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Quería que le preguntara por qué; comprendí que en el libro debía de haber cosas que yo podía confirmar o negar, cosas que en su opinión me disgustarían. Si es uno de los nuestros eso significaba simpatía partidista, pero si es uno de ellos -un periodista liberal que observa las «reacciones» de la hija de Burger, que disfruta por «estar al tanto»- no era nada más que el renacimiento de un antiguo sensacionalismo periodístico.

– ¿Estás seguro de saber adonde vas?

Lo tomó como un cambio de tema deliberado, se interrumpió y soltó una risilla.

– ¿Por qué no lo iba a estar?

– Es que nunca he ido a Orlando por este camino. ¿Sabes dónde vive el primo de Marisa?

– Sí -su sequedad me sonó como un reproche; no era un turista en los distritos negros ni un sueco que necesitara cicerone. Se atusó la barba entre los dedos mientras esperaba para girar a la derecha-. Nunca vi el interior de esa casa.

Extraño que dijera esto. A mí. Y a la manera de alguien que habla consigo mismo con la certeza de que será oído. ¿Rodaba como tú, Conrad? ¿Qué quería de nosotros? ¿Qué absolución creías que encontrarías en lo que hacía mi padre?

El periodista y yo perdimos contacto en cuanto nos encontramos en el «lugar» del primo de Marisa. Esta todavía no había llegado; pero «caería en cualquier momento». Fats fue imparcialmente acogedor como un presentador de televisión. Allí estaban la cerveza, el whisky y los vasos; tres o cuatro negros con chaqueta de algodón a cuadros y corbata estampada, sentados muslo a muslo en sillas, entre ellos algún enano con los tejanos embolsados en las rodillas, zapatillas sin cordones, las cabezas grandes y tristes de los jockeys o los intermediarios entre el dinero y el deporte. Había un chico insolentemente guapo amoldado en sus tejanos azul cielo, al igual que las chicas de la época victoriana quedaban definidas por sus encajes ceñidos. Un hombre de edad madura, con el traje oscuro de un director de escuela negro y un elegante alfiler de corbata, dormitaba aparentando participar de la animación. Algunos hombres conversaban y discutían; Orde Greer tenía un vaso de whisky en la mano, interrumpía (Escucha, hombre, escucha), inclinaba la cabeza para beber un trago, el leve arrastrar de la cojera hacía de él un mendicante.

Una cría se acercó a mí con una taza de té con leche que repicaba contra su platillo.

– ¿Cómo lo ha pasado? ¡Cuánto me alegro! -la mujer de Fats bajó a otro chico de una silla del comedor con un reproche en su lengua, sin abandonar la sonrisa convencional-. Pensé que se habría ido o algo así… después que su padre pasó a mejor vida… qué pena – se instaló a mi lado-. Pruebe una pasta, Miss Burger, las hace mi cuñada, que es una pastelera maravillosa y hasta prepara pasteles de boda. Lamento no ser tan inteligente como para eso -nunca se decide a llamarme Rosa ni a tutearme. Formo parte del ambiente de su famosa y valiente prima política, Marisa Kgosana; de la distinción transferida a su familia por su parentesco con Joe Kgosana, que está en la Isla con Nelson Mandela.

Cogió la mano de una muchacha que había estado entrando y saliendo del dormitorio contiguo, para acomodarse la blusa atada debajo del pecho y apretar el sello de un labio pintado de morado contra el otro:

– ¿Sabes quién es ésta? La hija de Lionel Burger -pero la muchacha no supo reconocer mi identidad. Durante un segundo estrechó la mano de una chica blanca. No dijo nada-. Miss Burger, le presento a mi sobrina Tandi, probablemente habrá visto el anuncio de Fanta en el tablón publicitario que hay al girar hacia Soweto. Está allí.

La muchacha ya se había alejado, superior al elogio de una tía que se dejaba impresionar por los blancos. Se reunió con una amiga, las dos apoyadas en una pared desde la base de los zapatos con plataformas el doble de gruesas que los pies que sustentaban, las cabezas geométricamente diseñadas más que peinadas, con el pelo separado en pequeños cuadrados cada uno de éstos estrictamente orientado hacia su centro en una trenza de rollo de tabaco tirante para conectarse con el siguiente. Un bebé con el culito al aire entró gateando desde donde se olía a cocina, perseguido por una vieja pesada que lo dejó reír y patalear mientras, sonriendo con su boca vacía de dientes, hablaba con las dos muchachas. Margaret Fats seguía hablándome de su sobrina con el vocabulario inglés de los periódicos negros.

– Una modelo famosa y actriz de primera -balbució incómoda por la presencia del bebé desnudo, viéndolo con ojos que no eran los suyos y lo alzó, también riendo, con su cara bonita y sexualmente contenida bajo la peluca y su torpe cuerpo voluptuoso, por un instante al lado de la vieja, conjuro de lo que en otros tiempos fue la anciana y ésta claramente lo que llegaría a ser la joven-. ¿Sabe quién es…?

La abuela me trató a la antigua usanza. Su inglés era el que los blancos suelen imitar. Me sujetó por la muñeca:

– El Señor recompensará a tu papá. Sí, él tiene su recompensa con Dios. Sí, oye, te lo prometo. El pueblo africano damos gracias al Señor por lo que tu papá hacía por nosotros, sabemos que era también nuestro papá -Margaret no se turbó por ella. Paseaba la mirada desde la anciana hasta mi y sonreía mostrando su acuerdo.

Podría haberme conmovido. La tarde del aniversario de la muerte de Lionel: pero yo era consciente de esas dos muchachas, una mascando chicle con la concentración de un trance, la otra (que me había sido presentada) una cabeza de foca en una misma línea que el cuello, dignamente egocéntrica. Pero no, sólo sentí afinidad con ellas, con su distanciamiento, aunque también estaban distanciadas de mí.

El lugar de Fats, dijo Marisa. Dije yo. Dijo Orde Greer. Los negros no hablan de «mi casa» o «en casa» y los blancos han adoptado de ellos el término. Un «lugar»; un sitio al que pertenecer, pero también algo que establece el propio destino y pone aparte mucho a lo que uno no pertenece. Hacía tanto que no estaba con negros en sus hogares que lo vi -Soweto, Orlando, esta casa en el distrito (un año después de la muerte de Lionel)- como algo aparte, aparte de mi vida cotidiana; algo del pasado. De niña entraba y salía de los distritos negros con mi madre, tan a menudo y naturalmente que fastidiaba a tía Velma y a tío Coen hablando de estas cosas cuando Tony y yo vivíamos con ellos. Hacía muchos meses que no cruzaba la línea divisoria que se abre cada vez que un negro se separa de un blanco y va a su «lugar»; la frontera física de calles limpias que se convierten en caminos llenos de baches y los centros urbanos que se convierten en basureros con metal retorcido y un perpetuo otoño de papeles flotantes; el vasto terreno baldío donde Orde Greer giró desde el camino principal que conducía de una ciudad blanca a otra ciudad blanca; y la otra línea divisoria, cientos de años de posesión y decisión que se extienden entre esa casa a la que Orde Greer nunca fue invitado, esa casa donde se organizaba la revolución, y el «lugar» de los millones que han sido desposeídos y para quienes los demás toman las decisiones. Desde el coche volví a ver lo que en otros tiempos había dejado de ver por demasiado conocido. Esas calles accidentadas y desiguales donde fallan las definiciones… dependencias de los suburbios blancos, dos ventanas y una puerta multiplicadas en hileras institucionales; las casetas con cobertizos de latón que albergan viejos cochazos norteamericanos repletos de chismes; las elegantes rejas suburbanas contra ladrones en mezquinas ventanas de minúsculas cabañas; los críos vagabundos, perros glotones, burros maneados, gordos bebés desnudos, gallinas sueltas y borrachos haciendo eses, viejos con la mirada perdida, chillonas mujeres autoritarias, chicos harapientos, fulanas emperifolladas, olor a cocción de despojos, bien cuidados bancales de maíz entre patios que son tabernas ilegales y apestan a cerveza y orín, la basura de posesiones dos veces descartadas, primero tiradas por el hombre blanco y luego recogidas por el negro; ¿es éste un conglomerado urbano o rural? No hay electricidad en las casas, un teléfono es un lujo casi imposible: ¿es éste un suburbio o un extraño tipo de depósito de chatarra? El enorme patio trasero de toda la ciudad blanca, donde categorías y funciones pierden su ordenación y lógica, donde se amontonan el buey y el motor diesel, el cerdo que hocica en busca de basura humana y el matarife. ¿Son las fulanas relmente fulanas o simplemente obreras o sirvientas de la ciudad que ejecutan el milagro de resurgir engalanadas y perfumadas en una parodia de cualquier señora blanca, de esas chozas que no tienen cuarto de baño? ¿Son los chicos andrajosos sus hermanos? ¿Sus hijos, concebidos con amantes en el rincón de un cuartucho donde duermen hermanos y hermanas? ¿Cuáles son los gangsters, cuáles los que esnifan pegamento entre los jóvenes de las esquinas? ¿Quiénes son los viejos con pantalones apretados y corbata que beben cerveza y discuten en una hilera de sillas de formica en la franja de tierra entre una casa y la calle?

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