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Pero esta muerte era el misterio propiamente dicho. La muerte de la que hablabas tú en la casita. Las causas circunstanciales no son la causa: morimos porque vivimos, sí, y yo no tenía forma de entender aquello de lo que me estaba alejando en el parque. No había forma de afrontar el acontecimiento salvo recogiendo la pequeña bandeja de espuma plástica y celofán de donde había sacado mi almuerzo e ir a ponerla, como todos los días, como todos los demás, en el cubo de basura sujeto a un poste. La revolución por la que vivíamos en esa casa cambiaría la vida de los negros que dejaban sus casuchas y sus recintos cercados a las cuatro de la madrugada, para blandir picos, golpear con martillos y salmodiar bajo el peso de las vigas, construyendo paseos comerciales y torres de oficinas en las que los blancos como mi jefe Barry Eckhard y yo nos movíamos en un ambiente sin sudor ni polvo. La revolución cambiaría la vida de los trabajadores que descansaban de su agotamiento en el césped, como muertos, mientras el hombre moría. Los hijos que la pareja blanca haría en su suburbio para blancos, no heredarían la casa comprada con un préstamo municipal sólo asequible para los blancos, ni encajarían con todas las seguridades en puestos de trabajo reservados para los blancos contra la competencia negra. Los niños negros -eran una promesa- no tendrían que vivir de las sobras que tirábamos a la basura. Los clientes de Eckhard ya no se enriquecerían mediante el mero esfuerzo de una llamada telefónica para autorizar una venta en la bolsa. Todo eso cambiaría. Pero el cambio de la vida a la muerte… ¿qué tenían que ver con este cambio todas las certezas que me había transmitido mi padre? Cuando ya no hubiera hambre y la kwasbiorkor [desnutrición profunda (N. de la T.)] hubiese sido erradicada como lo fue la malaria en la era colonial, cuando no hubiera rentas sacadas, por la fuerza ni mansiones y acogedores bungalows de propiedad privada para blancos, ni estudiantes blancos en retirada contemplativa donde los negros no podían vivir; cuando la gente que poseía los medios de producción del oro, los diamantes, el uranio, el cobre y el carbón, todas las riquezas minerales que habían rodado hasta el fondo del saco de África… a uno le quedaría eso. Nada que hubiese servido para darnos seguridad en lo que estábamos haciendo ni por qué tenía algo que ver con lo que estaba ocurriendo un mediodía que me encontraba en la plaza. Me quedó eso. Era lo que había sobrado. La justicia, la igualdad, la fraternidad del hombre, la dignidad humana… pero seguirá allí; miré a todas partes desde el banco y vi que seguía allí cuando -al fin- la percibí por vez primera.

Baasie nunca volvió a vivir en casa de los Burger.

Su hermano Tony se jactaba ante los chicos del barrio de lo bien que sabía zambullirse y se ahogó en la piscina.

Rosa Burger no logró deducir, mientras conducía su coche por la autopista, el lugar en que la casita de hierro ondulado había sido arrasada por la aplanadora. Unos añosos nísperos del Japón que recordaban a los que habían crecido cerca del campamento de los peones camineros quedaron incorporados en el paisaje de los costados de la autopista, pero la bauhinia no estaba donde ella había pensado que seguiría estando.

Ser libre significa ser casi un extraño para uno mismo: lo más parecido a lo que vieron los demás cuando me vieron a las puertas de la cárcel. Si yo hubiera podido ver lo mismo, habría visto al otro padre, al que me era extraño. Aparentemente siempre he conocido su existencia.

Supongo que encontraste otro lugar donde vivir. (Quizá México.) Nunca nos cruzamos en la ciudad (tú nunca te enteraste de lo del hombre en el parque). Pero eras el que había dicho:

– ¿Por qué te refieres a él llamándolo Lionel?

– ¿Lo hago?

– A veces en la misma oración… dices mi padre y enseguida lo nombras como Lionel.

Era algo curioso para ti, tan entrometido acerca de lo que denominabas costumbres de una casa de gente «comprometida». En mi caso, es significativo… ¿de qué? Es cierto que para mí también era algo distinto a mi padre. No sólo una persona pública; mucha gente tiene algo así de quita y pon. No algo perteneciente a las trilladas formulaciones de los panfletos y los manifiestos que lo explican, para otros. Lo suyo era distinto. Debía de ser lo que realmente era. Después de su muerte -después que abandoné la casita donde lo acusé-, esa persona se convirtió en algo secreto para mí. ¿Cómo puedo explicar que la muerte del hombre… del hombre del parque era parte del misterio? Como él había muerto, o el hecho de que su muerte ocurriera en mi presencia sin que me diera cuenta, así viví en presencia de mi padre sin conocer su significado.

Había cosas cuya existencia no estaba admitida, en esa casa. Lo mismo que las aventuras de tu madre y la forma en que tu padre ganaba el dinero, en la tuya. La de mis padres era un tipo de convivencia diferente. Me sorprende ver, revisando fotos, que mi madre era realmente hermosa. No sólo de joven -en Rusia, en un viaje de los Estudiantes por la Paz, todos en una estación de trenes con ramos de flores grandes como bultos de ropa sucia-, sino incluso en la famosa fiesta con que celebramos mis diecinueve años y en la que la policía hizo una redada poco antes de que se pusiera enferma. Se supone que hay un atractivo especialmente generoso en una mujer que no conoce su belleza, aunque si como en el caso de mi madre, literalmente no la vive -si alberga objetivos que no se nutren de ninguna manera en la distinción de una cara angosta con las cuencas de los ojos profundos, una nariz larga, recta y fina, una piel tan delicada que hasta los lóbulos de las orejas son un adorno debajo del pelo prematuramente canoso-, esta belleza cae en desuso a través de algo más que la indiferencia. Hay una foto en que se la ve levantando la vista de una mesa llena de papeles, tazas de té sucias, ceniceros, entre sus costureras tímidas y descaradas; ampliados por los cristales de sus gafas para leer, sus intrincados iris son extraordinarios y las pestañas aparecen tan tupidas en los párpados inferiores como en los superiores. Unos ojos bellísimos. Pero yo sólo veo la alerta inquisitiva que vigilaba, levantaba la vista al oír mis pasos desplazando la grava frente a la cárcel de mi «prometido»; el rápido parpadeo de cuidado o adelante que dirigía a mi padre cuando hablaban rodeados de mucha gente que acudía a esa casa. El lápiz de labios que siguiendo la costumbre de las mujeres de su generación se aplicaba en la boca, no perfilaba tanto la forma de los labios como la resuelta complicidad que los componía: una boca que ha aprendido a no revelar nada al hablar, cuya sonrisa no se origina en la confianza del atractivo sino del convencimiento. Supongo que los hijos siempre creen que sus madres son competentes, en una racionalización de la dependencia y la confianza. Ella siempre sabía qué había que hacer y lo hacía. Las multitudes que asistieron a su funeral la amaban por su bondad; su análisis razonado siempre decidía qué paso dar y lo daba. Cuando Tony yacía en la piscina aquel sábado por la mañana, saltó (uno de sus zapatos, que se quitó de un puntapié, me golpeó) y cuando salió del agua lo tenía sujeto. Lily me apretaba y gritaba, como si el agua también pudiera llevarme. Mi madre enganchó los dedos en la boca de Tony y lo subió con gran esfuerzo, jadeando y tosiendo, manteniéndolo boca abajo. Salía agua con fragmentos de desayuno, de bacon rosa. Se agachó sobre él y le hizo el boca a boca, manteniéndole cerrada la nariz, liberando la presión de las manos en su pecho. Lo hizo durante largo rato.

Pero estaba muerto.

Mi padre -como médico- le dio algo para que durmiera. Al día siguiente me llevó con ella, a su dormitorio; yo tenía miedo de entrar. Mi madre me metió en la cama y estaba llorando, no como lo hacíamos Tony y yo, con ruidos, sino en silencio, mientras las lágrimas se deslizaban de costado y rodaban por su pelo. Lily me dijo que «rellenarían ese espantoso agujero», la piscina. Agregó que nunca se acercaría a ese lado de la casa, nunca.

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