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Era como una enfermedad que nadie mencionaba entre los parientes de mi padre con quienes nos quedamos de pequeños. Una enfermedad que resultó fatal: vinieron a presentar sus respetos, mi tío y mi tía, los bondadosos y amables Velma y Coen Neis, cuando acudieron a mi lado para oír la condena a cadena perpetua.

Tony era muy feliz ayudando a cocer ladrillos en un juego serio de pastelitos de barro, con los trabajadores de la granja que lo llamaban «amito» (aunque éste era el nombre de Baasie) y jugando con niños negros semidesnudos que quedaban atrás cuando él y el primo Kobus entraban en la finca para tomar leche con tarta. En seguida comprendí que Baasie, con quien yo había vivido en esa casa, no podía venir aquí; entendí lo que quería decir Lily al afirmar que no le gustaría. Olvidé a Baasie. Fue fácil. Aquí nadie tenía un amigo, un hermano, un compañero de cama, un partícipe de padre y madre como él. Los que se debían mutuamente amor y cuidados eran identificables mediante la sencilla regla del parecido familiar, desde los ancianos debilitados hasta el bebé de cara arrugada en el cochecillo de la pareja recién casada. Todos los sábados veía con mis propios ojos a esta gran familia humana definida por la piel blanca. En la iglesia adonde nos llevaba mi tía los domingos por la mañana, niños pulcros y primorosos, nos sentábamos entre los vecinos blancos de las granjas de los alrededores y de la aldea, a quienes el predicador nos decía que no debíamos hacer a los demás lo que no queríamos que nos hicieran a nosotros. El camarero al que el otro había golpeado con su cinturón no aparecía por allí; estaría en su lugar, debajo de los árboles, fuera del alcance de la vista de las granjas, donde los negros cantaban himnos y golpeaban viejos tambores, en la iglesia de hojalata de la localidad. Harry Schutte no asistía a la iglesia (los sábados por la noche, cuando los equipos de rugby de los granjeros ponían fin a la actividad deportiva), llegaba desde el bar el estruendo de canciones y el estrépito de vasos rotos, pero había trabajado duro para dormir en la casa y nunca olvidaba el helado para una chica que podría haber sido de su familia (al fin y al cabo él y mi padre habían nacido en el mismo distrito). Daniel conocía la fuerza del brazo tatuado del que estaba a salvo en tanto no cogiera la botella del hombre blanco y se contentara con tragar las heces que quedaban en la copa.

Para el hombre que se había casado con la hermana de mi padre, la granja «Vergenoegd» era un don de Dios que pertenecía a ella por herencia, hipoteca, préstamo bancario y los beneficios que él obtenía; el hotel era de mi tío según el cartel pintado sobre la entrada en el que aparecía su nombre como concesionario, la tienda de bebidas era suya por la extensión del mismo permiso de venta. Sus hijos heredarían todo por un derecho igualmente indiscutible; el chico que jugaba con Tony haría prosperar el tabaco, el pelitre -cualquier cosa que el mundo crea necesitar y pague-, aquello que Noel de Witt nunca se daría el lujo de cultivar.

Cuando la prima que tenía mi edad venía a casa desde el internado para pasar el fin de semana, hacíamos de señoronas en el hotel y en la granja, algo que ella asumía con toda naturalidad. Daniel recibía la orden de servir coca-cola; importunaba al cocinero del hotel para que pusiera pasteles en el horno; un trabajador de la granja reparaba su bicicleta, un chico del kraal le llevaba huevos de hormiga para alimentar a la inofensiva serpiente de una condiscípula, una criada de la cocina debía lavar y planchar el vestido que se le ocurría usar. Su madre no tenía otra pretensión ni otra obligación salvo la de complacer a su hija.

Con esta prima compartía la segunda mitad de mi nombre; era el nombre de nuestra abuela común, muerta tiempo atrás. Marie me mostró la tumba de nuestra abuela, cercada junto con otras de la familia, en la granja. El nombre MARIE BURGER estaba grabado en un espejo de lisa piedra gris con vetas brillantes. En la fosa había domos de cristal empañados por la condensación, debajo de los cuales se habían desteñido unas rosas de plástico.

Tú pensabas que me habían puesto el nombre en memoria de Rosa Luxemburg, y el nombre por el que siempre me conocieron así como la primera mitad disfrazada de mi nombre de pila, parece reflejar el deseo de mis padres, si no una intención abierta. Nunca me hablaron de ello. Mi padre solía citar a la otra Rosa; aunque no tenía otra opción que adoptar el papel dominante del leninista revolucionario profesional, estaba convencido de que la fe de ella en el movimiento de masas elemental era el enfoque ideal en un país donde las masas eran negras y la selecta minoría revolucionaria desproporcionadamente blanca. Pero mi nombre de pila contenía también la reivindicación de MARIE BURGER y sus descendientes a ese orden, afianzado en las sanciones de la familia, la iglesia, la ley… todas contenidas en la sanción última del color, que se mantenía, sin planteamiento de ninguna naturaleza en el territorio, la aldea y la granja, donde yacía. Paz. Tierra. Pan. Tenían las tres cosas.

Hasta los animales poseen el instinto de apartarse de los sufrimientos. El sentido de la huida. Tal vez fuera una enfermedad no poder vivir la propia vida a la manera de ellos (aunque no a tu manera, Conrad), con la justicia definida en términos de respeto a la propiedad, la inocencia defendida en sus privilegios infantiles, el amor en su procreación y los cuidados sólo entre sí. Es una enfermedad no estar capacitado para pasar por alto esta condición de una vida sana y corriente: el sufrimiento de los demás.

Rosa Burger era de las personas que a mediodía comían en una plaza pública. El fresco viciado de las oficinas con aire acondicionado que acababa de dejar se evaporaba bajo el sol y los tibios sonidos de las palomas. Había una estatua. Las siseantes espitas de una fuente donada por una compañía minera suavizaba el ruido del tráfico y las voces; comió los sandwiches y la fruta que había comprado en una tienda que le quedaba de paso, todo envuelto en una ceñida membrana de plástico; otros compartían un picnic de amantes que sacaron de una cartera que los separaba en un banco del parque. Los niños y los ávidos pichones que se contoneaban eran alimentados con los mismos bocados de cardenal, unas chicas indias comían delicada y reservadamente con los dedos comidas al curry que habían comprado ya preparadas. En la hierba, unas mestizas se burlaban, cotilleaban y reían blandiendo huesos de pollo; unos negros con sus medias barras de pan en pedazos menudos tiraban del centro blanco como torundas de algodón. Había cubos de basuras con leyendas publicitarias (¿Por qué estar solo? Sal esta noche con una de nuestras encantadoras acompañantes) donde se arrojaban las sobras, que a su vez eran recogidas -mientras las palomas se ocupaban de lo que quedaba en la grava y la hierba- por diversas personas en diversos grados de necesidades. El chico que conducía al mendigo ciego buscaba patatas y pollo apenas mordido, otros negros agitaban paquetes de cigarrillos vacíos, y había mujeres y hombres blancos -andrajosos pensionistas y viejas con rala cabellera anaranjada y labios rojos inexpertamente dibujados a la luz de una vista defectuosa, que podían ser prostitutas en desuso- que escarbaban y se asomaban para hallar algo que les diera satisfacción. Las mujeres guardaban lo que encontraban en las bolsas de la compra hechas jirones; los hombres estiraban los periódicos recogidos.

Algunos negros dormían profundamente sobre la hierba, boca abajo; podían haber estado muertos. En los bancos que otros evitaban, vagabundos blancos con ojos azules de borracho y el fugaz atildamiento del pelo alisado en los servicios municipales, se acercaban entre sí con aspecto confidencial, iban y venían con la perruna y arrastrada dedicación de un único propósito: encontrar dinero para comprar una botella. De vez en cuando uno de ellos -que eran accesorios fijos del lugar, lo mismo que las palomas- se apartaba de los demás, borracho, dormido, o en una actitud de inercia e inmovilidad que no era ninguna de ambas cosas. Al ver a uno de ésos, Rosa eligió un banco al otro lado del paseo. Pero no tenía por qué pensar que el hombre se pondría pesado; tomó su almuerzo, dos críos corrieron de un lado a otro haciendo girar sus molinetes delante de él, una chica que lucía el nombre DARLENE en letras doradas, suspendido a ambos lados de una cadena también dorada alrededor de su cuello pecoso, besó a un joven durante todo el tiempo que tardó un camión de mudanzas, imposibilitado de girar en el semáforo porque había un coche aparcado, en maniobrar para retroceder en toda su longitud en la calle por la que había llegado; uno de los niños fue cogido por su madre y le dio unos azotes en el muslo; un gordo de traje azul dejó caer un helado de cucurucho que al instante fue picoteado por las palomas; el reloj, que sólo se oía en el radio de tres manzanas a la redonda de la vieja oficina de correos, dejó escapar la única nota temblorosa de la una en punto y en su momento dio la media hora; el hombre seguía inmóvil, sentado con una pierna sobre la otra a la altura de la rodilla, los brazos cruzados, la cabeza hundida hacia delante como la de quien se echa una siesta durante un discurso. Una paloma se posó en su hombro y volvió a alzar el vuelo, torpemente.

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