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Hay más aún. Mi sueco, el Marcus cuyo nombre no sacabas a colación porque pensabas que sería doloroso para mí, no tenía importancia, daba igual que se fuera o se quedara. Lo que hubo entre nosotros… como dice el lenguaje del contrato emocional… Eso es fácil. Quería hacer una película sobre mi padre, en Estocolmo. Sería un collage de pruebas documentales de acontecimientos y vínculos ficticios, en la que un actor interpretaría el papel de mi padre. Yo tenía que revisar fotos de actores suecos y decir cual consideraba más parecido a Lionel Burger. Porque Marcus nunca pudo verle, desde luego. Ni siquiera tal como estaba entonces, en la cárcel. Un fin de semana fuimos juntos a una aldea del Transvaal para que le mostrara el tipo de ambiente en que había crecido mi padre. También fuimos a Ciudad del Cabo porque allí asistió mi padre a la escuela de medicina. Claro que no fue ésta la razón que el sueco le dio al rector. Entró en la escuela para filmar algunas tomas, explicando que estaba haciendo una película acerca de los sorprendentes trasplantes cardíacos de Sudáfrica. Pero la verdadera razón para ir a Ciudad del Cabo no era siquiera aquella que ocultamos, la verdadera razón fue hacer el amor en el mar. El experimentaba por la naturaleza la pasión sexual que, imagino, es peculiarmente nórdica. Algo que tiene que ver con el frío y la oscuridad, y con el breve período en que no hay noche y nadie duerme. El lo llamaba «verano de la libélula», como un largo y extraordinario día brillante en el que se cumple un ciclo vital completo.

Nosotros aceptamos la naturaleza con más indiferencia, el sol siempre está aquí. Excepto en la cárcel; incluso en África, las cárceles son oscuras. Lionel me contó que el sol nunca entraba en su celda, sólo el reflejo coloreado de algunos atardeceres, que formaban un paralelogramo cubierto por la delicada luz perlada, quebrado por la interrupción de los barrotes, sobre la pared opuesta a su ventana.

El sueco tenía las nalgas tan bronceadas como la espalda y piernas: una unidad, como si su cuerpo no tuviera secretos. Era hermoso. Y lo sea o no yo, él lo creía y extraía de mí -es la única forma que tengo para describir el orgullo y el aprecio, la sencillez de su paciencia y su habilidad- tres orgasmos, uno tras otro, cada placer prolongado hasta los límites del anterior, así como el agua roza su propia línea de la marea alta en la arena. Nunca me había ocurrido antes. Y cuando Lionel murió, me escribió. Dijo que intentaría pasar un fragmento de la película inacabada si el grupo antiapartheid escandinavo celebraba una reunión en su memoria. Se había ofrecido a conseguirme, a través de las relaciones de su mujer, un pasaporte en el extranjero, si alguna vez podía marcharme. Tal vez desde su seguridad, desde su estado benefactor en el cual los grupos de izquierdas eran como asociaciones de madres o Rotary Clubs y las perspectivas socialistas no contenían ningún peligro, ser durante uno o dos meses el amante de la hija de Lionel Burger era lo más parecido a acercarse a las barricadas. No me molesta. ¿Qué otra cosa era yo?

Te conté que mi «noviazgo» con Noel de Witt era un ardid para que pudiera mantenerse en contacto estando encarcelado. Me dijiste, con la insistente apetencia de los que sienten curiosidad por aquello con lo que no quieren tener nada que ver: Te refieres al movimiento comunista clandestino. ¿Te usaban para mantenerse en contacto con él?

Sí, naturalmente, era lo obvio, una excelente idea, resolvieron todos.

– ¿En esa casa?

Sí, claro, en nuestra casa; era lo natural, a nadie se le ocurriría sospechar. Noel era uno de los compañeros conocidos de mi padre, de cualquier manera vivía prácticamente con nosotros y no tenía nada de extraordinario que supuestamente pensara en casarse con la hija de Lionel Burger. Las prometidas tenían los mismos privilegios que las esposas de los prisioneros: visitas, cartas y demás. Sin mí Noel no habría tenido a nadie; era medio portugués, su madre tenía la entrada prohibida en Sudáfrica porque era simpatizante del Frente de Liberación de Mozambique y en una ocasión había sido arrestada por los portugueses; su padre había desaparecido en algún lugar de Australia. ¿Quién podía haberle llevado libros y papel para escribir? Mis padres sabían lo que significan estas cosas cuando estás adentro: la visión de un rostro indicativo de que el exterior todavía existe, un rostro que supone que otros siguen adelante con lo que ha de hacerse. E incluso el ingenio, la burla al director de la cárcel, que no puede negarle a una «novia» el permiso para ver a su chico, los carceleros que sienten una furtiva complacencia incluso con un comunista cuando éste mira a su novia desde el otro lado de la barrera de la sala de visitas… eso daba confianza. Esta era una de las satisfacciones que no pusiste en la lista de nuestros placeres en esa casa: ser más listos que la policía. Noel entró alegremente en el espíritu de la cuestión. Cuando notó el anillo que había aparecido en mi dedo en la primera visita, no dejó de preguntarme si estaba segura de que me gustaba. ¿Segura, completamente segura? Insistía con la gozosa persuasividad de quien sabe que ha elegido exactamente lo que su amada deseaba. Mi madre consiguió el anillo que yo llevaba pidiéndoselo a Aletta Gous, sabiendo que ésta revolvería cielo y tierra en busca de lo más acertado, en este caso un pequeño diamante redondo engarzado en un montículo de metal fíligranado color acero, pieza indispensable para prometerse en una aldea. No creo que fuera falso; en algún momento de los años treinta, Aletta había sido una jovencita de una población rural y había estado a punto de casarse con el joven que llevaba el garaje de su padre y era ujier en la iglesia de una secta holandesa reformada denominada los Pinksters. Cuando se proscribió a sí misma fugándose a la ciudad y participando en reuniones callejeras del Partido Comunista, probablemente alardeó de su garboso desdén por las convenciones burguesas violadas conservando su endeble argolla.

Mío es el rostro y mío es el cuerpo cuando Noel de Witt ve a una mujer una vez por mes. Si alguien en nuestra casa -en esa casa, tal como tú me la has hecho pensar- lo comprendió, nadie lo tuvo en cuenta. Todavía vivía mi madre. Si lo pensó, si lo vio -y al menos ella podría haber considerado esta posibilidad-, decidió no verlo. A solas en la cabaña de latas contigo, cuando no tenía nada más que pensar, cuando callaba, cuando no te interrumpía, cuando no podías sacar nada más de mí, cuando no te prestaba atención, la acusaba. Cortaba ramas en el jardín suburbano convertido en vertedero de basuras donde estaba aislada contigo. Las hierbas rompían filas cuando yo pisoteaba papeles retorcidos sucios de excrementos humanos, botellas y trapos tirados entre los aromáticos matorrales donde solían perderse las pelotas de tenis. Lo acusaba a él, a Lionel Burger, por saber, como sin duda sabía, que yo haría lo que debía hacerse.

Todos los meses me decían qué debía comunicar con el pretexto de mi carta de amor. Por la noche, sentada en la cama de mi antigua habitación en esa casa, fumando cigarrillos cuando todavía no tenía dieciocho años, escribía una y otra vez las quinientas palabras. Nunca sabía si había logrado escribir con el efecto de una simulación (para que él lo leyera como tal) lo que en realidad sentía por Noel tan tierna y apasionadamente. Las fechas de mis visitas debidas estaban señaladas en el calendario de atrás de la puerta de mi dormitorio, iguales a las que marcaban el paso de los días en mi diario, en el que (bien amaestrada) nunca escribía nada que pudiera proporcionar indicios de mi vida. Cuando finalmente llegaba la noche anterior al día propiamente dicho, me lavaba la cabeza; antes de partir hacia la cárcel me ponía perfume entre los pechos y también me frotaba un poco el vientre y los muslos. Escogía un vestido que dejaba mis piernas al descubierto, o pantalones y una camisa que enfatizaban mi femineidad con su ambigüedad sexual. Huéleme, olfatea mi carne. Encuéntrame, recíbeme. Todo ello en un irreflexivo impulso de necesidad e instinto que podríamos llamar inocente y que tú denominabas «real». Siempre llevaba una flor. En general los carceleros no permitían que él se la quedara (de vez en cuando la sentimentalidad de alguno hacia las «noviecitas», o la vicaria excitación sexual que obtenía otro haciendo de alcahuete, lo llevaba a dejar pasar el regalo). Yo mantenía la flor en mi regazo o retorcía el tallo entre las manos, donde Noel podía disfrutar de su visión y saber que era para él.

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