– ¿Jack? ¿Era Jack? -había oído una discusión de tía Velma con Jack por la mostaza seca en los potes de metal que ponían sobre las mesas.
– ¿Jack? Jack no es camarero del bar! ¿Por qué se preocuparía Baas Schutte por Jack? El que digo ya se ha ido. No puede trabajar más en los alrededores. Se ha vuelto a su tierra. ¡Le tiene mucho miedo a Baas Schutte! -Daniel batió palmas en su bandeja de hojalata.
Harry Schutte solía llevarla a su lado cuando salía en la furgoneta donde se leía el nombre del hotel y las palabras «Venta de licores». Bajaba de un salto en casa del contratista de portes, en la ferretería, en la agencia de propiedades y seguros donde trabajaba su novia; parecía olvidar a Rosa, pero siempre volvía con un helado o una pipa de regaliz para ella. La novia se apoyaba en la ventanilla de la furgoneta y coqueteaba con él a través de la niña.
– ¿Cuándo volverá tu mamá del extranjero? ¿No quieres venir a quedarte conmigo? Tengo una casa muy bonita. ¿No es verdad, Harry? Y también dos cachorros… pregúntale a Harry.
Cinco semanas después de haber llegado con su hermano, Rosa estaba sentada en la caja de Daniel mientras éste atendía a la gente que llenaba las mesas de la galería desde media mañana. Era sábado. Un grupo de colegialas voluptuosas vestidas de deporte bajaban a saltitos por la calle principal, camino de una reunión deportiva. Unas mujeres negras vendían tortitas de maíz mientras sus bebés se arrastraban por debajo de las toallas de colores que usaban como chales. Granjeros cuyos sombreros ocultaban sus ojos esperaban a esposa e hijos que entraban y salían precipitadamente de las tiendas, chupando golosinas y apretando paquetes. Niños negros que iban detrás de sus padres humildes, desastrados y descalzos, cubiertos por encima de las rodillas con uniformes escolares que sólo se podían dar el lujo de comprar una vez en años, de modo que los pequeños parecían alfeñiques con vestimentas enormes, y los más grandes llevaban versiones reventadas y casi irreconocibles de los mismos. Jóvenes petimetres blancos aceleraban levantando polvo bajo las ruedas de sus coches, cuyas radios dejaban oír fragmentos de música. Jóvenes negros en simbólica imitación del mismo estilo -una bicicleta con manillar de carrera, un transistor en bandolera, cierta manera de gandulear contra las columnas del bar griego donde vendían cucuruchos de pescado con patatas fritas, enfrente del hotel- cruzaban de vez en cuando, obligando a los coches a eludirlos, para recoger colillas de cigarrillos que tiraban los parroquianos del hotel en la galería. Daniel sudaba en su ajetreo; los clientes subían los peldaños más allá de Rosa: grandes piernas marmóreas de una joven que le pidió a gritos una coca-cola con doble ron, primorosas chiquillas con bolsos en miniatura que entraban de la mano en el hotel. Pregúntale al chico dónde está el servicio. Los padres ante sus cervezas como si no se conocieran, las abuelas desparramadas en sus asientos como pan fermentado; los frágiles abuelos a quienes gritaban sus hijas de edad mediana, las jovencitas mohínas que no miraban a su familia, sorbiendo en pajitas con los ojos entrecerrados, pretendiendo hacer caso omiso de las miradas de los transeúntes. Esposas de granjeros con cajas de pasteles intercambiaban gritos de saludo por encima de la cabeza de Rosa. El perro del camarero la ignoraba en el erizado placer de acercarse al pomerania del empleado del ayuntamiento de cuya estirpe era descendiente lejano. Esta vida ordenada rodeaba, cubría, envolvía a Rosa; el orden del sábado, el orden de la jerarquía familiar, el orden de los negros en la calle y los blancos a la sombra de la galería del hotel. Su flujo la contenía mientras hacía tamborilear sus talones desnudos encima de la caja de Daniel, sus voces la protegían. De repente se asomó su tía con la confidencial sonrisa de comediante de una mujer de mandíbula prominente.
– ¿Sabes una cosa? Mami vendrá a buscaros.
Al nivel de sus ojos pasó un crío que retenía en su puño un dedo de la manaza de su padre.
– ¿Y
papi?
– Todavía no, Rosa.
Los cargos contra su madre habían sido retirados. Su padre salió en libertad bajo fianza poco después de que ella y su hermano volvieran a casa; el proceso duró veintiocho meses hasta que el tribunal anuló las acusaciones contra él y otros sesenta encausados entre noventa y uno sometidos a juicio. Entonces hubo una fiesta en casa de los Burger, más alegre que cualquier boda, más catártica que culquier velatorio, más triunfal que cualquier stryddag celebrado por los granjeros del distrito de Nel en honor del poder blanco, herencia de sus antepasados que Lionel Burger traicionó.
Ahora eres libre. El conocimiento de que mi padre no estaba allí, no estaría allí nunca más, que no quedaba sencillamente oculto por los muros y las ventanas con rejas; el infantil dolor de tripas que me abandonó en medio de todos los que necesitaban gemir, aullar, mientras yo no podía decir nada, no podía decírselo a nadie: repentinamente fue otra cosa. Ahora eres libre.
Yo le tenía miedo: el tipo de descubrimiento que lo deja a uno frío y precavido.
¿Qué hace uno con este conocimiento?
La autoritaria alegría de Flora Donaldson en manejar la vida de otros me vio partiendo a otro país: siempre en África, por supuesto, porque era el sitio donde mi padre había ganado para todos nosotros el derecho a pertenecer. ¿Acaso no era éste nuestro pacto, ocurriera lo que ocurriese? Me viste en la cárcel. Realmente, finalmente, inevitablemente. Tú no me visualizabas marchándome, viviendo una vida distinta a la que la única necesidad -¿necesidad política?- me había hecho llevar hasta ese momento. Tú, siempre mirándote el ombligo a la caza del «destino individual»: ¿no comprendiste que todo lo que aquella chica hacía surgía de lo que existe entre hija y madre, hija y hermano, hija y padre? Cuando me mostraba pasiva, en esa cabaña, si hubieras sabido… Yo luchaba con un monstruoso resentimiento contra la llamada -¡no del Partido Comunista!- de la sangre, de los genes compartidos, del semen del que había brotado y del cuerpo en el que había crecido. Estaba a las puertas de la cárcel con un edredón y un mensaje escondido para mi madre. Tony está muerto y no hay otro hijo para ella, salvo yo. Doscientos diecisiete días con el pañuelo de cachemira en el bolsillo, mientras los testigos ocupaban y desocupaban el banquillo condenando a mi padre. Mi madre está muerta y sólo quedo yo para él. Sólo yo. Mis estudios, mi trabajo, mis amores deben adaptarse a las visitas bimensuales a la cárcel, de por vida, mientras él viva… si hubiera vivido. Mis profesores, mis jefes, mis hombres tienen que aceptar esta prioridad. No tengo pasaporte porque soy la hija de mi padre. La gente que se relaciona conmigo debe estar preparada para ser sospechosa porque soy la hija de mi padre. Y hay más, más de lo que sabes… yo quería ser abogada, pero no tenía sentido: era muy improbable que a mí, la hija de mi padre, me permitieran ejercer el derecho. De modo que tuve que ser otra cosa, cualquier cosa, algo que pasara como políticamente inocuo, por qué no en el campo de la medicina, yo, la hija de mi padre. ¡Y ahora él está muerto! ¡Muerto! Merodeé por aquel jardín abandonado -descendiente de la vieja Lolita cazando dioses hotentotes en la hierba que había cubierto la pista de tenis- y supe que tenía que haber deseado su muerte, que el regocijo y la tristeza eran lo mismo para mí.
Teníamos en común terribles secretos infantiles en la casita de latón. Tú puedes follar con tu madre, yo puedo desear la muerte de mi padre.
Hay más. Más de lo que adivinaste o me sonsacaste en tu curiosidad y envidia, hablando con las luces apagadas, más de lo que yo misma sabía o quería saber hasta que empecé a escucharte, incapaz de detenerte, aunque la forma de tus pies conservada por el sudor en tus calcetines tirados, la duda de que el dinero del bolsillo pequeño sin el botón en la cintura de tus téjanos fuera a parar donde el vigilante confiaba que fuera… estas familiaridades veniales de la exudación corporal o la tortuosidad mental me eran repugnantes aunque no las criticaba ni las revelaba por lealtad. Como cuando mi hermano Tony birlaba sellos del escritorio de mi padre y los vendía un céntimo o dos más caros que los de Correos a los sirvientes de los alrededores que escribían a sus hogares de Malawi y Mozambique, o cuando se delataba a sí mismo soltando pedos de angustia cada vez que mentía, pobrecillo. La mañana del sábado que Tony se ahogó lo vi llevar a sus amigos a nadar y le dije que no fanfarroneara zambulléndose. Me lo prometió, pero yo me olí algo raro.