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Marisa estaba comprando crema facial; probaba distintas marcas en el dorso de la mano acomodada para que la vendedora la atendiera desde el otro lado del mostrador. La mano llevaba su insignia de sortijas y brillantes uñas largas, a la manera en que un general usa galones dorados y las cintas de sus campañas. ¿No opinaba yo que olía excesivamente a una tarta dulce?

– A mí me huele a fruta pasada.

– Violetas, señora -dijo seriamente la vendedora.

No, no, no le iba; pero Marisa no quiso llevar la otra marca que el rápido vaivén de un dedo blanco frotaba en su tez de ciruela oscura.

– ¿Sabes cuánto cuesta ésta, Rosa? Prefiero tener arrugas -la vendedora le mostró otra, un tubo, francés aunque no muy caro, se usa muy poco y cunde mucho, está aromatizada con hierbas. Marisa tenía el aire de quien nunca se muestra indecisa-. De acuerdo. Me llevo ésta. El esmalte de uñas, la crema y nada más. ¡Rosa, si estás trabajando en ese edificio, me tienes a la vuelta de la esquina! Estoy en el despacho de un abogado. Alguien que encontró Theo -río, compartiendo nuestro reconocimiento de que todos usábamos a Theo, de nuestra dependencia de él en los juicios de su marido, Joseph Kgosana, o mi padre, como mujeres que comparten la confianza en un buen médico-. Acabo de empezar, no hace ni siquiera una semana… entonces me dieron permiso para una visita. Acabo de volver de la Isla.

¡Qué espléndidamente lo hacía! En una oración ella y yo estuvimos solas; aunque la rubia madura -que se había puesto las gafas que colgaban de una cadena dorada para hacer la factura- comprendiera de qué isla se trataba, ni ella ni los clientes que andaban por los pasillos bajo luces y perfumes alcanzarían el nivel de inteligencia de la mirada con que Marisa me sostenía. Bastaba un cambio de tono entre nosotras. Para Marisa parece fácil. No necesita encontrar una expresión solemne, reconocer la distancia que hay entre la cárcel y el mostrador de cosméticos. Ella no se encierra, no se pone a cubierto, no se paraliza como yo. No tiene que recurrir a plantear las cosas delicadamente ni explicarse a sí misma por temor a que la interpreten o la juzguen mal. El desafío y la confianza no se lamentan; su belleza y la forma en que la asume son más fuertes que cualquier declaración.

¿Cómo estaba él? ¿Cómo están todos? Cuando hablamos de ello, de los presos que han sobrevivido a Lionel, el tono es deliberadamente banal, una afirmación de que no es posible aislarlos, de que siguen participando de la vida cotidiana por gruesos que sean los muros o encrespados los mares entre el destierro y el terruño.

– Está muy bien. Soy yo quien resistió mal la tormenta. Es verdad… ¡las inclemencias del tiempo, realmente! ¡Soplaba un vendaval en Ciudad del Cabo! No te imaginas lo que fue eso. El primer día el barco no pudo salir. Al siguiente, los policías de mi escolta no estaban muy entusiasmados pero yo les dije, miren, insistí, aquí está mi permiso, sólo tengo autorización para estar tres días fuera de mi distrito… de modo que embarcamos. Me sentí muy mal. ¡Cielos! ¿Alguna vez te has mareado en el mar? Pero me aguanté. Y noté que ellos estaban mucho peor que yo. Lo primero que me dijo Joe fue: ¡Marisa, mírate… algo anduvo mal y no me lo dijiste en tus cartas! Hizo que su carcelero me trajera café… sí, como lo oyes: mi mujer necesita tomar algo caliente. Así de sencillo. El otro obedeció como un corderito.

– ¿Fue una visita de contacto? -recuperé fácilmente la jerga de las visitas a la cárcel. Siempre vuelve a mí el lenguaje que aprendí de niña. Por capricho del jefe de carceleros veía a mi padre en una escueta habitación (los muebles eran los indispensables para un interrogatorio, dos sillas de respaldo recto y una mesa, con lo que siempre estaba presente el propósito de esas salas) o al otro lado de la reja metálica a través de la cual podía tocar la mano de mi prometido.

– Preguntó por ti y te envía recuerdos -la simetría de su encantador rostro sonriente tornó la mentira en ofrenda. Hacía tanto tiempo que no la veía y que él no tenía noticias mías por su intermedio que era improbable que hubiesen pronunciado mi nombre. La gente experimentada no malgasta el tiempo precioso de las visitas; todo lo que ha de ser dicho por ambos es elaborado y encajado por adelantado en el lapso asignado. Pero yo sí preguntaba por los otros con su nombre propio, Mandela, Sisulu, Kathrada, Mdeki, los negros con quienes mi padre trabajó en una intimidad cuya naturaleza no puede comprender ninguna persona ajena, nadie que observe cómo arrestan en la calle a gente que no ha robado nóminas ni pasado drogas. Marisa repitió las bromas de los prisioneros, me contó qué estaban estudiando, si habían perdido o ganado peso, derivó hacia el cotilleo acerca de los logros o problemas de sus familias… mientras verificaban sus compras, dudando entre agregar o no tal o cual artículo, contando el dinero en el buche de un enorme y elegante bolso, con sus largos dedos curvados en las puntas de las brillantes uñas, como las piernas de un insecto exótico que tantea a su presa-. No, no quiero un paquete, prefiero una bolsa de plástico… una de las que está por allí irá bien, sí, ésa -y mientras la mujer de atrás del mostrador se volvía para buscar el cambio-: Cuando una tiene prisa lo mejor es pagar en efectivo… Si una negra saca un talonario de cheques… yo sólo uso el mío cuando estoy dispuesta a perder el tiempo mientras se disculpan y se lo llevan a t-o-d-o-s sus gerentes -y en el mismo murmullo vivaz y distraído, hizo una sugerencia, con la mirada inquieta sobre la vendedora, la cabeza echada hacia atrás con impaciente gracia-. Mi niña ha ido a buscar unos libros para la escuela y tengo que ir a recogerla. Además, alguien me espera… ¿qué hora es? Dije que nos encontraríamos a las doce, qué pena, no puedo evitarlo… ¿Qué harás hoy, esta tarde, esta noche? -Marisa no recordaba qué día era aunque poco antes había hablado de Lionel (como éste solía decirle a Joe, si mantienes la presión y el peso bajo, nada logrará deprimirte)-. ¿Saldrás? ¿Recuerdas el lugar de mi primo Fats?

– Giras después de Orlando High.

– Sí, sigues recto y al llegar a la pendiente la tercera calle a la derecha.

– ¿En la esquina hay una carbonería?

– Sí, la tienda de Vusili.

Entre nosotras -mientras el intercambio murmurado iba y venía como cualquier otro entusiasmo insincero entre amigas que tropiezan por casualidad- estaba la tácita pregunta-respuesta que los nuestros siguen por los intervalos en lo que se dice y las vacilaciones o la inmediatez de la contestación. Marisa está proscrita y se encuentra bajo arresto domiciliario. Yo estoy «nombrada». La ley nos prohibe reunimos o hablar, y mucho más abrazarnos; nos arriesgamos encontrándonos así, al pasar, en terreno neutral y anónimo. Tú me echabas en cara ser inhibida; pero nunca tuviste nada que valoraras lo suficiente y que estuviese lo bastante amenazado como para que necesitaras disimular. La reserva es una disciplina difícil de desaprender para los veteranos. La gente que sufre arresto domiciliario no puede recibir amigos en su casa ni salir por la noche o los fines de semana; si Marisa pudo venir al centro un sábado, debió de estar empleando un día «sobrante» de los concedidos para su visita a la Isla. Estaba corriendo un riesgo -otro- al salir de noche para ir a casa de alguien. No sabía si yo tenía prohibidas las reuniones además de ser «nombrada». De hecho, no tenía nada prohibido, aunque me negaron el pasaporte aun antes de que fuera «nombrada»… el primer año que lo solicité. Esa solicitud también fue un secreto; esta vez estrictamente personal, no asumido en común entre los que convivían en esa casa, no hablado con mis padres. Mi madre y Lionel nunca supieron que pedí un pasaporte a los dieciocho años, dispuesta a seguir a Noel de Witt a Europa cuando saliera de la cárcel. Tampoco él lo supo; pero -como prometida de De Witt e hija de Lionel Burger- el ministro me lo negó. En cualquier caso, no se permite a los blancos entrar en distritos negros sin permiso y si me descubrían no tolerarían la presencia del único miembro vivo de la familia Burger; si Marisa hacía caso omiso de estar corriendo un riesgo, en caso de seguir las orientaciones que me transmitió inofensivamente, yo también haría caso omiso de estarlo corriendo. Me apretó la mano y se alejó al mismo tiempo; nuestras manos permanecieron unidas hasta que se soltaron solas, como hacen los negros al separarse en las esquinas, gritándose por encima de los hombros cuando finalmente cada uno sigue su camino. Pero ella me olvidó instantáneamente. En el adelantamiento oscilante de su cabeza encrestada al tiempo que desaparecía y reaparecía entre los compradores sólo tenía conciencia de la admiración que despertaba, por su extravagante atuendo, del imaginario panafricanismo de triunfante esplendor y regia belleza que no está sujeto a fronteras de viejas aduanas o nuevas ideologías políticas en pugna en los países negros, ni a leyes que vuelven ruines y degradantes las vidas de los negros en éste. Si bien los blancos de la tienda sólo veían a recaderos y camareros y barrenderos en lugar de personas negras, ahora vieron a Marisa. La vendedora me habló con una sonrisa de blanca a blanca, ambas admiradoras de una turista extranjera.

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