes; entonces de eso se trataba. Para Vigilancia era casi increíble que a la hija de Burger se le pasara por la imaginación que conseguiría un pasaporte, pero lo más interesante era averiguar por qué lo intentaba. Durante el período de abril en que visitó al amigo de los departamentos de Información e Interior, el régimen portugués fue derrocado en Lisboa, y lo que en última instancia provocó su caída se gestó en el motín de las tropas portuguesas que se negaron a combatir al Frelimo en su última guerra colonial; existía la posibilidad de que la chica no hubiera hecho nada desde el encarcelamiento de su padre, a la espera de ser útil en una situación como ésta: así se presentaba «limpia»; quería salir del país porque era necesario montar nuevas líneas de crecientes contactos para aprovechar plenamente las bases que ofrecería Samora Machel para la infiltración desde un Mozambique marxista, ahora establecido justo al otro lado de la frontera que solían cruzar los sudafricanos que a diferencia de ella tenían pasaporte, para comer langostinos y practicar la pesca con arpón. Se sabía con certeza que quienes compartían sus ideas siempre habían tenido vinculaciones con el Frelimo (por eso habían detenido a la Terblanche y a su hija la primera semana de mayo, dejando suelto al viejo para ver con quién se ponía en contacto). La reunión de miles de negros, africanos e indios en solidaridad con el Frelimo, celebrada en la Fuente de Currie, en Durban, sacó a la luz esta relación; el interrogatorio de la gente que había estado allí proveería nuevas pistas que sin duda remitirían a los viejos focos. En Tanzania estaba su hermanastro, a quien también vigilaban alguno de los que alistaban para su entrenamiento militar como Combatientes de la Libertad, que ya había sido reclutado y recibía su pequeño estipendio estuviera donde estuviese. El hecho de que no hubiera información de tratos con el hermanastro más allá de las dos cartas posteriores a la muerte de su padre y de que se supiera que no tenía el domicilio de ella después que se mudó al piso de la ciudad, no significaba que no estuviera preparado, por intermedio de un tercero, para establecer contacto con ella en cualquier lugar del extranjero, o para recibirla bajo otra identidad en Dar es Salaam. La hija de su padre: ésa era capaz de intentar cualquier cosa. Pero lo más inquietante era su actividad en el país, sugerida por el hecho de que intentaría salir y volver a entrar; no tenía la menor esperanza de conseguir lo que nunca le habían dado, lo que se le había negado de una vez por todas cuando intentó abandonar a sus padres para correr tras el hombre que amaba.

La última vez que pasó por allí la autopista estaba sin terminar, pero ahora habían concluido las obras; los diversos tramos – incluyendo aquel en el que habían derribado la casita de hierro acanalado e incorporado añosos nísperos del Japón al paisaje- estaban empalmados, acortando las distancias. Las curvas acechaban en un suave apartadero del río color café con leche que se transformaba en una zanja pedregosa en invierno y ahogaba animales en verano; fincas donde habían instalado obstáculos para que saltaran los caballos; senderos interrumpidos donde el viejo negro remolcaba lo que quedaba del chasis de un coche hacia una comunidad ndebele, semejante a un fuerte de adobe sobre un horizonte de espesas malezas. Rosa Burger vio todas estas estaciones e incidentes pasados y presentes; en los otros viajes no había en ella espacio para nada entre un punto de partida y un punto de llegada. El camino la deslizó hacia la ciudad en medio de colinas brillantes con el verdor de los matorrales de espinos. El monumental altar al mito del volk, con la forma de una caja de música gigantesca a la izquierda, un letrero con publicidad del parque de atracciones del kloof silvestre a la derecha. Y al pasar por la casa del funcionario en el primoroso jardín, el tronco de enormes palmeras sustentando su nave de persianas, las casas de los carceleros en soleado orden doméstico, la cárcel de ladrillos rojo oscuro con la fachada ciega a la calle… los estrechos resquicios oscurecidos por las rejas y la gruesa tela metálica romboidal, imposible saber, nunca, cuál corresponde a qué categoría de habitación y con qué propósito, y en qué pasillo, a izquierda o derecha, aguardaba un escenario específico con una mesa y dos sillas; el coche celular y el patrullero aparcados afuera, un carcelero en su día libre coqueteando con una chica de pelo amarillento y un fox terrier en los brazos; el portal, la enorme puerta gastada con los tachones de menos y las estanterías definitivamente marcadas. La puerta quedó atrás y llegaron los cuarteles militares, enclavados en el fondo de un jardín de guijarros, con otra palmera inmensa de la época de la vieja república, como el edificio vecino, un ejemplo encantador (le contó su padre, que había estado en Holanda) de adaptación colonial boer de las mansiones urbanas del siglo diecisiete a lo largo de la Heerengracht en Amsterdam, edificadas con ladrillo de casa de muñecas resaltando en blanco junto a la chapucera proporción de aguilones demasiado pequeños para su altura. La oficina de correos suburbana, donde hacían cola los carceleros y los visitantes de los presos… la calle Potgieter franqueaba lo suficiente para sugerir en un sobre el sello de la cárcel.

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