– Pero siempre entre partidarios leales, entre fíeles políticos.
Ella continuó con la lista:
– Y había muertes.
En medio de la noche Conrad empezó a hablar.
– Pero no es verdad… tú tenías tu fórmula para asimilar todo eso.
Rosa prestaba atención al bullicio y las barreduras de la bauhinia contra el techo de lata.
– ¿No es así? Una forma prescrita para enfrentarse con la carne débil y díscola que se enferma y se consume y se ahoga. Algunos gritan y se golpean el pecho, otros intentan comunicarse con el otro mundo golpeteando mesas de tres patas y así sucesivamente. Entre vosotros, lo que no puede morir es la causa. Tu madre no vivió para continuarla, pero otros sí. El chiquillo, tu hermano, no creció para continuarla, pero otros lo harán. Es la inmortalidad. Si puedes aceptar que existe. La resignación cristiana sólo es un ejemplo. Una causa más importante que un individuo es otro ejemplo. La misma estafa, el futuro en vez del presente. Vidas que no puedes vivir en lugar de tu propia vida. No lloraste cuando condenaron a tu padre. Lo vi con mis propios ojos. La gente decía, qué valiente. Otros dicen que eso es ser un pescado frío. Pero todo es condicionamiento, lavado de cerebro: algo así como una foca amaestrada, con toda probabilidad.
– ¿Qué haces tú cuando ocurre algo terrible? -antes de que él contestara Rosa volvió a hablar desde el diseño de su perfil visto como los valles y los picos de un horizonte nocturno junto a él-. ¿Qué harías? No me refiero a nada semejante a lo que alguna vez te haya ocurrido.
– Querría arrastrar al mundo entero en mi caída. Eso es lo que haría.
– Sería inútil.
– Me importa un cuerno qué es lo «útil». La voluntad me pertenece. La emoción me pertenece. El derecho a ser inconsolable. Cuando siento no existe un «nosotros», sólo existo yo.
Susurraban en la oscuridad como niños que se cuentan secretos. Conrad se levantó y cerró la ventana a la azotante y oscilante negrura ventosa.
Tenía un magnetofón en el suelo, al lado de la cama; palpó los botones y apareció la tintineante sorpresa cambiante de la música de Scott Joplin. Las simples progresiones alegres treparon y se pavonearon por la habitación. Los pies de ella jugueteaban con las sábanas, adquiriendo lentamente el ritmo de las patas de un gato dando masajes. El arrancó las sábanas de la cama y juntos observaron las siluetas de sus ondulantes pies que se meneaban como lenguas, que hablaban como manos. En seguida se levantaron y empezaron a bailar en la oscuridad, volando y enlazándose, un saltito y un golpecito con los pies y un remolino, una risilla, un jadeo tan misterioso como el movimiento de las ratas en las vigas o el de un enjambre de abejas que busca amparo bajo el tejado de hojalata.
La del sombrero de ir a la iglesia que fue a escuchar la sentencia que pronunciaron sobre Lionel Burger era aquella a cuya casa enviaron a los niños la única vez que arrestaron juntos a ambos progenitores. Era hermana de Burger; ella y su marido tenían una granja y llevaban el hotel de la aldea del mismo distrito.
Desde muy pequeña los padres habían preparado a Rosa para el sobresalto de tales contingencias mediante el supuesto de que la cárcel formaba parte de las responsabilidades de la vida adulta, como visitar a los pacientes (su padre) o ir a trabajar todos los días a la ciudad (cuando a su madre le prohibieron trabajar como sindicalista, administró la oficina de compras de una cooperativa para negros y mestizos). A los ocho años Rosa sabía decirle a la gente el nombre por el que se conocía el juicio en el que sus padres eran dos de los acusados, el Juicio por Traición, y explicar que les habían negado la libertad bajo fianza, lo que significaba que no podían volver a casa. Quizá Tony no sabía dónde estaban; la tía Velma estimulaba la idea de que estaba «de vacaciones» en la granja, actitud que los padres no habrían considerado «correcta» y que su hija, ofendida ante cualquier desviación de la forma de confianza de sus padres como una crítica y una traición, intentaba contrarrestar. Pero al chico de cinco años le permitían ayudar a hacer ladrillos: tal vez si hubiese vivido hasta ser un hombre jamás habría superado -¿renunciado a?- ese feliz aislamiento de lo que él mismo veía, tocaba, sentía, a diferencia de todo lo exterior.
Baasie quedó atrás. Rosa se puso furiosa -dando paso a las lágrimas a través de un berrinche- pero Lily Letsile le dijo que a Baasie no le gustaría estar en el veld [campo, zona rural. (N. de la T.)] -Sí le gustaría.
– No, le da miedo, le dan miedo las vacas, las ovejas, las serpientes.
Un embuste. Lily y la tía Velma apelaban a los embustes; Rosa estaba convencida de que sus padres nunca mentían. Baasie, el chico negro que tenía casi la edad de Rosa y que vivía con la familia Burger, iba a la escuela privada que funcionaba ilegalmente bajo la dirección de uno de los compañeros de los Burger, y a la que la propia Rosa había asistido hasta que se hizo mayor y tuvo que ir a la escuela para niñas blancas. Baasie no le tenía miedo a nada excepto a dormir solo, a los perros alsacianos y a las clases de natación. Cuando él y Rosa eran tan pequeños como Tony a menudo compartían la cama, huían juntos de esa raza específica de perros y luchaban frenéticamente por el ancladero de vello húmedo del cálido pecho de Lionel Burger en la piscina fría. Enviaron a Baasie a casa de su abuela; aparentemente no tenía otra madre (de todos modos tenía a la de Rosa), y su padre, un organizador del Congreso Nacional Africano oriundo del Transkei, iba y venía demasiado para poder ocuparse de él.
Los parientes Nel vivían entre la granja y el hotel. Tres iniciales y un apellido sobre el portal del bar y la entrada principal de la galería del hotel representaban al tío Coen. Iba y venía de sus cobertizos para tabaco y ganado a la ciudad en un cochazo norteamericano de color amarillo, con protectores de goma para que no entrara barro en el chasis. La tía Velma dirigía la administración del hotel y conducía a toda velocidad una furgoneta con cortinas fruncidas, del hotel a la granja, a la estación de trenes con el fin de recoger pescado fresco para el segundo plato de la carta, a escuelas dispersas, todos los viernes, a buscar chicos, y los domingos a la iglesia. Tony tenía sus ladrillos y un primo que aún no había llegado a la edad escolar; gradualmente Rosa fue eligiendo, cuando el coche o la furgoneta volvían a la granja, quedarse en el hotel.
Cada vez pasaba más tiempo atrincherada en las dos habitaciones cuyas puertas decían ESTRICTAMENTE PRIVADO – STRENG PRIVAAT, en el extremo de la galería. Estas habitaciones no tenían número. Había, en cambio, en el lado exterior de una, un reloj de madera con grandes agujas, un cuco de alambre y plumas, y una inscripción en pirografía: Querido amigo, si viniste y no estábamos, por favor antes de volverte escribe tu nombre. Y la hora. ¡Vuelve! COEN Y VELMA NEL. De una cuerda colgaba un bloc pero faltaba el lápiz. El artilugio era fácilmente reconocible para cualquier chico como algo del propio sistema de significados de la infancia. Más allá de todo talismán hay un mundo personal no relacionado y por lo tanto no afectado por lo que se pierde o se gana, lo que desaparece o es sustituido, en acontecimientos a cuya merced se encuentra el niño. Ella sabía reconocer un símbolo, una contraseña, cuando los encontraba. Nunca salía del hotel de los Nel sin alargar la mano y situar las agujas de madera en la hora de salida. (A ella y a Baasie les habían regalado relojes para navidad. Siempre se acordaba de quitarse el suyo antes de bañarse; Baasie no lo hacía.)
Desaparecía debajo del falso reloj de cuco mientras corría pasillo abajo en medio de un juego con los hijos de los huéspedes del hotel. Niños que también desaparecerían por la mañana. Pero en esas dos habitaciones que mostraban la leyenda STRENG PRIVAAT nadie podía pasar una noche como en los otros cuartos del hotel, dirigiéndose temprano, a la mañana siguiente, al Parque Kruger o a la siguiente parada de la ronda rural de un viajante de comercio, las camas rápidamente deshechas por las camareras Selena y Elsie bajo las luces que dejaron encendidas los que se fueron, la bandeja del café matinal y las botellas de cerveza vaciadas por la noche en el pasillo. Todas las habitaciones numeradas eran iguales, todo el papel higiénico rosa; las alfombras angostas junto a las camas tenían motas color mostaza; entre las camas gemelas una radio sujeta a la pared y encima de cada cabecera una reproducción en colores de una escena callejera con idénticos árboles, taxis, gente bebiendo, chicas con tacones altos, y caniches. Rosa sabía leer muy bien pero los carteles de las tiendas estaban escritos en un idioma extranjero; la única palabra reconocible era «París»… un lugar distante, en Inglaterra, explicó a Selena y a Elsie mientras las seguía de habitación en habitación, hablando alto para que la oyeran a pesar del ruido de la aspiradora y de la radio que dejaban encendida mientras trabajaban.