Las dos habitaciones donde no se permitía la entrada de huéspedes eran tal como cualquier niño habría deseado, como ella misma las habría planeado: abarrotadas, repletas de tesoros cuyo origen era tan individual como anónima la uniformidad del mobiliario del hotel, un mausoleo de fotos de boda y de bebés, souvenirs y curiosidades naturales. No había libros ni flores, no se parecía en nada a la casa -la casa de su padre-, pero guardaba tanta relación con el hotel como el armario lleno de tesoros de un chico con el ámbito de sus padres. La luz se filtraba por los barrotes de las ventanas contra ladrones, acogedoras con sus lianas de cortinas de tul y los sinuosos rododendros. Se tendía en la espesa alfombra del rojo que surge al cerrar los ojos para protegerse del sol, y miraba revistas de mujeres y el «Farmer's Weekly». Con un dedo menos en una garra, un periquito levantaba un párpado y luego el otro. Un cenicero de concha deperlelemoen, un juego de té de Limoges en miniatura, un fragmento de fósil, una caparazón de tortuga, plumas de ibis sagrado con la punta negra que alguien había metido en un vaso de Vat 69… cada objeto cargado de recuerdos que ella sentía sin conocer la historia; el fértil desorden de fines personales perseguidos se encontraba allí, en su lugar.
Aunque nadie podía ir a esos cuartos, Rosa estaba autorizada a entrar y salir cuando quisiera. Por las mañanas, con el perro del hotel caracoleando en tres patas, vagaba por las amplias calles de tierra de detrás del camino principal. No se cruzaba con casi nadie; una mujer blanca que iba a la compra a pie, una bicicleta zigzagueante. Las casas -pequeñas y estropeadas, con techo de hojalata, oscuras galerías y ventanas que nunca se abrían, o a la buena de Dios, con aguilones chabacanos que parecían buñuelos- no daban señales de vida salvo por el cloqueo de las gallinas y el frenesí de los perros que, como el que la acompañaba, estaban emparentados con el común progenitor de un cruce de pomerania y fox-terrier muy ladrador. Un cruce paralelo de jardines producía, a lo largo de las calles, la misma lujuria deslumbrante de buganvillas de color cereza, un dorado diluvio de trepadoras, hibiscos morados, el mismo mazapán rosa y crema rodeado del dulce confeti de sus propias flores colgantes, los mismos helechos aliagas y verdes papayos: los jardines «tropicales» artificiales de elegantes hoteles en balnearios de cualquier otro paraje del mundo. Se desenredaban en manchones de maíz y calabaza donde terminaba la aldea, en metal caqui y herrumbrado fundiéndose con el veld. Cuando llegaba a estos serenos, silvestres y dormidos límites, repentinos crujidos conscientes de ella -la presencia de ratas o culebras, en una ocasión un nido de minimos que bufaron y huyeron- le volvían la espalda.
Pero había mojones. Llegaba hasta un espacio de empedrado roto en el interior de bucles de cadena oxidada donde se devanaba los sesos con las letras grabadas en un obelisco de piedra, aunque ella era, como le decía tío Coen, «una señoritina bóer» que conocía su lengua materna, el afrikaans. La inscripción estaba en holandés y se remontaba a la época de la República Bóer del Transvaal; conmemoraba el emplazamiento de la primera Gereformeerde Kerk [Iglesia Reformada». (N. de la T.)]
del distrito. Otra calle terminaba en la iglesia adonde la llevaba la familia Nel los domingos, con un sombrero prestado. Era un edificio nuevo, de esos que marcaban la existencia de una aldea desde kilómetros de distancia, en cada curva del paisaje. Su punta recubierta de cobre se hincaba en el cielo como un clavo trilátero gigantesco y brillante. La calle paralela al sendero más directo desde el veld hasta la localidad era el sitio donde negros o negras viejos la saludaban como si fuera adulta, donde los niños negros reían entre dientes y hablaban de ella, estaba segura, cuando pasaban a su lado con un pan o un paquete sobre la cabeza. Una vez un grupo que jugaba a una especie de «pilla pilla» rompió un paquete y cuando intentó ayudarles a recoger los gruesos granos de la harina de maíz derramada, se dio cuenta de que no sabían hablar afrikaans ni inglés.
Estaba descansando en el asiento que había descubierto por sí misma -las sólidas raíces superficiales de un marula, otro mojón-, cuando el anciano oom que solía sentarse a charlar en la galería del hotel con quien quisiera escucharlo, pasó por allí. Caminaba tan lentamente, aparentemente usando su rígida cadera como bastón más allá del cual arrastraba la otra pierna, que lo reconoció desde lejos. Se detuvo a su lado y le habló en afrikaans.
– ¿Qué hace una niña fuera de la escuela a esta hora? -ella sólo pudo reír sin responder, como habían hecho los negritos cuando les dirigió la palabra-. ¡Niña mía! ¡Venga! ¡Ve a casa! Tu madre te está esperando. Tu pobre madre espera que vuelvas de la escuela.
Se levantó y se sacudió el vestido. El perro olisqueó los pantalones del viejo y se alejó de un salto, ladrando. Ella no le dijo: mi madre está encarcelada. El no podía entenderlo. La cárcel estaba camino abajo, detrás de la comisaría donde ondeaba la bandera. Un pequeño edificio de piedra y en el patio del fondo, donde guardaban el coche celular, barracas de hojalata con ventanas enrejadas. Los reclusos eran negros descalzos con pantalones cortos y flojos a quienes cualquiera podía ver cortando la hierba con pedazos de hierro afilado alrededor de las oficinas municipales.
Daniel, el camarero del bar que atendía las mesas de la galería, se sentaba en una caja de cerveza volteada, en la acera, cuando no había parroquianos. Usaba una chaquetilla de color rojo con solapas negras de gro que olía penetrantemente a sudor cuando movía los brazos, corbata de lazo, gorra roja y negra con visera, zapatos de charol negro cuyo lustre se agrietaba sobre las extrañas protuberancias de sus pies. Al igual que Selena y Elsie, iba andando a través del polvoriento veld desde la localidad, todos los días. Rosa brincaba en la acera, yendo y viniendo delante de él mientras hablaban. Le describió Johanesburgo, que él nunca había visto.
– Cuando usted se vuelva yo también iré. Iré a trabajar a su casa. Con su padre.
Ella respondió que no, que Lily Letsile trabajaba para su madre y su padre. El le informó que tenía cinco hijos y que enviaría a uno de los chicos a trabajar en su jardín.
– ¿Cuántos años tiene?
– Se está haciendo grande. Me parece que ahora se acerca a los trece.
– Entonces tendrá que ir a la escuela en vez de trabajar en el jardín. Los niños no trabajan. Pero es demasiado grande para ir a la escuela con Baasie y a la mía sólo van niñas.
Daniel rió y rió, como si hubiera dicho algo muy divertido.
De pronto le dijo:
– Mis padres están en prisión.
Daniel bajó y meneó la cabeza, soltó unos gañidos, refunfuñó y le clavó una mirada de reproche.
– No diga eso de sus padres. Siempre la cuidan bien, la envían a una escuela hermosa, hacen todo por usted. No diga eso.
El camarero blanco tenía patillas negras y la piel brillante; usaba un cinturón con una hebilla en forma de cabeza de león. Una vez se lo quitó y persiguió a Tony y al primo para echarlos del bar cuando estaban fastidiando, pero sólo era un juego. Daniel le contó a Rosa que Baas Schutte usaba el cinturón si descubría a alguno de los camareros robando bebidas; éste era el tipo de charla que permitía pasar las horas, en la calle.
– ¿Tú lo viste? -no estaba del todo convencida de que alguien pudiera golpear a un adulto, aunque sabía que alguna gente abofeteaba a sus hijos.
– ¡Allí, en el patio! ¡Lo tenía agarrado y el muchacho no pudo escapar! ¡Baas Schutte es muy fuerte! -Daniel rió otra vez.
– ¿Cuál de los camareros?
Los conocía a todos; le llevaban su comida, entrando y saliendo a paso quedo por las puertas de batiente del comedor a la cocina, con sus ráfagas de olores y ruidos; jugaban por dinero con tapas de botella o se echaban a fumar bajo el sol fuera de la cocina.