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Quizá la forma en que me vio la gente de los grandes almacenes sea acertada. Aunque en esa casa era dogma de fe que es necesario ir más allá de la simplista ecuación racial -la visión reformista de la lucha de colores y no de clases-, mi madre y mi padre sólo lograron convertirme en una kaffirboetie. Mi hermano Baasie. Marisa vino a mí como una ráfaga de buen humor. La ternura endulzó y animó mi entorno mientras conducía rumbo a casa: los vendedores indios con sus rosas alambradas como candelabros y sus calas teñidas; cuando un semáforo en rojo me retuvo, el negrito de aspecto formal salió disparado haciendo sonar su estridente silbato entre los carriles para vender la primera edición del periódico de la tarde; la mujerona con la bolsa de la compra llena sobre la cabeza, un chico a remolque de su falda y la obi africana compuesta por el inevitable bebé a la espalda y la gruesa manta envuelta alrededor de la cintura, que se precipitó, se detuvo -me sonrió- y cruzó corriendo cuando tendría que haber estado esperando en el paso de peatones. El consuelo de los negros. La persistencia, el resurgimiento, la continuidad diaria. Si una no tiene miedo, ¿cómo puede no sentirse atraída? Se trata de lo uno o de lo otro. Marisa y Joe Kgosana tienen todo esto para inspirarse. Lionel e Ivy y Dick, mi madre y Aletta; detrás de los nuestros, que están confinados en los distritos de los suburbios blancos, hay gente que envía cartas groseras llamando monstruo a mi padre.

Supongo que tenía la intención de ir al territorio para permanecer un poco más en la órbita de Marisa, como la gente que toma la segunda copa para prolongar el efecto placentero de la primera antes de que se disipe. No sé, no lo había decidido. El hombre que escribía acerca de Lionel estaba conmigo en el piso a primera hora de la tarde cuando llegó alguien. Hasta la sorpresa es algo que no puedo dejar de ocultar. No se lo presenté al biógrafo. Orde Greer es un reportero gráfico que me conocía de vista, como tú, y a quien yo conocía como a ti antes de que tomáramos café en Pretoria aquel día, ambas cosas durante la época del juicio de Lionel, un rostro entre muchos en los que descifraba quién era yo. En los últimos años lo he visto una o dos veces en una fiesta, acariciando a una chica poco dispuesta a la manera indiscriminada de un hombre que al día siguiente no recordará nada. Estuvo en el homenaje póstumo a Lionel. Su nombre es conocido como una firma en el periódico; yo identificaba su persona con una cojera resultante de la polio, como él identificaba a la mía por mi relación con mi padre. Me saluda por la calle y yo respondo inclinando la cabeza.

Un hombre que usa veldskoen, calcetines rojos arrollados, pantalones cortos y, a pesar del calor estival, un jersey negro ceniciento de pescador… si no lo hubiera reconocido al instante por su condición de lisiado, habría creído que era un deportista en período de entrenamiento.

– He venido a recogerte. Para llevarte al lugar de Fats…

Dado que el biógrafo estaba a mis espaldas, respondí como si hubiéramos concertado este acuerdo.

– Tardaré unos minutos. Pasa.

No mencionamos el nombre de Marisa delante de un tercero; este mero hecho estableció una zona en la que Orde Greer y yo nos conocíamos más que de vista. El biógrafo de mi padre paseaba la mirada a su alrededor con la frustración, oculta bajo su afectación de buenos modales, de quien descubre que no reconoce a alguien cuya significación debería tener clara. Reunió sus notas para retirarse; me disculpé vehementemente por poner punto final a la sesión, pero fue él quien se deshizo en excusas. Se marchó; no le dije a Orde Greer quién era él ni qué estaba haciendo.

Ignoraba si Greer era o no de los nuestros; tal vez lo fuera. Su carta de presentación era que lo había enviado Marisa. Le ofrecí un trago para que me diera tiempo de arreglarme un poco antes de salir.

– Está bien. He llegado temprano… ¿ocurría algo?

Sentado en mi sillón (el viejo de cuero verde del color del acebo que estaba en el estudio de mi padre y en el que a los chicos nos gustaba deslizamos porque la fricción de los muslos desnudos producía electricidad estática) tenía el aire de ocupar un sitio al que tenía derecho, asumido con una agresividad ligeramente nerviosa antes del desafío. Ahora el conjunto sugería naturalidad en la compañía a la que estaba destinado.

Claro que los periodistas tienen que ser así… están acostumbrados a asumir situaciones, lo sé. Temeroso de mí y al mismo tiempo familiarizado; adquirí mucha experiencia en estas cuestiones durante el juicio. Sólo había cerveza; hizo una pausa para señalar que lamentaba la ausencia de la botella de whisky con la que esperaba arreglarse:

– Está bien, cerveza -cabellera espesa que se enmarañaba con la barba y lo dotaba de una cabeza conscientemente noble, de frente, dejándolo vulnerable cuando se inclinó para recuperar la argolla de metal caída de la lata, que dejó a la vista el pelo que faltaba en el cuero cabelludo, como un bebé tonsurado por la almohada en la que reposa indefenso.

Supongo que mi experiencia con los periodistas me endureció en su presencia, a pesar del tiempo transcurrido desde el proceso de Lionel. Me transformo en las imágenes congeladas de las fotos de prensa, la chica regordeta con el pañuelo de cachemira en la mano, el pelo desgreñado a su aire, los tendones desafiantes en el alarde del cuello, la cabeza vuelta hacia la cámara porque no tiene que ocultar el rostro como los parientes de un estafador, la mirada desagradecida porque no necesita comprensión ni piedad como los parientes de un asesino. ¿Y quiénes son ellos para haber decidido -la ley no les permitió fotografiarlo a él-, con sus descripciones de Lionel en el banquillo, la forma en que escuchaba las pruebas en su contra, la expresión con que enfrentaba a la galería pública o saludaba a los amigos, que sabían quién era, cuando yo ignoro si lo sé?

Este me miraba desde mi sillón con la jarra de cerveza como un cetro, señalando que notaba que me había puesto un par de pantalones bien ceñidos, no como el hombre que se adjudica ser el destinatario por el que una chica se ha puesto más atractiva sexualmente (no se habría atrevido a tanto), sino a la manera en que un intruso percibe un comportamiento íntimo que no se le escapa y del que extraerá conclusiones que le darán categoría de persona enterada. Me miró de arriba abajo… casi. Esbozó una semisonrisa para sí mismo.

Era una de esas personas a las que les resulta más fácil hablar mientras conducen y se dirigen a su interlocutor únicamente con la voz, pues el cuerpo y la atención están concentrados en otra cosa. En un tono indiferente con el que me dio a entender que tenía planeado plantear el tema, me preguntó si había leído un libro recién publicado en Inglaterra por un antiguo preso político en el exilio.

Uno de los nuestros.

– Todavía no lo he leído.

Se ofreció a prestarme su ejemplar. Le di las gracias pero no acepté… no lo necesitaba. Sabía que Flora, que disfruta tanto haciendo correr riesgos insignificantes a la gente «común» sin que se enteren, había dispuesto que un socio de William pasara de contrabando algunos ejemplares traídos de Londres.

– Habla bastante de ti, por supuesto. De tu padre y su familia.

– Estuvieron juntos en la cárcel el último año de vida de mi padre.

– También hay mucho sobre eso… conversaciones con tu padre. Cómo dirigía su pequeña clínica, más o menos, hasta los carceleros le consultaban sus achaques. Tuvieron que decidir si le permitían dar recetas y finalmente le entregaron unos blocs que los políticos usaban para hacer circular su propio boletín… es interesante. Pero también hablan de los días en que… los tiempos en esa casa. Los domingos. Esa famosa casa -estaba siguiendo una ruta que me era desconocida-. Me pregunto qué te parecerá, cómo te caerá.

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