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Sentada en una banqueta de plástico entre James y Fats, tenía conciencia de la figura de Greer siempre vista desde atrás, plantada con el aire esperanzado y ligeramente ridículo de alguien que se ha emborrachado decididamente más que nadie y da la lata desde la periferia de un grupito u otro, trasladando consigo su conjuro de provocaciones, de modo que la gente pueda interrumpir lo que estaba diciendo o absorber negligentemente sus preocupaciones, incluso interpretarlas erróneamente con el fin de combinarlas con las propias. Había aplastado su comida en un montículo, sin probarla; su plato abandonado ya tenía el repelente aspecto de sobras; alguien había apagado allí un cigarrillo. Por último se instaló delante de Duma Dhladhla, ineludible, haciendo caso omiso a la autosuficiencia del trío, Dhladhla y las dos muchachas. Le oí decir en voz muy alta, como si él y Duma estuvieran solos:

– ¿Qué harías si estuvieras en mi lugar?

Dhladhla dio un bocado de una pata de pollo que tenía en la mano y lo masticó con vivida energía, moviendo naturalmente los músculos de los ángulos de su fina mandíbula al estilo en que los actores del sexo masculino fingen emoción. Miró a Greer fastidiado, triunfante y aburrido.

– Nunca pienso en eso.

Marisa se unió a mi grupo.

– ¿Sabes que hoy hubo una redada en el centro? Dicen que han detenido a June Makhudu y a otros dos. Se llevaron todo el material de Sol Hlubi sobre estudios negros. Hasta el informe sobre alumnos de segunda enseñanza que la asistencia social del municipio ya había aceptado como prueba de su cometido oficial… Quisiera saber por qué de pronto eso se ha vuelto subversivo. Están locos… Rosa, hoy por la mañana estuvimos juntas en la ciudad…

Suponía que yo lo ignoraba igual que ella. Y en esa compañía comprendí que era extraño, una especie de desliz de la norma establecida desde los albores de mi vida, que no se lo hubiera comunicado de inmediato cuando nos encontramos en la tienda.

– Probablemente Orde sabe algo más… -Marisa lo llamó-. Orde, ¿qué es lo que ocurrió en Providence House? ¿A quién visitaron además del grupo de Hlubi?

Estaba rígidamente digno con sus calcetines rojos caídos sobre las botas, la mano palpando masturbatoriamente su espalda y su pecho debajo del jersey.

Había tomado fotos; el coronel Van Staden había dirigido personalmente la redada, lo que significaba que buscaban algo importante; el intrépido reportero gráfico subió de dos en dos los peldaños de la escalera de incendios y tomó una foto del hombre de Van Staden, ese cretino de Claasens.

– Sujeta a un tipo del cogote, como si fuera un perro, apretando parte de la chaqueta y la camisa… sus pies levitan prácticamente por encima del suelo.

– ¿Pero qué ocurría? ¿Resistencia a la autoridad?

– No, no, Claasens lo está registrando, con la otra mano… ya veréis. No, no lo veréis porque mi puñetero director no quiere publicarlo. Me dice que caerán sobre nosotros como un cargamento de ladrillos. Que me encerrarán también a mí por haberla tomado. No está permitido mostrar a la policía en una situación semejante. Es perjudicial para la dignidad. Su dignidad. ¡Caray!

– ¿Claasens vio que lo fotografiabas?

– Salí corriendo como alma que lleva el diablo. Otro me detectó pero cuando empezó a perseguirme resbaló en los escalones metálicos y cayó de culo; el muy cabrón tuvo la suerte de no rodar cuatro pisos…

Desde el regazo de su abuela el bebé respondió regocijado a nuestra carcajada. Se produjo un intercambio de relatos a costa de la policía, algunos que los narradores habían vivido personalmente, otros pertenecientes a nuestra tradición popular. Marisa, James y yo nos estimulamos recíprocamente.

– Qué me dices del día en que se casaron tus padres, Rosa?

Tuve que describir una vez más lo que Lionel contaba como anécdota política, una crónica familiar que en realidad era su aventura amorosa con mi madre: la policía fue a hacer una redada en aquel diminuto piso y no tuvo más remedio que desembalar los enseres domésticos. Mientras lo contaba, el bebé corrió hacia mí con una prenda de punto rojo en la mano. Pensé que era algo suyo que quería que le ayudara a ponerse, pero lo retuvo, señaló mi cabeza y luego se lo frotó en la propia.

– ¿Qué quiere? -pregunté a Margaret y vi que las encías desnudas de la abuela me sonreían cargadas de simpatía. Pero Marisa comprendió.

– Quiere ponerte ese sombrero, Rosa. Es para ti -incliné la cabeza y el bebé la coronó a manotazos. Un gorro con una roseta a un costado, de los que venden las negras, extendidos a sus pies mientras hacen ganchillo entre las piernas de los transeúntes, en las calles urbanas como si estuvieran en la cocina de su casa. La abuela estaba regalando su trabajo manual a la hija de Lionel Burger. Me lo calcé y Marisa lo enderezó-. La roseta no va en el medio -rió con disimulo, encantada, observándome, con la primera articulación de un dedo delgado entre los dientes. Margaret agregó su toque, arrollando el borde hasta convertirlo en un ala-. No, espera… eso es -Marisa metió todo el pelo debajo del gorro, mientras las dos protestábamos y reíamos.

La vieja se acercó y me abrazó. La niña de nueve o diez años que me había llevado el té por la tarde se colgó de mi brazo con la ternura de quien quiere llamar la atención de una hermana mayor.

Indudablemente Orde Greer no parecía en condiciones de conducir; cuando Fats y su mujer me invitaron a pasar la noche -el pelo corto del bebé suavemente áspero bajo mi mentón-, me atrajo la idea de quedarme entre ellos, en medio del manoseo de los niños, de la reconfortante confianza transmitida por Fats, competente en la corrupción, de que si la policía me encontraba allí, él sabría exactamente a quién dar una botella de brandy. La vanidad de ser querida y de pertenecer a ellos se propuso por su cuenta, oportunamente. Pero yo sé que aceptar no sería gratuito. Se me ofrecía gratis… pero tiene su precio, que yo tendré que decidir por mí misma para no ponerme en ridículo como Greer, que había pedido a Dhladhla que lo calculara.

Volvimos bajo un cielo que parpadeaba relámpagos a través de calles que se perdían en la noche, casas bajas cerradas a cal y canto, reforzadas en la oscuridad, atrancadas con latas y hierro para protegerlas de ladrones y policías, en ambos casos merodeadores indistintos. El ojo de una ventana era la visión de una vela en el interior, o sólo el reflejo de los faros del Volkswagen que me devolvían la mirada mientras traqueteábamos y virábamos en el camino de regreso. Semáforos repentinos, muy separados e irregulares, nos volvían vulnerables al pasar por debajo como el rayo. Humeantes como un solar quemado, nos rodeaban kilómetros de distritos negros en su oscuridad coagulada, sin la afirmación de altos edificios contra el cielo, sin el globo de alabastro nuboso invertido sobre la ciudad blanca por la vida que se declara abiertamente en neones, focos y ventanas que despiden luz hacia los jardines. Hay un hombre tumbado en la calle sin cunetas que encuentra su límite en los baches y los charcos. Borracho o apuñalado. A ninguno de los dos se nos ocurrió parar o hacer una observación. No en ese lugar. Ni aunque hubiésemos sido negros. Ni porque somos blancos.

Orde Greer me dejó en casa sana y salva. Debía de estar acostumbrado a conducir borracho. El único sonido en el coche era su pesada respiración y los eructos con vapores de whisky que lo acometían de vez en cuando; su concentración excluía mi presencia. Sabíamos que nada nos ocurriría en ese coche cruzando las esquinas a toda velocidad y deteniéndonos con demostrativa precaución antes de cruzar los semáforos en rojo. Noto que es alguien permanentemente fascinado por la idea de algo que puede transformarlo; la muerte accidental no es su solución. Y aquí estoy yo, último miembro de mi familia.

Gusanos de seda de la llovizna mascan las hojas de los árboles a las dos de la madrugada.

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