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Pero no he olvidado el gorro de punto rojo; lo guardé -guardé la tentación- en un cajón antes de acostarme aquel sábado, al tiempo que la benigna precipitación llegaba a los suburbios blancos.

Lo que digo no será comprendido.

Una vez fuera de mí se convierte en apología o en acusación. No estoy haciendo ni lo uno ni lo otro… pero tú usarás mis palabras para darles tu propio significado, de igual manera que la gente quita o agrega letras en los juegos de palabras. Tú dirás: ella dijo que él era tal o cual cosa: Lionel Burger, Dhladhla, James Nyaluza, Fats, e incluso el pobre diablo de Orde Greer. Yo sólo procuro encontrar formas de afianzarme; tú dirás: es maniquea. No entiendes la traición; un pez volador aterriza en la cubierta desde aguas por las que te deslizas. Te inclinas curioso, llamas al resto de la tripulación y vuelves a echarlo al mar.

Fuera lo que fuese, me confundiste. En la cabaña me dijiste que en esa casa la gente no se conocía entre sí; me lo demostraste en lo que he descubierto desde entonces en lugares en los que, aunque estás explorando el mundo, nunca has estado. Pero hay cosas que ignorabas; o, aplicando tus mismos criterios, que sólo conocías abstractamente, en el acto público e impersonal de leerla o indagar, como un periodista blanco profesionalmente objetivo y conocedor del «sujeto» de una «clase negra explotadora». El credo de esa casa descartaba el tipo de individualismo de los Conrad, pero en la práctica descubría y elaboraba otro. Esto ocurría en las interminables reuniones y grupos de estudio que eran los torneos de golf y las cenas en el club que celebraban quienes compartían las ideas de mi padre. Era lo que se interpretaba falsamente en las purgas, cuando se denunciaban y expulsaban unos a otros por revisionismo o falta de disciplina o insuficiente celo. Algo que lograban crear por sí mismos incluso mientras los agentes del Comintern iban a informar sobre sus actividades y, en ocasiones, a destruirlas por completo cumpliendo órdenes que sembraban nuevas disensiones entre ellos, desesperación y desafecto. Es algo que se introducirá en una grieta oculta entre el análisis que hace el biógrafo de Lionel sobre la Teoría del Colonialismo Interior, la Naturaleza del Nuevo Estado como Movimiento Revolucionario, y la resolución de los Problemas del Período de Post-Rivonia… el cristal que segregaban para sí mismos a partir del dogma. ¿Qué harías si estuvieras en mi lugar? ¿ Qué hay que hacer? Lionel y sus compañeros lo descubrieron; signifique lo que signifique el credo en todos los países donde se evoluciona entre «las ortodoxias polares de China y la Unión Soviética» (según el giro expresivo acuñado por el biógrafo), en este país concreto hicieron un comunismo adecuado a las «condiciones locales». No lo declararon herético, aunque sé que contiene algún tipo de herejía desde la perspectiva interpretativa de alguien de afuera. Lionel -mis padres-, la gente de esa casa, tenía con los negros una relación totalmente personal. En este sentido, su comunismo era la antítesis del antiindividualismo. Una relación que otros blancos nunca tuvieron de la misma manera. Una relación sin reservas por parte de los blancos y de los negros. Las actitudes y actividades políticas de esa casa iban de adentro hacia afuera, los negros de esa casa donde no había Dios sentían su abrazo ante la Cruz. Finalmente no había nada entre esta piel y aquélla. Finalmente nada entre la palabra del hombre blanco y sus actos; chapoteaban juntos en la misma agua de la piscina, iban a la cárcel por la misma causa: era, por encima de todo, una conspiración humana.

He perdido esta relación. Ahora sólo es, para mí, la memoria de una tibieza infantil. Marisa dice que «no debemos separarnos». Los Terblanche me dan la oportunidad de robar la llave de la sala de fotocopias. ¿Qué debo hacer? Lionel y mi madre no se plantaron delante de Duma Dhladhla, llevándolo a decir: Nunca pienso en eso.

Ellos mantenían la relación porque la creían posible.

Rosa Burger no volvió a la ciudad donde su padre había sido juzgado y encarcelado de por vida hasta más de un año después de su muerte. Estas circunstancias para visitar la ciudad no dieron lugar a otras: Lionel no tiene sepultura allí. Pero cuando ese verano ya se había dividido por el cambio del año viejo al año nuevo en el último dígito de los calendarios de escritorio de la empresa de Barry Eckhard, fue tres veces a la ciudad y a tres domicilios distintos, durante febrero y marzo. Después de un período de varias semanas, hizo una nueva serie de visitas (el 13 y el 30 de abril, el 7 y el 24 de mayo), pero todas al mismo domicilio. Se sabía que había conducido su coche a la ciudad en estas fechas y a estos destinos por la vigilancia a que habían sido y eran sometidos todos sus movimientos desde el día en que una chica de catorce años, con las arterias de la ingle dolorosamente cargadas de sangre menstrual, permaneció ante las puertas de la prisión con una bolsa de agua caliente y un edredón en la mano. No es seguro que Vigilancia siempre pudiera descubrir ciertos propósitos ocultos en estos movimientos -el trozo de papel con el mensaje de la niña a su madre escondido alrededor del tapón de la bolsa de agua caliente-, aunque por razones de contraestrategia se sabe que la gente como Lionel Burger no vacila en volver a sus hijos expertos en estratagemas y embustes desde que aprenden a andar. En breve se localizó la nueva conyuntura que explicaba sus visitas: correspondía a una categoría señalada por lo que tenían en común las identidades dispares de la gente que iba a ver. Personas cuyas ideas convertían a su padre en enemigo. Afrikaners cuya historia, sangre e idioma lo convertían en hermano.

La hija de Burger quería algo, entonces. Algo que no estaba a disposición de los de su misma ideología. La habían «nombrado» oficialmente entre ellos, en lo alto de la lista, no sólo alfabéticamente. Aunque no estaba proscrita, el hecho de ser nombrada como comunista limitaba las asociaciones y los movimientos más deseosos. Tal vez esperaba un favor de alguien relacionado con ella; pero desde el asunto con el hippy contra el que nada descubrieron, y los lascivos fines de semana con el periodista escandinavo (el Ministerio del Interior había recibido instrucciones de no volver a concederle una visa, el Correo había recibido instrucciones de abrir todas las cartas dirigidas a él), parecía vivir apartada, con excepción de los viejos contactos que se dan por supuestos entre esa gente, y que Vigilancia siempre logra descubrir siguiendo su estela desde el epicentro por el temblor de una víctima recién atrapada. Tal vez buscaba un desahogo de sus restricciones, estaba harta de ser dactilógrafa y había vuelto a surgir la idea de ir a trabajar en el Transkei con esos dos médicos ingleses. Fuera lo que fuese, lo deseaba tanto como para buscar a destacados nacionalistas que, debió de calcular, tenían con ella alguna obligación que equilibraba la lápida de los temores y resistencias que podía provocar su acercamiento.

Sólo cuando en abril y mayo retornó a uno de los tres domicilios se vislumbró la naturaleza exacta de lo que andaba buscando. El domicilio que tenía en mente -ya fuera porque la habían rechazado en los otros o porque ella misma había eliminado todos salvo el más útil- fue el de Brandt Vermeulen, uno de los «Nuevos Afrikaners» de una antigua y distinguida familia afrikaner. En cada país las familias llegan a distinguirse por diferentes razones. Donde no hay Almanaque de Gotha, la construcción de ferrocarriles y la excavación de pozos de petróleo se transforma en un linaje; donde nadie puede remontarse hasta Argenteuil o las Cruzadas, las guerras coloniales sustituyen a la heráldica. El tatarabuelo de Brandt Vermeulen fue asesinado por Dingaan con el partido de Piet Retief, su abuelo materno fue general en la guerra de los boers, hubo un tío poeta cuyo septuagésimo cumpleaños había sido conmemorado con la emisión de un sello y otro tío estuvo internado durante la segunda guerra mundial junto con Vorster -por sus inclinaciones pronazis-; incluso hay un primo que fue condecorado postumamente por su valor en combate contra Rommel en El Alamein. Cornelius Vermeulen, un Moderador de la Iglesia Holandesa Reformada, fue ministro del primer gobierno del Partido Nacional después del triunfo de los afrikaners en 1948 -cuando su hijo Brandt tenía ocho años- y retuvo el cargo en los sucesivos gobiernos de Strydom, Verwoerd y Vorster antes de retirarse a una de las granjas de la familia en el municipio Bethal del Transvaal.

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