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– En parte porque es la primera edición del primer libro de la escritora viva más famosa en lengua inglesa. Pero, sobre todo, porque es defectuoso. Las ediciones posteriores se titulan Cuentos de cambio y desesperación. No figura ningún número trece. Imagino que ya habrás reparado en que solo hay doce historias.

Asentí con la cabeza.

– Al principio, es de suponer, debían de haber sido trece. Luego decidieron editar solo doce, pero hubo una confusión con el diseño de la cubierta y el libro se imprimió con el título original y tan solo doce historias. Tuvieron que retirarlos.

– Pero tu ejemplar…

– Se les escapó. Pertenece a un lote enviado por error a una librería de Dorset, donde un cliente compró un ejemplar antes de que la tienda recibiera la orden de embalarlos y devolverlos. Hace treinta años el cliente cayó en la cuenta de que podía ser valioso y se lo vendió a un coleccionista. El patrimonio del coleccionista se subastó en septiembre y compré el ejemplar con las ganancias del trato de Aviñón.

– ¿El trato de Aviñón?

Papá había tardado dos años en negociar el trato de Aviñón. Era uno de sus éxitos más lucrativos.

– Te pusiste los guantes, ¿verdad? -preguntó con timidez.

– ¿Por quién me has tomado?

Sonrió antes de proseguir.

– Tanto esfuerzo para nada.

– ¿A qué te refieres?

– A la retirada de todos esos libros por el error en el título. La gente sigue llamándolo Trece cuentos aun cuando hace medio siglo e se edita como Cuentos de cambio y desesperación.

– ¿Y por qué?

– Es consecuencia del halo de fama y misterio que la envuelve. Dado lo poco que se sabe de Vida Winter, anécdotas como la historia de la primera edición retirada adquieren una importancia desmesurada. Ha pasado a formar parte de la mitología de Vida Winter. El misterio del cuento número trece. Así la gente tiene algo sobre lo que hacer conjeturas.

Se produjo un breve silencio. Luego, con la mirada un poco perdida y hablando en voz baja para permitirme atender a sus palabras o dejarlas pasar, papá murmuró:

– Y ahora una biografía… Qué sorpresa.

Recordé la carta, mi miedo a que su autora no fuera de fiar. Recordé la insistencia de las palabras del joven: «Cuénteme la verdad». Recordé los Trece cuentos que me atraparon desde la primera línea y me mantuvieron cautiva toda la noche. Estaba deseando ser secuestrada de nuevo.

– No sé qué hacer -le dije a mi padre.

– Es diferente de lo que has hecho hasta ahora. Vida Winter está viva. Tendrías que hacer entrevistas en lugar de perderte por los archivos.

Asentí.

– Pero tú quieres conocer a la persona que escribió los Trece cuentos.

Asentí de nuevo.

Mi padre descansó las manos en sus rodillas y suspiró. Él conoce el poder de la lectura. La forma en que te atrapa.

– ¿Cuándo quiere que vayas?

– El lunes -dije.

– Te llevaré a la estación, ¿vale?

– Gracias. Y…

– ¿Sí?

– ¿Puedo tomarme unos días libres? Debería leer un poco más antes de presentarme allí.

– Sí -dijo papá con una sonrisa que no logró ocultar su inquietud-. Por supuesto.

A renglón seguido tuvo lugar uno de los períodos más maravillosos de mi vida adulta. Por primera vez tenía en mi mesita de noche una montaña de libros en rústica brillantes, sin estrenar, comprados en una librería normal. Ni una cosa ni otra, de Vida Winter; Dos veces es para siempre, de Vida Winter; Obsesiones, de Vida Winter; Fuera del arco, de Vida Winter; Reglamento de la aflicción, de Vida Winter; La niña del cumpleaños, de Vida Winter, y La función de marionetas, de Vida Winter. Las cubiertas, todas ellas del mismo artista, irradiaban fuerza y poder: naranjas y escarlatas, dorados y violetas intensos. También había comprado un ejemplar de Cuentos de cambio y desesperación; el título parecía desnudo sin el «Trece» que convierte el ejemplar de mi padre en un libro tan valioso. Ya lo había devuelto al armario.

Como es lógico, siempre esperamos algo especial cuando leemos por primera vez a un autor, y los libros de la señorita Winter producían en mí el mismo estremecimiento que había sentido cuando descubrí los diarios de los Landier, por poner un ejemplo. Pero se trataba de algo más. Siempre he sido lectora; en todas la etapas de mi vida he leído y nunca ha habido un momento en que leer no fuera mi mayor dicha. Y, sin embargo, no puedo decir que lo que he leído de adulta haya tenido el mismo impacto en mí que lo que leí de niña. Hoy día todavía creo en las historias. Aún me olvido de mí misma cuando estoy leyendo un buen libro, pero ya no es lo mismo. Los libros son para mí, ya lo he dicho, lo más importante; lo que no puedo olvidar es que hubo un tiempo en que fueron a la vez más banales y más fundamentales. De niña los libros lo eran todo. Por tanto, siempre existe en mí un anhelo nostálgico por ese gusto perdido por los libros. No espero ver satisfecho mi anhelo algún día. Y, sin embargo, durante este período, esos días en que leía todo el día y la mitad de la noche, en que dormía bajo una colcha cubierta de libros, en que mi sueño era negro y tranquilo, pasaba como un rayo y despertaba para seguir leyendo, recuperé el placer perdido por la lectura compulsiva e ingenua. La señorita Winter me devolvió la virginidad del lector novato y luego, con sus historias, me cautivó.

De vez en cuando mí padre llamaba a la puerta de lo alto de la escalera. Se quedaba mirándome fijamente. Yo debía de tener esa mirada aturdida que te da la lectura apasionada.

– No olvides que debes comer, ¿de acuerdo? -decía mientras me tendía una bolsa con comida o una botella de leche.

Me habría gustado quedarme para siempre en mi buhardilla con esos libros. Pero si quería ir a Yorkshire para conocer a la señorita Winter, debía emprender otra tarea. Abandoné la lectura durante un día para ir a la biblioteca. En la sala de lectura de prensa busqué reseñas de las últimas novelas de la señorita Winter en la sección de libros de los periódicos nacionales. Con cada nuevo libro que salía al mercado la señorita Winter convocaba a varios periodistas en un hotel de Harrogate, donde los recibía uno a uno y les daba, por separado, lo que ella llamaba la historia de su vida. Debía de haber docenas de esas historias, puede que centenares. Encontré unas veinte sin buscar demasiado.

Tras la publicación de Ni una cosa ni otra, la señorita Winter se convirtió en la hija secreta de un sacerdote y una maestra; un año después, en el mismo periódico, promocionó Obsesiones contando que era la hija clandestina de una cortesana parisina. Para La función de marionetas, en diferentes periódicos, fue una huérfana criada en un convento suizo, una golfilla de los barrios pobres del East End y la hermana oprimida de una familia de diez bulliciosos varones. Me gustó especialmente aquella en que, tras ser separada por error de sus padres misioneros escoceses en la India, sobrevivió en las calles de Bombay ganándose la vida como contadora de cuentos. Contaba historias sobre pinos que olían a cilantro fresco, montañas tan bellas como el Taj Mahal, haggi más sabrosos que las pakora de cualquier puestecillo y gaitas. ¡Oh, el sonido de las gaitas! Tan hermoso que era imposible describirlo. Cuando muchos años después consiguió regresar a Escocia -país del que se había marchado siendo un bebé- se llevó una gran decepción. Los pinos no olían a cilantro. La nieve era fría. Los haggi no sabían a nada. En cuanto a las gaitas…

Irónica y sentimental, trágica y mordaz, cómica y pícara, cada una de esas historias era una obra maestra en miniatura. Para otra clase de escritor podrían ser el mayor logro de su carrera; para Vida Winter eran simples historias de usar y tirar. Creo que nadie se habría confundido creyendo que era verdad.

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