La señora Dunne me sirvió una taza de té (que por educación hice ver que bebía pero que más tarde tiré por el fregadero, pues tras haber reparado en el estado de la cocina desconfiaba del grado de limpieza de la taza) y me habló un poco de ella. Es octogenaria, nunca ha estado casada y ha vivido aquí toda su vida. Por supuesto, nuestra conversación derivó hacia la familia. La señora Dunne conocía a la madre de las gemelas desde que era un bebé. Me confirmó algo que yo ya había intuido: que fue el ingreso de la madre en un hospital para enfermos mentales lo que precipitó mi contratación. Me ofreció un relato tan confuso de los hechos que condujeron a la reclusión de la madre que fui incapaz de dilucidar si la mujer había atacado o no a la esposa del médico con un violín. En realidad poco importa; no hay duda de que existe un historial familiar de trastornos mentales, y confieso que el corazón se me aceleró ligeramente cuando vi confirmada mi sospecha. ¿Qué satisfacción representa para una institutriz recibir la dirección de mentes que ya transcurren por un camino plano y sin baches? ¿Qué reto supone fomentar el pensamiento ordenado en niños cuyas mentes ya gozan de orden y equilibrio? No solo estoy preparada para este trabajo, sino que llevo años anhelándolo. ¡Aquí descubriré al fin hasta qué punto funcionan mis métodos!
Pregunté por la familia del padre, pues aunque el señor March ha fallecido y las niñas no le conocieron, llevan su sangre y eso afecta a su personalidad. Sin embargo, la señora Dunne no pudo decirme mucho. En lugar de eso comenzó a relatarme una serie de anécdotas sobre la madre y el tío que, si debo leer entre líneas (y estoy segura de que esa era su intención), contenían indicios de algo escandaloso… Por supuesto, sus insinuaciones son del todo improbables, al menos en Inglaterra y sospecho que la mujer es algo fantasiosa. La imaginación es una característica saludable, y muchos descubrimientos científicos no habrían sido posibles sin ella, pero es preciso que vaya ligada a un propósito serio para que resulte fructífera. Si la dejamos vagar libremente, suele conducir a la necedad. Tal vez sea la edad lo que hace que la mente de la señora Dunne divague, pues parece una mujer bondadosa y no de esas personas que inventarían chismorreas porque sí. Sea como fuere, enseguida desterré el tema de mi mente.
Mientras escribo esto oigo ruidos fuera de mi habitación, las niñas han salido de su escondite y están rondando sigilosamente por la casa. No les han hecho ningún favor dejándolas vivir a su antojo. Se beneficiarán muchísimo del régimen de orden, higiene y disciplina que tengo previsto imponer en esta casa. No voy a salir a buscarlas. Sin duda es lo que esperan de mí, y en esta fase conviene a mis propósitos desconcertarlas.
La señora Dunne me mostró las estancias de la planta baja. Hay mugre por todas partes, las superficies están cubiertas de polvo y las cortinas cuelgan hechas jirones, aunque ella no lo ve y las tiene por lo que fueron años atrás, cuando vivía el abuelo de las gemelas, cuando había más personal. Hay un piano, tal vez irrecuperable, pero veré qué se puede hacer, y una biblioteca que seguramente rebosará de conocimiento una vez que el polvo desaparezca y pueda verse su contenido.
Los demás pisos los exploré sola, pues no deseaba forzar a subir demasiadas escaleras a la señora Dunne. En el primer piso escuché un correteo de pies, susurros y risitas ahogadas. Había encontrado a mis pupilas. Habían cerrado la puerta con llave y guardaron silencio cuando intenté girar el pomo. Pronuncié sus nombres una vez, luego las dejé solas y subí al segundo piso. Tengo por norma estricta no perseguir a mis pupilos, sino enseñarles a que ellos vengan a mí.
En las habitaciones del segundo piso el desorden era tremendo. Estaban sucias, pero a esas alturas ya lo esperaba, la lluvia se había colado por el tejado (tal como suponía) y algunas tablas putrefactas del suelo estaban criando hongos. Un entorno bastante insalubre para criar a unos niños. En el suelo faltaban algunas tablas, como si alguien las hubiera arrancado deliberadamente. Tendré que ir a ver al señor Angelfield para hablar de su reparación. Le haré comprender que alguien podría caer por los boquetes o, cuando menos, torcerse un tobillo. Además, todos los goznes necesitan aceite, y todos los marcos de las puertas están combados. A donde iba me seguía el chirrido de puertas girando en sus goznes, el crujido de tablas en el suelo y corrientes de aire que agitaban cortinas, aunque es imposible saber con exactitud de dónde provienen.
Regresé a la cocina en cuanto pude. La señora Dunne estaba preparando la cena y no era mi intención comer guisos preparados en ollas tan repugnantes como las que había visto, de modo que me puse a fregar (tras someter el fregadero al restregón más exhaustivo que había visto en diez años), y vigilé de cerca la preparación de la comida. La mujer hace lo que puede.
Las niñas no bajaron a cenar. Las llamé una vez y solo una vez. La señora Dunne quería insistir y tratar de convencerlas, pero le dije que yo tenía mis métodos y que debía secundarme.
El médico vino a cenar. Tal como me habían dado a entender, el cabeza de familia no apareció. Tensé que el médico se ofendería, pero pareció encontrarlo de lo más normal, de modo que cenamos solos él y yo, con la señora Dunne esforzándose por servir la mesa pero necesitada de gran ayuda por mi parte.
El médico es un hombre inteligente y cultivado. Desea de corazón que las gemelas mejoren y fue la persona que más empeño puso en traerme a Angelfield. Me explicó con detenimiento las dificultades a las que tendré que enfrentarme; le escuché todo lo más educadamente que pude. Cualquier institutriz, después de pasar unas pocas horas en esta casa, se habría hecho una idea clara y completa de la tarea a la que se enfrenta; pero el médico es un hombre, de modo que no puede percatarse de lo tedioso que a cualquiera la resulta que le expliquen detenidamente lo que ya ha entendido. Mi impaciencia y la leve brusquedad de una o dos de mis respuestas le pasaron del todo inadvertidas, así que me temo que su capacidad de observación no se corresponde con su energía y su capacidad analítica. No lo critico en exceso por esperar que toda persona a la que conoce sea menos capaz que él, pues es un hombre inteligente y, más aún, un pez gordo en un estanque pequeño. Ha adoptado una actitud de discreta modestia, pero puedo ver qué hay detrás de ella, porque yo me he disfrazado exactamente de la misma manera. Así y todo, necesitaré su apoyo en el proyecto que estoy emprendiendo y pese a sus deficiencias me aseguraré de convertirlo en mi aliado.
Oigo ruidos de disgusto abajo. Las niñas deben de haber encontrado la despensa cerrada con llave. Estarán enfadadas y frustradas, pero ¿de qué otro modo puedo acostumbrarlas a un horario de comidas? Y sin un horario de comidas, ¿cómo es posible restaurar el orden?
Mañana empezaré por limpiar este dormitorio. Esta noche he pasado un trapo húmedo por las superficies y estuve tentada de limpiar el suelo, pero me dije que no. Mañana tendría que volver a limpiarlo después de fregar las paredes y bajar las cortinas, que rezuman mugre. De modo que esta noche dormiré rodeada de suciedad, pero mañana lo haré en una habitación impoluta. Será un buen comienzo, porque mi intención es restablecer el orden y la disciplina en esta casa, y para alcanzar mi objetivo primero debo crearme un espacio limpio donde poder pensar. Nadie puede pensar con claridad y hacer progresos si no está rodeado de orden e higiene.
Las gemelas están llorando en el vestíbulo. Es hora de que conozca a mis pupilas.
He estado tan ocupada organizando la casa que apenas he tenido tiempo para escribir en mi diario, pero debo encontrarlo, pues es sobre todo por escrito como desarrollo y dejo constancia de mis métodos.