Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Poco después, un domingo, mi padre observó que no me había cronometrado el tiempo desde que empezaran las clases.

– ¿Qué te parece si haces una demostración esta mañana? Es un día caluroso…

Dejé de leer el tebeo que tenía ante mí, en el suelo. Mi madre hizo caso omiso del zarpazo del gato que quería subirse a su regazo.

– Ponte el bañador. Vamos -cuando volví sacó del bolsillo la llave del coche y se acercó a mi madre, le abrió la mano, metió dentro la llave y se la cerró, sosteniendo el puño de ella con las suyas-. Dijiste que irías a ponerle gasolina.

Mucha gente disfrutaba de aquella piscina. Se convirtió en tradición que en verano el acceso fuera libre todos los domingos a mediodía: las hraaivleis de Lionel Burger. Mi madre nadaba; guardaba una buena provisión de flotadores de brazalete inflados y era norma de la casa -deferentemente obedecida por los nuevos invitados, los nuevos contactos que ignoraban que los Burger habían tenido un hijo- que todos los niños los usaran para andar por la zona de la piscina. Algunos amigos negros nunca habían estado antes en una piscina: tenían la entrada prohibida a los baños municipales. Mi padre daba lecciones de natación a sus hijos; los chicos se aferraban a él, como hacíamos Baasie y yo. En esa casa los hijos gozábamos de muy pocos derechos exclusivos con nuestros padres. Teniendo en cuenta la importante diferencia de que yo era mujer, de modo que las implicaciones sexuales habrían sido diferentes, me pregunto si la visión de mi madre con otro hombre -de acuerdo, debajo de otro hombre- habría resquebrajado en mí la caparazón de realidad contenida, me habría hecho replegar totalmente en mis vivencias interiores, como te ocurrió a ti. Digo «me pregunto» en el sentido de que lo dudo; además de ser mi madre y madre de Tony, lo era de Baasie, y de otros de vez en cuando, de modo que probablemente yo nunca pensé que ella y mi padre, Lionel, se poseyeran mutuamente. Pertenecíamos a otra gente. También debo de haber aceptado este hecho desde pequeña, en esa casa. Y cuando fue necesario me convertí en la novia de Noel de Witt.

Y otra gente nos pertenecía. Si bien mi madre no tenía amantes -y aunque comprendo que no sé nada, nada acerca de ella, estoy segura de esto- había otras relaciones, no sexuales, sobre las cuales se especuló. Incluso en el tribunal. La mujer que no podía mirar a la cara a mi padre, que a su vez la contemplaba amable y pacientemente, la mujer que ni siquiera podía permitirse «mirarle la punta de los zapatos», esa pobre llorona, desgraciada o despreciable, empezó como cualquiera de los desposeídos de la colección de mi madre, como Baasie o como el viejo que vivía con nosotros. A diferencia de éstos, no era lo que los periódicos llaman una víctima del apartheid; era una maestra de escuela solterona, miembro de un grupo de la iglesia que intentaba hacer obras para mejorar las condiciones en las poblaciones negras. Debió de conocer a mi madre a través de la oficina de la cooperativa, por algo relacionado con algún programa de alimentación. Una de esas almas entusiastas que no ven ninguna contradicción en su protesta de que no son «políticas» aunque les gustaría hacer algo eficaz… algo menos contraproducente que la caridad por lo que llaman (su medio natural de expresión siempre fue el eufemismo) «relaciones raciales». Por intermedio de mi madre empezó a dar clases en la escuela a la que habíamos asistido Baasie, Tony y yo, la escuelita que no existía oficialmente, donde aprendíamos juntos los niños blancos, africanos, mestizos e indios de la «familia» de camaradas de mis padres. En lo que a esa mujer se refiere, mi madre le había proporcionado exactamente lo que buscaba; su gratitud se convirtió en la clase de dependencia devota con que a menudo mi madre se ha visto abrumada y adquirimos otro pegote en esa casa. Se sentía agradecida ocupando un segundo plano: ayudaba en el consultorio de mi padre cuando la recepcionista estaba ausente; traía pimientos morrones, zanahorias y rábanos de su pequeño huerto, para él, porque le encantaba comer verduras frescas y crudas; cuando mi madre enfermó quiso hacerle de enfermera, aunque había otras personas que eran preferibles por sus conocimientos, por la vida y el vigor abundante que necesitan los moribundos para estar tranquilos.

No se sabe cuándo empezó a ser útil en otros sentidos. Las fechas en que la acusación -para la que apareció con garantías de impunidad como testigo público- sugería que ya actuaba como correo son anteriores a la enfermedad y la muerte de mi madre; pero no se demostró nada: lloró e insistió en que había ido a Escocia para visitar a su hermana mayor, viaje para el que había estado ahorrando durante muchos años. Mostró la inevitable libreta de correos como prueba de sus economías mensuales y de su abnegación; bastaba mirarla para creerle.

Quizá mi madre sabía que podía contar con el código de formalidad escolar de una persona de sus características, que nunca preguntaría por el contenido ni el destinatario de las cartas -ni hablar de abrirlas- que le pidieron entregara en el extranjero. ¿Era poco pedir a alguien tan ansiosa de ser necesitada? Este rápido entendimiento en mi madre debió de verse señalado por esa repentina mirada comprensiva, de soslayo, sin volver la cabeza, mostrando el blanco de sus ojos no sólo sombreado por las cuencas soñadoras sino también por la piel que se oscurecía a su alrededor a medida que mi madre maduraba. Conozco muy bien, siempre reconoceré, esa mirada de la que mi madre era inconsciente y que la habría sorprendido, inquietado: una mirada que soltaba las riendas.

Cuando yo era la mujer en casa de mi padre, después de la muerte de mi madre, rara vez apareció. Tal vez sabía que yo era insensible a ella. En todo caso, si algo sentía era la irritación irreflexiblemente cruel de una joven por su humilde falta de definición. No notamos su ausencia como sin duda habríamos notado la de Bridget Sulzer, Ivy y Dick Terblanche, Aletta Gous, Marisa Kgosana, Mark Liebowitzk, Sipho Mokoena… de cualquiera de los antiguos compañeros de mis padres que todavía estaban libres, que no se encontraban en la cárcel, ni en el exilio, ni se habían beneficiado con la opción de emigrar, o siquiera de los nuevos frecuentadores que de vez en cuando se sentían atraídos por esa casa. Tú eras uno de ellos; Conrad, nunca me contaste si Lionel, en su estilo singular, haciéndote sentir que serías querido, aceptado, comprendido tanto si respondías como si no, intentó reclutarte. Me pregunto si lo hizo y te avergonzaste de haberte apartado de tan maravilloso ambiente. De no haberte reunido nunca con Baasie y conmigo en la calidez de ese tórax robusto. Tú, que sólo habías conocido a un padre que se enorgullecía de haberse hecho a sí mismo mediante chanchullos con chatarra de metal y que te repudió por ser un vago de pelo largo indigno de heredar el dinero y la ardua tradición en que se ganaba. Probablemente Lionel Burger vio en ti el circuito cerrado del ego; para él, semejante vida debía necesitar un vaso comunicante hacia el significado que postulaba un yo exógeno. Allí residía para él la tensión que vuelve posible vivir; entre el yo y los otros; entre el presente y la gestación de algo que se llama futuro. Quizás intentó darte la oportunidad. Esa desdichada mujer que viste en el banquillo de los testigos, podías haber sido tú.

Tengo la impresión de que todo el tiempo que pensé que nos había abandonado, o que por suerte nos habíamos librado de su presencia, Lionel estaba en contacto con ella. Hacía las cosas sencillas para las que esa gente es de fiar. Guardaba fondos ilegales en su cuenta bancaria. Alquiló una casa donde uno de los partidarios vivió clandestinamente varios meses. Puede que lo hiciera por algún sentimiento a la memoria de mi madre, tal vez porque se enamoró, tardíamente y sin esperanzas, de Lionel Burger, que la haría sentir querida, aceptada, comprendida, tanto si accedía como si no a hacer lo que le pedía, y que también le habría hecho sentir -porque todas las mujeres lo confirman- que era una mujer. Ella es el ejemplo concreto que dan los liberales blancos cuando señalan que los comunistas, incluso mi padre, usaban a gente inocente; es posible admirar el coraje, la osadía, la falta de consideración por sí mismo con que un hombre como Burger actuaba según sus convicciones acerca de la injusticia social (que naturalmente tú no compartes), aunque no se compartiera su ideología comunista y la forma de acción que ésta adquiría, pero su modo de implicar a otros era sin duda despiadado. Ella nunca había sido miembro del Partido ni de ninguna organización radical. Comunicó al tribunal que sólo «intentaba vivir en consonancia con el cristianismo», agregando la cláusula «en vano». En este punto, como en tantos otros de las preguntas, lloró. La nariz hinchada y los pelos retorcidos que desfiguraban sus manos eran sumamente desagradables. Los que sentían que había sido explotada por Lionel Burger expresaron su piedad y se tragaron su disgusto por el espectáculo; sólo él, que le había dado una oportunidad, la miraba y la escuchaba sin ninguna de ambas cosas, dispuesto a encontrar sin reproches la mirada inyectada de sangre que no podía mirar a aquél a quien había traicionado.

21
{"b":"101558","o":1}