Tandi había dejado a su amiga; haciendo caso omiso del resto murmuraba mohína y coqueta con Duma Dhladhla, pero él volvió a arrojar su voz entre nosotros.
– El pueblo negro se ocupará de esos elementos. Los blancos no tendrán la menor oportunidad. Los liberales podéis olvidaros de esta cuestión, lo mismo que el gobierno.
– ¿Quién ha dicho que yo soy liberal?
Dhladhla hizo un gesto brusco de desinterés por la protesta de Orde Greer en virtud de la objetividad.
– Blancos, seáis lo que seáis da igual. No hay ninguna diferencia. Puedes decírselo a los afrikaners, a los liberales, a los comunistas. No aceptamos nada de nadie. Tomamos. ¿Comprendes? Tomamos para nosotros. Ya no hay viejos como ése, ese pobre viejo… un esclavo que goza de los privilegios del amo sin ningún derecho. Eso se ha terminado.
– ¿El pueblo negro? ¿Tú crees que sois el pueblo negro? ¿Un puñado de estudiantes que ni siquiera habéis pasado los exámenes finales? -el hombre que parecía director de escuela se incorporó y se pasó una mano por la bragueta, en el gesto de quien va a poner las cosas en orden.
Dhladhla le dedicó una feroz mirada paciente.
– Nosotros te estamos dando la noticia de que tú eres el pueblo negro. Baba y el pueblo negro no necesita de nadie más. No sabemos nada de intereses de clase. Nosotros somos una clase. La negra.
– Ah, ¿has descubierto algo en tu aula de Turfloop? ¿Has oído hablar alguna vez de Marcus Garvey? ¿Sí?
Orde Greer desvió rápidamente la atención hacia Dhladhla.
– Pero hace cinco minutos dijiste que «esa gente» era el mayor problema. Los que aceptarán ser eximidos… en los deportes o en cualquier cosa seguirán siendo la misma gente.
– No negamos que exista el problema. Pero sabemos que dejará de existir cuando despertemos las conciencias.
– Existe en el presente… una posible clase negra explotadora en el futuro… vale, no discutamos por cuestiones semánticas… un grupo, un sector consiste en un considerable número de personas. Existe. Y los norteamericanos, los franceses, los alemanes democráticos, tampoco pondrán objeciones, seguramente los norteamericanos ejercerán menor presión en las Naciones Unidas y en el congreso si la Sudáfrica blanca optara por la supervivencia integrando a este sector negro. Lo que yo pregunto es: ¿puede una sociedad capitalista que arroja por la borda el factor racial seguir evolucionando aquí?
Las voces cubrieron el aire a la manera de casquetes; desde el maestro de escuela, los otros amigos del anfitrión, por encima de las cabezas de los gorrones que sorbían cerveza y se pasaban cigarrillos.
– ¡Decididamente, hombre!
– ¡Todo lo que el negro quiere es tener las mismas oportunidades que los blancos!
– Eso es lo que pide el noventa por ciento.
– Están pidiendo lo que nunca obtendrán, porque el noventa por ciento son campesinos y obreros que no tienen la posibilidad de unirse a ningún sector privilegiado -apuntó James.
James Nyaluza había entrado con Marisa; compañero de Joe Kgosana, uno de esos que inexplicablemente no había sido detectado a lo largo de tantos años de vigilancia policial. Lo conozco de toda la vida. Estuvo detenido en los sesenta, pero eso fue todo. Ni siquiera su continua amistad con Marisa le ha impedido que lo pasaran por alto. Habla un poco desde el margen, es uno de esos a quienes fatalmente se niega lo que la revolucionaria rusa Vera Figner denominó vivir para ser juzgado… «porque un juicio es la coronación de toda actividad revolucionaria». En este sentido las vidas de Lionel y de Joe Kgosana están cumplidas y Marisa pasea por la habitación este sobreentendido como pasea el perfume de su cuerpo.
Hasta Fats trataba a James con el tipo de respeto que lo rebajaba.
– Es natural… la gente quiere tener la oportunidad de salir adelante. Siempre existen los que pueden hacer algo de sí mismos por pobres que sean. Fíjate en nuestros magnates de Soweto. ¿Cuántos pasaron del sexto nivel? Provienen de las granjas y de las localidades. Sus madres eran sirvientas del patio trasero. Chicos de la tienda de ultramarinos, chicos de la lechería, chicos de los garajes.
El trance de un resentimiento común cayó momentáneamente sobre los que se habían enfrentado amargamente y volverían a enfrentarse inmediatamente después. Dhladhla, James, el maestro, los satélites de Fats, celebraron ese romance de humillación mediante el cual y a partir del cual cada uno extraía, a su manera, fuerzas y cólera para vengarlo.
– Tratados como ceros a la izquierda, viviendo peor que perros, comiendo harina de maíz seca, sin siquiera zapatos para los pies en invierno… hoy tienen lo que quieren, tío. Negocios, cochazos…
– ¿Cuentas con el núcleo de una burguesía negra preparada y dispuesta a sumarse a la clase dominante blanca? -Orde Greer tenía el aire de quien orienta las respuestas que quiere recibir.
Dhladhla puntualizó impersonal y apasionadamente.
– La oportunidad. ¿Sabes cuál es tu oportunidad? ¿Sabes de qué estás hablando? De la explotación racial con la colaboración de los propios negros. Por eso no trabajamos con los blancos. Toda colaboración con los blancos ha terminado siempre en la explotación de los negros.
– ¿Tú crees que ése ha sido siempre el objetivo de los blancos? ¿De todos los blancos?
Hablé con Dhladhla por vez primera. Mi propia voz me sonó en un tono de sereno interrogante; Orde Greer la dramatizó, en mi beneficio, apretando los labios.
– Aunque no lo supieran, lo era. ¡Lo es! Debemos liberarnos a nosotros mismos en nuestra condición de negros. ¿Qué tiene que ver un blanco con esto?
Orde Greer presionó.
– ¿Cualesquiera sean sus ideas políticas?
– No importa. No vive negro, no sabe nada de las necesidades de un negro. Sólo irá a decirle…
– ¿Tú no crees que haya alguna ideología política, algún sistema en el que las convicciones de un blanco no tengan nada que ver con su ser blanco?
– No digo eso. Estoy hablando de aquí. De este lugar. En el que está Vorster. Tal vez en otro país las ideas políticas del blanco no tengan nada que ver con su ser blanco. Pero aquí vive con Vorster. ¿Comprendes?
– ¿Y si va a la cárcel? -Orde Greer estaba poseído, inspirado. Sin duda todo el interrogatorio era en mi beneficio.
– ¿A la cárcel contigo?
– ¡A la cárcel! -un chisporroteo de risa acusatoria-. Va a la cárcel por sus ideas sobre mí, yo voy por mis ideas sobre mí mismo -Dhladhla se golpeteó el pecho desnudo, donde colgaba un medallón de una tira de cuero.
Orde Greer me presentó.
– Murió en la cárcel. El padre de esta chica. ¿Lo sabías? -era irresistible, inevitable.
No sé qué aspecto tengo cuando me usan como objeto de estudio, me observan respetuosamente con la libreta en la mano, o me desnudan como tú o mi sueco para evaluar mi fortaleza, como una hembra en subasta en un mercado de esclavos. Quizá sonreí «ofensivamente» ante Duma y Orde Greer; tú te quejaste de eso en la casita… yo guardo una intimidad tan insultante que quienes están bien dispuestos hacia mí creen que los considero indignos de un desaire; hasta la bofetada del «pescado frío» se acalla.
Orde Greer tenía su copa en la curva de la mano, lejos del cuerpo, para dar énfasis a sus palabras o mantenerla en equilibrio. Dhladhla no me miró pero habló para mis oídos. Sabía que yo había estado observando su cara mientras hablaba y mientras se preparaba para volver a hablar, sus respuestas aleteando en suaves destellos de energía. El semblante era de una belleza tan plástica que su cabeza se diría «fabricada», sólido vaciado de un material perfecto, liso y oscuro, formado aluvionalmente bajo la presión del tiempo y de la raza.
– El sabe lo que estaba haciendo en la cárcel. Un blanco sabe lo que debe hacer si no le gusta lo que es. Es asunto suyo. Nosotros sólo sabemos lo que nosotros debemos hacer.
El maestro parpadeó impaciente y acongojado.