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Aunque Barry Eckhard no hace trabajar a sus empleados los sábados, fui a la ciudad. En medio del tráfico repentinamente empecé a tratar de considerar este día como algo tan específico como el cinturón de cuentas hecho a mano que estaba buscando, la reproducción del día en el que, esta vez un año atrás, Lionel todavía vivía, aunque a la hora de almorzar sería el día de su muerte. El y mi madre fueron una vez a visitar la tumba de Lenin, me han dicho. Desfilaron, irreconociblemente embozados para protegerse de un frío que aquí no existe, al igual que lo sigue haciendo una cola interminable. Todo mes de noviembre desfilará ante la muerte de mi padre, el mismo día una y otra vez, con cielos de tormenta de verano y jacarandas callejeros brotando febrilmente en purpúrea tensión; las estaciones sólo pueden repetirse a sí mismas, no tienen futuro. En el banco del parque también se percibía un estado de reiteración.

Un cordón policial flanqueaba toda la fachada del edificio donde está la tienda de artesanía africana. Perros alsacianos sujetos con correas a sus portadores mantenían a raya a los transeúntes, pero éstos aguardaban impasibles, los negros sosteniendo las bicicletas de reparto, familias con hijos que salen de compras los sábados, parejas con los brazos colgando de los hombros o de la cintura de los téjanos del otro, esperando su espectáculo, tanto fuese un grupo pop negro que transforma los ritmos de la calle, un suicida que vacila en un antepecho, la trampa de una bomba. Supe de inmediato de qué se trataba: hombres y mujeres de aspecto tan corriente -¡asombroso!- como el de ellos mismos, arrestados y seguidos por más policías, estabilizando con las mandíbulas sus cargas de papeles y máquinas de escribir. El edificio albergaba organizaciones cuyas instalaciones suelen ser sometidas a redadas. No esperé a ver de cuál se trataba esta vez; la asociación de estudios negros o los clérigos militantes, todos sospechosos de «fomentar» los objetivos que a mi padre y sus compañeros llevó tantos años formular. Reinaba el silencio entre el gentío que esperaba sin hacer nada, como caballos atados con ronzales. Una mujer con un bulto de negra en la cabeza y la cara afilada, de nariz larga, que suele aparecer cuando hay un ingrediente de sangre blanca, borracha o un poco loca, se dirigía a todos desde el orificio redondo de su boca.

– Puñeteros cabrones blancos. Puñeteros policías cabrones -dos jóvenes negros que usaban camisetas con la inscripción PRINCETON UNIVERSITY y KUNG-FU respectivamente, se rieron de ella. Un hombre gritó Tula, mama [Calla (N. de la T.)] y como un perro extraviado que no sabe cuál es la fuente del ruido que hace la lata que le han atado al rabo, ella refunfuñó-: Voetsak, voetsak, wena [Que te den por culo cuanto antes (N. de la T.)].

Seguí de largo. La policía identifica y registra a todos los que encuentra en un edificio en el que hacen una redada. ¿Por qué razón creería la Rama Especial que la presencia de la hija de Burger en las inmediaciones se explica por su intención de comprar un cinturón de cuentas que le había pedido un ex amante? Que otros protesten de su inocencia, que se laven las manos como Pilatos. Así como la locura autorizaba a esa chalada a gritarle a la policía, la condena a cadena perpetua autorizó a Lionel a decir desde el banquillo: «Sería culpable si fuera inocente de trabajar para destruir el racismo en mi país. Si yo soy culpable de esa inocencia, no será la policía quien tenga derecho a prenderme».

Algunos grandes almacenes tienen departamentos donde venden artesanía africana. Hay oferta porque hay demanda, la ola de nostalgia por lo étnico en partes del mundo donde no se atribuye a la étnia un propósito siniestro. Generalmente exhiben objetos de moda en lugar de nada que pueda entenderse como cultura nacional; el cartel COMPRE SUDAFRICANO se refiere a productos manufacturados y no a los cuencos tallados y collares de concha que cuelgan por allí, entre pequeños artículos de piel y mostradores con cosméticos. En las grandes tiendas donde probé suerte no vendían cinturones de cuentas pero pensé que las muñequeras atlética y ortopédicamente masculinas, con brillantes tiras de plástico entrelazadas a través de agujeros en el duro cuero -y que siempre usaban los mineros nómadas que las hacían- podían ser útiles para un escandinavo especializado en África y compré una, dios sabe por qué. La inmensa y perfumada planta baja tentaba a la gente a experimentar el placer de gastar dinero, esa peculiar atmósfera de deseo y ansiosa satisfacción evidente en las caras, apenas lo suficientemente altas para apoyar el mentón en las vitrinas, de los niños reunidos ante mostradores llenos de chucherías, de las mujeres que combinaban los colores de su vestimenta por consejo de alguna amiga íntima, de las parejas que calculaban los precios; el espectáculo de objetos que nunca podrán poseer y de aquellos que son un señuelo para que dejen allí el poco dinero que tienen, es un despliegue que ansia la gente de los países del Futuro que mi padre visitó con sus dos mujeres. Cualquiera de los artesanos mestizos y sus familias, o de los estudiantes blancos que observaban los arrestos a pocas manzanas de distancia, era libre de entrar y ver legítimas aspiraciones que no conllevan ningún riesgo de castigo: lavadoras totalmente automáticas, relojes electrónicos, botas de cowboy, grabaciones de música popular por héroes que se inspiran en el vocabulario de la revolución para dar nombre a sus grupos. Un acto de adquisición. Tienes que adquirir un yate para librarte de eso. Una mujer que estaba a mi lado mientras esperaba para pagar regañaba a su hijito: ¡No necesitas eso! ¿Para qué lo quieres? ¡No es un juguete! Apretaba firmemente un cepillo de charol para quitar pelusa y no miraba a nadie a los ojos. Con el codo apoyado en el mostrador de cosméticos de enfrente, vi la espalda semidesnuda de una negra vestida con colores llamativos que incluían, como efecto de conjunto, el color de su piel. Las gamas más audaces y oscuras de azules y marrones -antiguos ideogramas de pez, pájaro y caracol- se extendieron en el movimiento de dos omóplatos redondeados desde el declive mate del cuello hasta su perfecto centrado en la línea hendida de la columna, ondulando mientras la iluminación sin sombras de la tienda proyectaba allí una escala variopinta. La tela sugería túnicas pero de hecho era ceñida hasta el orgulloso trasero que asomaba negligente en el ángulo de la cadera que soportaba el peso de su cuerpo, y se cerraba hacia las largas piernas. Llevaba un turbante azul y antes de que volviera la cabeza vi titilar un aro de oro más grande que una diminuta oreja. Podría haber sido una espléndida chica de conjunto, pero parecía el prototipo de una reina ya extinta en Gran Bretaña o Dinamarca, donde todavía existe este oficio. Era Marisa Kgosana. Nos abrazamos; el rostro profesionalmente neutro de la vendedora blanca, protegida por su maquillaje de cualquier señal de reacción, como los soldados de guardia a quienes su uniforme impide parpadear ante el sarcasmo público, aguardaba la consumación de la compra.

Tocar en simbólico abrazo femenino la encendida mejilla nocturna de Marisa, ver enorme durante un segundo el destello lacustre de su ojo, el rosa lila de la parte interior de sus labios contra los dientes de bordes traslúcidos, ingresar por un momento en el invisible campo magnético del cuerpo de una beldad y recibir en una misma impronta -el vaho del aliento y su rápido desvanecimiento en un cristal- fue una inmersión en otro modo de percepción. Lo más cerca que puede llegar una mujer a la transformación del mundo que el hombre busca en la belleza femenina. Marisa es negra; también próxima, entonces, a la manera blanca de utilizar la negritud como un camino para percibir una redención sensual, como hacen los románticos, o de percibir temores, como hacen los racistas. En casa de mi padre, lo uno era el anverso de lo otro, las dos caras de la falsa conciencia. Estoy en condiciones de sumar este dato a las notas de cualquiera. Pero incluso en esa casa la negritud era un medio de percepción sensual-redentor. A través de la negritud es revelado el trayecto que lleva al futuro. Los descendientes de Chaka, Digane, Hintsa, Sandile, Moshesh, Cetewayo, Msilekazi y Sekukuni son los únicos que pueden llevarnos allí; el espíritu de Makana está en Robben Island como intercesor ante Lenin. Sipho Mokoena, que hacía cometas para Tony y mostraba a los niños el desgarrón que había hecho una bala en la pernera de sus pantalones; Gana Makabeni, que fue padrino de la boda e Isaac Vulindlela, que dejó a su único hijo Baasie al cuidado de mis padres; Daniel, el camarero de mi tío Coen Nel; el vigilante que te lleva dinero para las apuestas… los arrugados pies negros de planta pálida desnudos en la piscina y asimismo los rostros negros de la mayoría en el último congreso clandestino al que pudo asistir mi padre: en la unión del Caín blanco y el negro Abel, una nueva hermandad de la carne es el rumbo hacia la fraternidad definitiva. La madura vendedora de cosméticos y los pocos compradores no demasiado ensimismados que levantaron la vista vieron que una negra besaba a una kaffirboetie. Eso es todo. No percibieron nada más. Esa casa estaba más cerca de lo que yo suponía de alcanzar su clase de realidad a través de tu clase de realidad. Tú y yo discutíamos en la casita. Sexo y muerte, dijiste. La única realidad. Tendría que haber sido capaz de explicar el elemento de sensualidad que habría cualificado las experiencias de esa casa para que tú las consideraras reales. Lo sentí en presencia de Marisa, después de tanto tiempo; el bienestar con Baasie en la misma cama cuando la oscuridad hacía que la casa crujiera cargada de amenazas.

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