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– ¿De dónde es? ¿De una de esas islas francesas?

Seychelles o Mauricio; eso es lo que había entendido por «la Isla». Respondí:

– De Soweto.

– ¡Qué elegante! -estaba dispuesta a aprender algo, con sus cejas de luna nueva por encima de la montura dorada de sus gafas.

Sentías una curiosidad especial por Baasie. Me perseguías hablándome de él:

– Así eres tú: eso es algo que será importante para ti el resto de tu vida, tanto si lo sabes como si no. Dices que no «piensas» en ese chico. Da igual que no «pienses» en él… A los cinco años temíais juntos a la oscuridad. Os metíais en la misma cama.

No respondí; desvié la mirada porque estaba pensando que eso era lo que hacía contigo, que eso era yo. Estaba recordando una tibieza singular que se propagó cuando Baasie se meó en la cama mientras dormíamos. Por la mañana las sábanas estaban frías y malolientes y le mentí a mi madre: Mira lo que ha hecho Baasie en su cama… pero por la noche no sabía si la tibieza que nos retrotrajo a los fluidos envolventes de un cuerpo hospitalario provenía de él o de mí. Tú querías saber qué le había ocurrido. Repetidas veces, en la casita, intentabas atraparme para que respondiera indirectamente, involuntariamente, aunque ya te había dicho que no lo sabía. No te dije lo que sí sabía. Su padre, Isaac Vulindlela, trabajó con Lionel hasta el día en que éste fue arrestado por última vez. Fue uno de los que abandonaron el país, al que regresaban con documentos falsos. Tuvo éxito dos veces, ayudado por la familia de su esposa, de la tribu tswana, en la frontera de Botswana, que (¿como tía Velma y tío Coen?) no querían enterarse de lo que hacía. La tercera vez, cuando mi padre ya estaba encarcelado, fui yo quien entregó la nueva libreta de pases en la aldea que distaba unos veinticinco kilómetros de la frontera. Fue uno de los fines de semana en que desaparecí… para mostrarle a un periodista escandinavo los paisajes de la infancia de Lionel, o para acostarme con mi amante sueco registrándome en un motel como su esposa. El sueco desconocía el tercer propósito del viaje; supongo que si lo supiera, incluso ahora, subiría de nivel, de categoría. Sería un regalo mejor que un cinturón de cuentas o la muñequera de un minero negro nómada. El sueco y yo no viajamos en mi coche sino en el que él alquiló, como precaución normal de anonimato a la que sin duda está acostumbrado en sus aventuras amorosas durante el curso de misiones que lo llevan de un país a otro; le dije que el neumático de repuesto estaba blando y que convenía que yo misma lo llevara a un taller ya que él no hablaba afrikaans y en el garaje de una aldea el inglés no le serviría de mucho. Se quedó en la cama, en una habitación apenas diferente a aquella donde yo seguía a Selena y Elsie mientras limpiaban después que se iban los viajantes, golpeteándose la cruz de vello rubio de su pecho y escribiendo un artículo para el «Dagens Nyheter» acerca de la complicidad de la industria internacional con la economía del apartheid.

En el garaje, los domingos por la mañana sólo había un encargado; un negro joven y regordete cuyo mono no tenía botones y estaba sujeto donde era absolutamente necesario por un enorme imperdible, en la bragueta. Calcetines a rayas y una gorra con visera publicitando una de las empresas que mi sueco criticaba desde una de las camas gemelas, debajo de un póster del Arco del Triunfo en primavera; el joven negro estaba reparando una cámara pinchada, sentado en una superficie alquitranada con manchas de aceite, con las piernas extendidas alrededor de una cuba de hojalata con agua. El meloso pegamento de goma negra se meneaba entre sus manos. Para cualquiera que pasara, yo era como cualquier señorita blanca.

– ¿Eres Abraham? -era el año del botón Smile él usaba uno muy grande que quizás había recogido después de que se lo olvidaran unos niños que bajaron en tropel de algún coche para sacar latas de coca-cola de la máquina. Pero no sonreía.

– Sí, soy Abraham -hablamos en afrikaans, en el tono que corresponde, el mío amable pero autoritario, el suyo vacilante, sin saber si debía esperar una petición, una reprimenda o una pregunta que no estaba dispuesto a estimular.

– Tu madre me lava la ropa. Te envía una carta.

– ¿Qué? Wat het die missus gesé? [Qué dice la señora?. (N. de la T.)] -me había oído muy bien pero quería asegurarse de que las palabras eran exactamente aquellas que le habían dicho que debía esperar. Las repetí y él las leyó en mis labios, como si mi voz pudiera engañarlo pero mi boca fuese digna de confianza. Se secó la mano húmeda en el mono y simultáneamente saqué con la mano derecha el abultado sobre de las canasta de paja que llevaba para guardar toda la parafernalia de un viaje en coche. El sobre pasó a él y bajo los pliegues del mono demasiado grande y sucio, el ropaje de una identidad anónimamente impuesta y despreocupadamente asumida que, como su cuerpo oculto, contenía otra, la propia. Se incorporó y se me adelantó para descolgar la manguera del surtidor y llenar el depósito de gasolina. Le di los diez céntimos acostumbrados además del coste del combustible y él hizo el acostumbrado floreo de un trapo sucio sobre el parabrisas.

Así se hace. De capa y espada, de espías. Siempre quisiste enterarte de este tipo de cosas. ¿Pero cómo podía, cómo puedo yo saber que tú no estabas allí para que yo hablara en base a un cálculo de mis necesidades? Si Lionel Burger no te reclutó, podían haberlo hecho los del otro lado. Quizá te había sido asignada, y tú a mí, por los hombre de la Rama Especial que me han visto crecer, como diría cualquiera de aquellos adultos a quienes los Nel nos hacían dar el título de Oom honorario.

Por muy despojada que estuviera y por mucho que me castañearan los dientes en terrible júbilo durante las noches en la casita, conservaba esa segunda naturaleza que ya se había convertido en primera. No podía desprenderme de mi instinto de supervivencia que hacía callar delante de ti estas cuestiones. A diferencia del desconocido Abraham no tenías antecedentes que te permitieran leer mis labios. En la aldea, aquel domingo, volví al hotel con una cerveza y un vaso boca abajo empañado por el frío que despedía la botella, para mi sueco. Tampoco se lo dije a él. Me engatusó para atraerme a la cama y las páginas escritas a máquina flotaron hasta el suelo a nuestro alrededor. Las Selena o las Elsie del hotel llamaron a la puerta y se alejaron: los sirvientes saben que no deben hacer preguntas. Así se hace. Me hizo el amor mientras la aspiradora funcionaba en el pasillo y no sabe que la esencia de cera amarga de mi oreja que tiene en la lengua, que las salmueras de la boca y la vagina no son mis secretos. Para mí ser libre consiste en no ser nunca libre de la astuta supervivencia del ocultamiento. No te dije lo que sé a pesar de que deseaba hacerlo. Atraparon a Isaac Vulindlela con una de esas libretas de pases. Así se hace. El biógrafo de mi padre, sonsacándome respetuosamente hasta llevarme al terreno firme del vocabulario oficial (palabras, nada más que palabras muertas, abstracciones: allí no está la realidad, me espetaste) -revolución democrática nacional, integración ideológica, imperativo revolucionario, dominio de la minoría, alianza para la liberación, unidad del pueblo, infiltración, incursión, agente de cambio viable, acción reformista, táctica armada, movilización política de las masas en una combinación de métodos legales, semilegales y clandestinos-, estos puntos de apoyo han vuelto últimamente a mi vocabulario repitiéndolos como un loro para él. Ignoro dónde está Baasie, pero a su padre lo encontraron muerto en una celda después de ocho meses de detención. La policía dice que él mismo se ahorcó con sus pantalones. Logré transmitirle la noticia a mi padre, en la cárcel. No me preguntes cómo. El no sabía y yo no pude decirle que la libreta de pases era una de las que había conseguido entregar tan fácilmente que nadie creería que así es como se hace. Me resulta muy difícil establecer la diferencia entre la verdad y los hechos, saber cuáles son los hechos. Si Abraham, el del garaje, había sido una trampa, las circunstancias de mi misión fallida sonarían tan ridículas como cualquiera de las que expuse ante la pobre Clare Terblanche. ¿Cual era la realidad de aquel fin de semana en una aldea del Transvaal occidental? ¿Un acto correspondiente a la tercera categoría de métodos (legal, semilegal y clandestino) para coordinar la lucha política y la actividad armada creando un clima de crisis total en el que se vuelve posible una solución política directa? ¿La trascendencia material del plazo de vida de un hombre registrando para la posteridad, en cine, los paisajes y el entorno que conformaron su conciencia? ¿La energía estática consumida en la cama del motel entre las once de la mañana, cuando tañían las campanas de la Iglesia Holandesa Reformada, y el mediodía, mientras sonaban las notas de xilofón del gong del almuerzo, una hora sin consecuencias excepto una mancha en la sábana de abajo… rígida placa conmemorativa que una Selena o una Elsie observarían sin que su vida se alterara en modo alguno, antes de que desapareciera con el lavado?

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