El joven habló de Fats como si éste ya no estuviera delante de él.
– Esta gente siempre se dejará usar por los blancos. Ellos son nuestro mayor problema; tenemos que reeducarlos,
Fats rió en beneficio de los presentes.
– Terminé con Orlando Higs antes de que a ti te dieran el pecho. Fui miembro de la liga juvenil del CNA con Lembede a los quince años.
– Siempre la misma historia. Mandela, Sisulu, Kgosana en Robben Island, como los cristianos que te repiten que Cristo murió por ellos.
Marisa apareció repentinamente al invocarse el nombre de su marido. Probablemente no había oído el contexto en que lo habían incluido; el perfume y el impacto de su presencia, su voz baja y alegre, rodeada por la estela de admiradores que entraron en tropel, alteraron la composición de la estancia. Retuvo un instante al pequeñín de Fats y Margaret sobre su cadera; lo abrazó y le susurró, lo llevó a la órbita de Margaret y la abuela; cogió de la cintura a las muchachas que estaban junto a la pared, con la naturalidad de una compañera de escuela; me descubrió.
– ¡Qué bien… Rosa! Oye, Orde, quiero hablar contigo de algo que quizá puedas hacer por mí. No, Fats -sus manos adornadas tocaron a uno y a otro, distribuyendo la inconsciente gracia de su hermosura-, sólo algo frío. Cualquier cosa -y en su propio idioma-: ¿Es el amigo de Tandi, Duma Dhladhla? ¿Sí? ¿Estás en Turfloop? -se alejó del joven en téjanos con un ritmo de frías inclinaciones de cabeza y finalmente una orgullosa sonrisa que aún no había sido vista, resistiendo a su belleza con la propia, como contrincantes de igual fuerza que hacen un pulso para obligar a un puño a tocar la mesa-. Prometiste enviarme vuestros boletines -era tan alta como él, que no podía mirarla desde arriba.
– Los dos últimos fueron prohibidos.
– Lo sé, pero no significa que yo no reciba una copia.
– Veré lo que puedo hacer.
– Dáselo a Fats.
– ¿Qué significa eso? ¿Ahora soy repartidor de panfletos estudiantiles?
Lo describió cariñosamente:
– Este es el hombre más simpático de Johanesburgo. Le pidas lo que le pidas, nunca se enfada. Aunque sea mi primo, tengo que decirlo. No sé qué haría sin él, Margaret…
Delante de ella, Duma mantenía su sonrisa, tan aséptico como un bailarín que mantenía su postura para lucimiento de la bailarina.
– Quería asegurarme de que vendrías -Marisa se refería a la llegada de Orde Greer a mi casa.
– De todos modos pensaba venir.
– No confío en ti. No deberíamos separarnos, Rosa. Esta mañana pensé… es terrible…
Orde nos observaba.
Lo miró de manera desconcertante durante un segundo, pero se dirigió a mí:
– ¿Recuerdas aquella noche en casa de Santorini, después de que condenaran a Lionel?
Apunté:
– Tú dijiste: «¿La vida de quién, la de ellos o la suya?».
– Esta mañana en la tienda pensé: fue la de él. Ni siquiera pude asistir al homenaje -había un velo lacrimoso en su mirada. Logró convertir en un chiste y en una anécdota su visita a la Isla; probablemente algún amante casual estaba en esa habitación. Pero nadie puede predecir de qué forma se afianza la angustia. Ella no sabía que ese mismo día, un año atrás, había muerto mi padre, pero a mí me dio la impresión de haber hecho una señal que no se originaba en mí. Sentí una peligrosa oleada de sentimientos, una precipitación hacia Marisa. (La pobre criatura que traicionó a mi padre debió de sentir al principio el mismo impulso hacia mi madre: una avalancha interior que finalmente concentró, destrozada, en los pies de Lionel, imposibilitada de mirarlo a los ojos.) El ansia de adherirme a un destino acólito, de dejar que alguien me usara, me confiriera un propósito apasionado, impulsada por un significado distinto al mío.
– ¿No hay nadie afuera? -Orde Greer se refería al tipo de coche discreto desde el que los agentes de la Rama Especial vigilan.
– No pasa nada. No he vuelto a mi lugar, de modo que mi agente todavía espera que regrese de Ciudad del Cabo -la gente como Marisa, como nosotros, se relaciona con los hombres que vigilan sus casas y los siguen. Forma parte del aura que atrae a los Conrad de este mundo hacia mí.
– Podríamos haberte seguido desde el aeropuerto -Greer adoptó una sensatez y una cautela exageradas, producto del whisky. No podía ser de los nuestros: nosotros no podemos permitirnos el lujo de no correr riesgos.
Marisa habló con tono despreocupado.
– No pasa nada, al menos no lo creo… hoy he estado corriendo arriba y abajo todo el día y sin duda alguna me quité de encima a cualquiera que., a alguien que ahora debe estar mareado… -las lágrimas no derramadas relucían de júbilo.
– No es tan seguro -la concisa inquietud de Orde Greer sugería una tierna autoridad; ¿lo había aceptado como amante?
Yo sólo vi el cuerpo inexpresivo del periodista, con un confuso atavío que de alguna manera lo mostraba físicamente desarticulado, el pie con el arco enconvardo en escorzo, con botines idóneos para quienes caminan o escalan, los pantaloncitos que usan los jóvenes que reparan motocicletas, el jersey negro de catedrático donde se habían entrelazado sus rubias peinaduras y la cabeza -¿de pensador? ¿de izquierdas? ¿de
hijo de la naturaleza? ¿de santo? ¿de derrotado?- desdibujada bajo la mata de pelo.
Tandi y su amiga seguían poniendo y sacando cassettes. La música pregonaba interjecciones y dejaba de sonar mientras la charla era constante. Ahora los amigos de Fats hablaban sobre las carreras de caballos. Quizá porque yo sólo había estado en medio -escuchando sin hablar -de su discusión con el joven Dhladhla. que era estudiante o profesor en una universidad negra, Fats se sintió impulsado a asegurarse otro testigo. Me sirvió whisky.
– Creen que puedo hacerlos ricos a causa de mi padre. Ja! A él habría que pedirle datos. Tendrías que conocerlo. Hermano de la madre de Marisa, que es tía, ya sabes… Mi viejo empezó como mozo de cuadra y ahora lleva todo el negocio. Diez mozos. El propietario no compra un solo caballo sin que él le dé su aprobación. Ha construido una casa de seis habitaciones para mi padre en las cuadras, cerca de Alberton, y cuando la municipalidad pregunta quién vive allí, él responde… ¿sabes qué responde? El administrador de mis caballerizas, no puedo prescindir de él, de modo que no vengáis a decirme que no puede vivir en una zona blanca. Mi padre es uno de los grandes expertos de Johanesburgo. ¡De todo el país! Hasta los jockeys se asesoran con él para saber cómo deben tratar a tal o cual caballo. Creo que tiene setenta años y tendrías que verlo montando en uno de los de carreras. ¡Veloces como el rayo! ¡Demonios! Le encanta. Un hombre como ése… es feliz. ¿Sabes una cosa? Alguna gente mayor… te lo aseguro… dirá que Kgosana es un gran hombre, pero que él, personalmente, le tendría miedo a un gobierno negro. ¿Lo sabías? Estos críos con ideas drásticas no comprenden que hay mucha gente como él. ¿Qué se puede hacer con esa gente? No quieren crearse dificultades -inclinó confidencialmente la cabeza, como señalando el tipo de vida que llevaba Marisa.
– Eso es exactamente lo que comprenden ciertos blancos… es algo con lo que cuentan -apostilló Orde Green, decidido a transmitirme estas cosas.
Algo fácil de satisfacer: deslizarse en esta clase de intercambio, arrojar sigilosamente la mínima chispa exigida.
– ¿Te refieres a los liberales? ¿O a los liberales nacionalistas de izquierdas?
– A ambos. No se trata de la paz a cualquier precio sino de la paz para cada uno a su precio. El liberalismo blanco sacrificará las ventajas alcanzando la justicia social y se conformará con permitir el ingreso de los negros en la clase explotadora. La pandilla dominante «ilustrada» sacrificará las ventajas manteniendo una absoluta supremacía blanca y se conformará con apuntalar una clase media negra cuyos intereses de clases son contrarios a una revolución negra.