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Leyendo en el coche mientras me esperaba al otro lado de las puertas de la cárcel, mi madre levantaba la vista al oírme volver, con la expresión sagaz, ansiosa, cómplice y acogedora con que me aguardaba de pequeña a la salida de la escuela los primeros días de clase. ¿Lo había hecho bien? Allí estaba mi apoyo, mi recompensa y la garante a quien había contratado para mi actuación. En casa, mi padre, con las manos sobre mis hombros detrás de la silla en la que me sentaba a la mesa (su forma, desde que era pequeña, de acariciarme cuando volvía de ver sus pacientes y se detenía allí un momento) me interrogaba acerca de lo que Noel había logrado transmitir bajo el disfraz del amor. ¿Era verdad que Jack Schultz había sido trasladado a otra sección de la penitenciaría? ¿Habían hecho los presos políticos una huelga de hambre durante dos días la semana anterior? Yo siempre recordaba exactamente lo dicho en el diálogo entre Noel y yo, aunque -como ocurrió más adelante con mi padre- había otros presos que hablaban con sus visitantes al mismo tiempo y muchas voces se cruzaban caóticamente con la suya y la mía. Recordaba palabra por palabra, el giro exacto que Noel había dado a una frase, su cadencia… de modo tal que al descifrar su significado -intercambiando miradas para confirmar la interpretación-, mi padre, mi madre y yo podíamos tener la certeza de que cada matiz había sido deliberado. También contaban con que yo había encontrado la forma de transmitir los mensajes que me habían confiado.

Cuando me dieron el carnet de conducir y empecé a ir sola a la cárcel para visitar a Noel, después de verlo conducía lentamente alrededor de los límites de los edificios de ladrillo rojo enjaulados en alambre de púas, con altas atalayas donde descansaban las armas y las luces. Vueltas y vueltas en primera, tantas veces como me atrevía para no despertar sospechas. Observé que no había escapatoria. Si es que eso era lo que buscaba; tal vez esperaba una señal -detrás de esos muros a cuya base ni siquiera se permitía la proximidad de una hierba, tan imponentes y recónditos y sin embargo tan vulgares- que me informara dónde estaba ahora él, en una celda cuya rendija hueca de malla metálica podía ser ésta o aquélla. Me dejaba atolondrada el esfuerzo de seguir mentalmente sus pasos por los pasillos que había vislumbrado, a través de los olores de desinfectantes para retretes, de cera para suelos, de carne nauseabunda cociendo a fuego lento, cuyos efluvios había percibido. Si apartaba la mirada de los muros y la dejaba posarse en las casas de los carceleros, solía ver a unos niños jugando en los pequeños jardines, mientras chirriaban las cadenas oxidadas de sus columpios. Resultaba más fácil seguirlo hasta otra vida que él podía estar viviendo, conmigo en una granja (la que conocí de niña, con ramas de tabaco fláccidas como guantes vacíos en el cobertizo de secado); él quería ser granjero (yo había reunido toda la información posible) aunque se había licenciado en ciencias y trabajaba en una fábrica de pinturas antes de convertirse en preso político. ¿Por qué razón debía ir yo a Tanzania o ser rescatada por Marcus y su mujer en Suecia? ¿Por qué no podíamos irnos Noel de Witt y yo a cultivar la tierra, a criar hijos míos que se parecerían a él, a plantar zarzos o tabaco o maíz o cualquier cosa que él quería hacer florecer y no podía, así como un nudo de hierba resistente era incapaz de abrirse paso entre los ladrillos de esos muros?

Hice -como tú dices- lo que se esperaba que hiciera. No era una impostora. Una vez por mes iba a donde me enviaban para llevar sus mensajes y recibir los de él; una chica se presentaba ante él con los labios sonrientes, la mirada fija aunque evasiva, los pechos un poco caídos cuando se agachaba, una flor como símbolo de lo que guardaba entre las piernas. No despreciábamos a las prostitutas en esa casa -nuestra casa-: las veíamos como víctimas, por fuerza, mientras perdurara cierto orden social.

Cuando Noel de Witt cumplió la condena, las autoridades carcelarias, como hacían a menudo con los presos políticos, le abrieron las puertas a primerísima hora de una mañana, pocos días antes de la fecha prevista para su liberación, y le dejaron salir con la vieja bolsa de una línea aérea llena de ropa y el reloj que le habían quitado al ingresar dos años atrás. El sabía que lo proscribirían o decretarían el arresto domiciliario una semana después; tenía escondido en la ciudad un pasaporte australiano con el que podría abandonar el país si era lo bastante rápido. No se atrevió a ir a nuestra casa. Desde una de las verdulerías portuguesas que abren cuando llegan del mercado las provisiones, al amanecer, telefoneó a alguien que vivía en la periferia y en quien podía confiarse que ahora hiciera lo que correspondía, como yo lo había hecho antes… alguien que tenía el pasaporte australiano a buen resguardo. Al llegar a Inglaterra, Noel envió una carta a través de otro contacto, informándole a mi padre de estas cosas. Había una nota adjunta para mí, tierna y divertida, en la que me agradecía las cartas que tanto le habían alegrado, las visitas que le habían permitido seguir adelante, los dulces que con zalamerías había logrado que le entregara el jefe de carceleros Potgieter, los libros inteligentemente elegidos que había conseguido hacerle llegar porque eran esenciales para sus estudios. Frases de un veterano de hospital agradecido. Llegaron flores sin tarjeta y me dijeron que Noel había dejado una parte del poco dinero que tenía para que me las enviaran.

Esas fueron mis cartas de amor. Esas visitas significaron mis años locos. Todo esto pude entender en la casita de lata.

Un día me quejé, con un tópico:

– Estoy harta de este trabajo.

Me habías ido a buscar al hospital donde yo trabajaba y volvíamos en el coche. Cuando nos hablábamos estaba presente el atributo clandestino de hablar con uno mismo, el sarcasmo y la tentación de la culpabilidad mutua. Me reconociste en ti en lugar de mirar hacia mí.

– Hasta los animales poseen el instinto de correr un kilómetro para alejarse de la enfermedad y la muerte; es natural.

El tópico que yo había empleado inintencionadamente se me escapó; era una observación inofensiva que pertenecía al mismo nivel de comunicación que «Me duele un poco la cabeza». No había sentido de las proporciones para estas cosas en aquella cabaña; las observaciones, las imágenes, los incidentes casuales se apoderaban de mí; surgieron las páginas sin numerar. Las leía repetidas veces, su escritura aparecía en todo lo que yo miraba, pupilas de yema de huevo amarilla separándose de las blancas claras contra el borde del cuenco, leves marcas atrigadas de ascendencia rudimentaria en la panza del gato negro, la lenta fusión alfabética de identidad en identidad, cambiando una letra por vez al deletrear los nombres en la libreta telefónica. Todo hablado al amparo de tus sonidos cotidianos en el violín y los pandeos del techo de lata que desplazaba los silencios, el coro del agua corriendo en el lavabo con incrustaciones calcáreas de color masilla como las de un hervidor viejo, los gritos de borracho del vigilante en su trayectoria por encima del murmullo del tráfico nocturno, mi silencio martillaba hosco, histérico, reiterativo sin palabras: harta, harta de los inválidos, de los que corrían peligro, los fugitivos, los estoicos; harta de tribunales, harta de prisiones, harta de enseñanzas depuradas por el reglamentario aguante del miedo y el dolor.

No obstante, abandoné la casita donde era posible esta especie de ferviente rabieta personal.

Dejé la casa infantil del árbol donde vivíamos en una intimidad absorbente sin las reservas de la responsabilidad adulta, aceptando las respectivas intrusiones como un derecho de pernada, tratando la mugre del otro como propia, así como el pequeño Baasie y yo habíamos celebrado tiempo atrás la misa negra de los niños, probando con un dedo la hiel de nuestra propia caca y la salinidad de nuestro propio pis. Aunque tú y yo nos acurrucábamos en la misma cama buscando calor, nunca me molestó que te acostaras con la chica que te enseñaba español. Y tú sabes que habíamos dejado de hacer juntos el amor meses antes de que yo me largara, consciente de que se había convertido en una relación incestuosa.

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