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Tú no querías creer que lo sucedido en Sharpeville cuando tenía doce años fuese para mí tan inmediato como lo que ocurría en mi propio cuerpo. Claro que yo debo creer que cuando los rusos entraron en Praga mi padre y mi madre y Dick e Ivy y todos los seguidores fieles seguían prometiendo la liberación de los negros por medio del comunismo, como siempre habían hecho. Bambata, Bulhoek, Bondelswart. Sharpeville; el conjunto de horrores que los fieles usan en sus panfletos de impresión y circulación secreta. Los juicios de Stalin, el levantamiento húngaro, el alzamiento checoslovaco… el otro conjunto que usan liberales y derechistas para demostrar que no es posible que un ser humano sea comunista. Ambas cosas aparecerán en cualquier biografía de mi padre. En 1956, cuando los tanques soviéticos entraron en Budapest, yo era pequeña y chapoteaba hacia él con mi hermano negro Baasie, los dos buscándolo como un refugio en el que no existía el miedo, el dolor ni la pena. Más adelante, cuando estaba preso y comencé a pensar en retrospectiva, ni siquiera yo, con mi precoz talento para eludir la comprensión de los carceleros ahora en plena madurez, pude encontrar la forma de preguntarle… a pesar de todas estas cosas: ¿Todavía crees en el futuro? ¿En el mismo Futuro? ¿Como siempre? Y de todos modos es cierto que cuando por fin llegaba el día de mi visita sólo tenía conciencia de que él cambiaba en la cárcel, que estaba adquiriendo la mirada de viejos retratos de campos de concentración, el aspecto de inmovilidad, apoyado entre los dos carceleros que lo acompañaban, de alguien que permite que lo presenten, que lo identifiquen. Sus encías retrocedían y sus dientes daban la impresión de haberse separado; ignoro por qué este detalle me afligió tanto. En la casita yo solía ver esa sonrisa modificada que nadie conocerá en el futuro porque la foto que me han pedido para la portada lo muestra -con el cuello engrosado por la excitación muscular- emanando energía, hablándole a una multitud que no se ve pero cuya presencia está en sus ojos.

No sé dónde vives; tal vez en la misma ciudad que yo; vaya donde vaya, sin que ninguno de los dos tenga conciencia de la presencia del otro, corriendo cada uno a lo largo de una madriguera oscura que nunca se cruza con la otra. Has alquilado un televisor en color a la vuelta de la esquina, o te has alejado de esas cosas zarpando en el arca que vi construir. Nunca fuiste más allá de la fascinación con la gente que rodeaba la piscina de Lionel Burger; nunca diste el salto y te confiaste a él, como Baasie y yo, ni te ahogaste, como Tony. Yo estaba hechizada por tus amigos constructores del barco (me corriges: un yate no es un barco). Eran gente sencilla, no como tú; no entendían lo que estaban haciendo cuando cepillaban el pino fragante de las literas para que durmieras en ellas y levantaras las cortinas que te protegerían del destello del mar subtropical. Pero tú sabes que embarcarse con ellos significaba huir. Porque mi jefe Barry Eckhard y tu próspero padre chatarrero te proponían un sino, el destino burgués, como alternativa al de Lionel: comer sin hambre, aparearse sin deseo.

Clare Terblanche buscó a Rosa Burger, con quien había jugado en la niñez. La sombra que vacilaba al otra lado de la puerta de cristal ampollado no tenía identidad, pero cuando Rosa abrió la puerta la complacencia iluminó su rostro: la cuestión del piso desocupado sobre el que había prometido averiguar algo.

La otra chica balanceó la gastada bolsa de tela con borlas apoyada en su cadera como el morral de un mulo de carga. Se dejó caer pesadamente en una silla. Su mirada se paseó por los muebles de casa de los Burger, que daban la impresión de estar almacenados en esa habitación. Respiró con la boca abierta y se lamió los labios.

– Vaya faena encontrar este sitio.

– ¿No tienes mi número de teléfono del trabajo? Estoy segura de habérselo dado a Ivy.

– ¿Puedo tomar un vaso de agua?

– Prepararé té. ¿O prefieres café?

– Café, si te da igual. ¿Entretanto puedo ir a buscar un vaso de agua?

Rosa Burger tenía la vivacidad adormecida de quien ha estado sola todo el día antes de ser interrumpida. Incluso podría haber estado contenta por la llegada de la otra.

– ¡Por supuesto! -desapareció en una cocina diminuta. Se oyó el crujido del hielo sacado por la fuerza de su contenedor, el borboteo y el chisporroteo de un grifo. La visitante guardaba la misma compostura que si no estuviera sola en la habitación.

Cuando Rosa volvió su cabello caía de manera distinta; se había pasado los dedos por el pelo, tal vez, echándose un vistazo en la deformante convexidad de una superficie brillante. Sonrió; la otra se enteró de que a veces Rosa era hermosa. Un paréntesis de reconocimiento entre ambas, que fugazmente incomodó a Rosa.

El agua fue servida con las atenciones mínimas del hielo y una rodaja de limón; las dos chicas hablaron de trivialidades -el barrio, la tibiez del día invernal- mientras Clare bebía.

– No quiero llamarte al trabajo.

Rosa descartó la delicadeza implícita.

– No pasa nada, saben que aquí no tengo teléfono. Tendría que haberte informado sobre el piso, disculpa. Lo miré… pero está en la parte de atrás de la planta baja y es terriblemente oscuro. En realidad creo que no… Pero al no tener noticias tuyas… ¿Por qué no pasaste por la oficina para verme en todo mi esplendor?

– No quiero ir allí.

Clare quiso devolverle el vaso. Rosa titubeó un momento, esperando que su antigua amiga lo dejara en la mesa.

– Ah -con el vaso vacío aceptó la evidencia de que no estaban hablando del piso desocupado. El hervidor rechinó como un tren de juguete.

– Conforme. Adelante.

Desde la cocina gritó, hospitalaria:

– Estaré contigo en un momento.

Clare Terblanche no estaba en la silla sino dando vueltas por la habitación. Delante del balcón traqueteó con el tirador pero la puerta no se movió del marco.

– La cerradura está arriba.

Rosa volvió y permaneció a su lado, mirando con ella hacia la ladera de tejados y árboles que caían bajo el edificio; entre plantas negruzcas de hojas perennes, un cúmulo de jacarandas amarillentos antes de la caída de las hojas, como una inversión de las estaciones en el cálido día de invierno. Pero no veía qué tenía en la imaginación la chica alta que había ido a visitarla.

– ¿No deberíamos salir?

Rosa sopló, indiferente.

– Si tú quieres.

Con amable consideración rutinaria se inclinó y encendió la radio portátil que estaba sobre una pila de periódicos y discos. La curiosa expresión crítica de Clare Terblanche se centró en el tocadiscos, con sus dos altavoces en el suelo. Rosa lo desenchufó, cerró las puertas que daban a la cocina y al cuarto de baño, se sentó -¡bien!- delante del café. La antena de la radio estaba replegada y la recepción resultaba enturbiada por los parásitos.

– En ese edificio… donde trabajas ahora. Allí muchos abogados tienen su bufete, ¿no?

– La totalidad de la Séptima y octava planta. Comparten una biblioteca jurídica y una cantina; mejor dicho, un refectorio.

La voz del anunciador recitaba, con la promiscua intimidad de su medio de comunicación, una lista de saludos amatorios, de cumpleaños y aniversarios, para reclutas que cumplían el servicio en zonas fronterizas… y para Robert Rousseau -hola Bob-, de Dawn y Flippy, Mami y Papi, siempre pensando en ti…

– ¿Y es verdad que la mayoría de oficinas del edificio usan una sala con fotocopiadora y multicopista que les pertenece?

Aunque Clare Terblanche no veía las oficinas, donde de vez en cuando chocaba una paloma contra los cristales ahumados de color topacio como un tiro disparado desde la calle, mucho más abajo, y se rompía el cogote, Rosa vio ahora lo que Clare veía. Hennie Joubert, tu novia Elsabe… Una expresión de reconocimiento, de expectación sin sorpresa, una nostalgia casi, arrugó apenas la piel delicadamente oscurecida en torno a los ojos de Rosa.

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