– ¿Su padre estaba trabajando en la casa Angelfield cuando se produjo el incendio?
Karen dejó las tazas de chocolate sobre la mesa y los niños se sentaron a beber.
– Creo que entonces ya se había alistado. Estuvo ausente de Angelfield mucho tiempo, casi quince años.
Miré detenidamente la cara del muchacho a través del grano vetusto de la foto, sorprendida por la semejanza que guardaba con su nieto. Parecía agradable.
– Mi padre apenas hablaba de su infancia ni de su juventud. Era un hombre reservado. Pero hay cosas que me habría gustado saber, como por ejemplo por qué se casó tan tarde. Tenía casi cincuenta años cuando se casó con mi madre. No puedo evitar pensar que hubo algo en su pasado… un desengaño amoroso, quizá. Pero esas preguntas no se te ocurren cuando eres una niña, y cuando me hice mayor… -Se encogió tristemente de hombros-. Fue un padre adorable. Paciente. Amable. Siempre dispuesto a ayudarme en lo que fuera. Y, sin embargo, ahora que soy adulta, a veces tengo la sensación de que no le conocía.
Había otro detalle en la foto que me llamó la atención.
– ¿Qué es esto? -pregunté.
Se inclinó para verlo.
– Un zurrón para echar las piezas, sobre todo faisanes. La despliegas sobre el suelo, los tiendes encima y los envuelves con la tela. No sé qué hace en esta foto. Mi padre nunca fue guardabosques, de eso estoy segura.
– Llevaba a las gemelas un conejo o un faisán cuando se lo pedían -le dije, y Karen pareció alegrarse de recuperar ese fragmento de la vida de su padre.
Pensé en Aurelius y su herencia. La bolsa en la que había sido transportado era un zurrón de caza. Cómo no iba a tener una pluma dentro. Servía para transportar faisanes. También pensé en el pedazo de papel. «Esto del principio parece una A -recordé que había dicho Aurelius cuando sostuvo el borrón azul frente a la ventana-. Y esto, hacia el final, una S.» Yo no había conseguido verlo, pero a lo mejor él sí lo podía ver perfectamente. ¿Y si el nombre que aparecía en el pedazo de papel no era el suyo, sino el de su padre? Ambrose.
Desde la casa de Karen tomé un taxi hasta el despacho del abogado en Banbury. Conocía la dirección por el carteo que habíamos mantenido por cuestiones relativas a Hester; volvía a ser Hester quien me conducía a él.
La recepcionista no quiso molestar al señor Lomax cuando se enteró de que no tenía cita con él.
– Hoy es Nochebuena, ¿sabe?
Aun así, insistí.
– Dígale que soy Margaret Lea y que vengo por el asunto de la casa de Angelfield y la señorita March.
Con una actitud que dejaba claro que eso no cambiaría nada, la recepcionista entró en el despacho; cuando salió fue para decirme, un poco a regañadientes, que podía pasar.
El señor Lomax hijo ya no era ningún joven. Tendría más o menos la edad que tenía el señor Lomax padre cuando las gemelas se personaron en su despacho solicitando dinero para el entierro de John-the-dig. Me estrechó la mano. Su extraño brillo en la mirada y su sonrisita en los labios me hicieron comprender que, desde su punto de vista, éramos cómplices. Durante años él había sido la única persona que conocía la otra identidad de su clienta, la señorita March; había heredado el secreto de su padre junto con el escritorio de cerezo, los archivadores y los cuadros de la pared. Después de décadas de silencio, por fin aparecía otra persona con quien compartir ese secreto.
– Me alegro de conocerla, señorita Lea. ¿Qué puedo hacer por usted?
– Vengo del solar de Angelfield. La policía está allí. Han encontrado un cadáver.
– Oh. ¡Santo Dios!
– ¿Cree que la policía querrá hablar con la señorita Winter?
En cuanto mencioné aquel nombre, los ojos del abogado viajaron discretamente hacia la puerta para comprobar que nadie podía oírnos.
– Es posible que quieran hablar con la dueña de la finca por cumplir con su rutina de trabajo.
– Eso pensé -dije, y proseguí apresuradamente-. El caso es que la señorita Winter no solo está enferma… Supongo que eso lo sabe.
Asintió.
– Sino que su hermana se está muriendo.
Asintió con gravedad y no me interrumpió.
– Dada la fragilidad de la señorita Winter y el estado de salud de su hermana, sería preferible que le dieran la noticia del hallazgo con mucho tacto. No debería enterarse por boca de un extraño y no debería estar sola en el momento en que se lo comuniquen.
– ¿Qué propone?
– Podría regresar a Yorkshire hoy mismo. Si logro llegar a la estación en menos de una hora, podré estar allí esta noche. Imagino que la policía tendrá que hablar primero con usted para poder ponerse en contacto con la señorita Winter.
– Así es, pero podría retrasarlo unas horas, hasta que usted haya llegado a Yorkshire. También puedo acompañarla a la estación, si así lo desea.
En ese momento sonó el teléfono. Intercambiamos una mirada de preocupación mientras descolgaba el auricular.
– ¿Huesos? Entiendo… Es la dueña de la finca, sí… Una persona mayor y delicada de salud… Una hermana, muy enferma… cuyo fallecimiento probablemente sea inminente… Sería preferible… Dadas las circunstancias… Casualmente conozco a alguien que tiene intención de ir allí esta misma noche… De total confianza… Exacto… Sin duda… Por supuesto.
Anotó algo en un bloc y lo arrastró hacia mí por la superficie de la mesa. Un nombre y un número de teléfono.
– El agente quiere que le telefonee cuando llegue a Yorkshire para informarle de cómo se encuentra la señora. Si está en condiciones, hablará con ella entonces; si no, dice que puede esperar. Por lo visto los restos no son recientes. Pero ¿a qué hora sale su tren? Deberíamos ponernos en marcha.
Al verme absorta en mis pensamientos, el ya madurito señor Lomax condujo en silencio. No obstante, se hubiera dicho que algo le estaba carcomiendo por dentro, y al doblar por la calle de la estación, no pudo contenerse más.
– El cuento número trece… -dijo-. Supongo que no…
– Ojalá lo supiera -le dije-. Lo siento.
Su cara reflejó una gran decepción.
Cuando la estación apareció ante nosotros, fui yo quien le hizo una pregunta.
– ¿Conoce por casualidad a Aurelius Love?
– ¡El hombre del servicio de catering! Claro que lo conozco. ¡Es un genio culinario!
– ¿Cuánto hace que se conocen?
Respondió sin detenerse a pensar.
– De hecho fuimos al colegio juntos… -Y a media frase un extraño temblor se apoderó de su voz, como si acabara de caer en la cuenta de hacia dónde iban mis pesquisas, así que mi siguiente pregunta no le sorprendió.
– ¿Cuándo descubrió que la señorita March era la señorita Winter? ¿Fue cuando tomó las riendas del despacho de su padre?
Tragó saliva.
– No. -Parpadeó-. Lo descubrí antes. Yo todavía estaba en el colegio. La señorita Winter apareció un día en casa para ver a mi padre. Había más intimidad que en el despacho. Tenían un asunto que resolver y, sin entrar ahora en detalles confidenciales, en el transcurso de su conversación dejó manifiestamente claro que la señorita March y la señorita Winter eran la misma persona. Ha de saber que no estaba escuchando a escondidas, por lo menos no de forma deliberada. Cuando ellos entraron yo ya me encontraba debajo de la mesa del comedor. El caso es que había un mantel que cubría la mesa convirtiéndola en una especie de tienda. Y como no quise abochornar a mi padre saliendo de repente, me quedé donde estaba.
¿Qué me había dicho la señorita Winter al respecto? «No puede haber secretos en una casa donde hay niños.»
Nos habíamos detenido delante de la estación. El señor Lomax hijo me miró acongojado.
– Se lo conté a Aurelius. El día en que me explicó que lo habían encontrado la noche del incendio. Le dije que la señorita Adeline Angelfield y la señorita Vida Winter eran la misma persona. Lo siento.
– No se preocupe. Ahora ya no importa. Solo sentía curiosidad.