Decidió en un primer momento prescindir de la desaparición de su compañero. Al cabo de dos días, se dejó llevar por una compleja inquietud en la que se mezclaban vagos remordimientos, la curiosidad y también la piedad que le inspiraba el visible desconsuelo de Tenn y entonces se lanzó en su búsqueda. Durante toda una mañana recorrió con Tenn, de un lado a otro, el bosque donde se había perdido el rastro del araucano. Aquí y allá encontraron signos de su paso. Robinsón tuvo incluso que rendirse a la evidencia: a escondidas, Viernes se había establecido en aquella parte de la isla y llevaba allí una vida al margen del orden, entregándose a misteriosos juegos, el sentido de los cuales se le escapaba. Máscaras de madera, una cerbatana, una hamaca de lianas en la que descansaba un maniquí de rafia, tocados de plumas, pieles de reptil, cadáveres de pájaros disecados eran indicios de un universo secreto, del que Robinsón no tenía la clave. Pero su sorpresa llegó a su colmo cuando vino a parar al borde de una charca bordeada por arbolitos bastante parecidos a sauces. En efecto, aquellos arbustos habían sido visiblemente arrancados de raíz y plantados de nuevo boca abajo, con las ramas hundidas en la tierra y las raíces mirando al cielo. Y lo que terminaba por dar un aspecto fantástico a aquella monstruosa plantación era que todas ellas parecían haberse acomodado a aquel bárbaro tratamiento. Brotes verdes e incluso manojos de hojitas aparecían en la punta de las raíces, lo que daba a entender que las hojas enterradas habían sabido metamorfosearse a su vez en raíces y que la savia había invertido el sentido de su circulación. Robinsón no podía desprenderse del examen de aquel fenómeno. Que Viernes hubiera tenido aquel capricho y lo hubiera ejecutado era ya de por sí bastante inquietante. Pero los arbustos habían aceptado aquel tratamiento; Speranza, aparentemente, había dado su consentimiento a aquella extravagancia. Por esa vez, al menos, la barroca inspiración del araucano había tenido un resultado que, por muy tonto que fuera, implicaba un cierto aspecto positivo y no había concluido en una pura destrucción. ¡Robinsón no dejaba de meditar sobre este descubrimiento! Volvía sobre sus pasos cuando Tenn se detuvo bruscamente ante un macizo de magnolias cubierto de hiedras; luego comenzó a avanzar con lentitud con el cuello tenso, colocando sus patas con mucha precaución. Por último quedó inmóvil con el hocico en uno de los troncos. Entonces el tronco se movió y estalló la risa de Viernes. El araucano había disimulado su cabeza bajo un casquete de flores. Sobre su cuerpo desnudo había dibujado con jugo de genipapo hojas de hiedra cuyas ramas ascendían a lo largo de sus caderas y se enredaban en torno a su torso. Así metamorfoseado en hombre-planta, sacudido por una risa demencial, envolvió a Robinsón en una coreografía desenfrenada. Luego se dirigió hacia la orilla para lavarse entre las olas y Robinsón, pensativo y silencioso, le contemplo sumergirse sin dejar de bailar a la sombra verde de los manglares.
Aquella noche un cielo purísimo permitía que la luna llena reinara con todo su esplendor sobre el bosque. Robinsón cerró la Residencia, confió tanto a Viernes como a Tenn que se cuidaran mutuamente y se adentró bajo la galería silvestre por donde se filtraban extraños rayos de plata. Hipnotizados tal vez por el astro apagado, los animalitos y los insectos que por lo general poblaban el breñal con sus murmullos mantenían un solemne silencio. A medida que se acercaba a la loma rosa, sentía que se iba desprendiendo de las preocupaciones cotidianas y se dejaba invadir por una languidez nupcial.
Viernes le daba cada vez mayores preocupaciones. No era ya sólo que no se integrara armoniosamente en el sistema, sino que incluso -cuerpo extraño- amenazaba con destruirlo. Uno podía dejar a un lado disparates devastadores, como la desecación del arrozal, atribuyéndolo a su juventud y a su inexperiencia. Pero bajo su aparente buena voluntad, se mostraba completamente refractario a las nociones de orden, economía, cálculo, organización. «Me da más trabajo que el que realiza», pensaba con tristeza Robinsón con el vago sentimiento de que estaba exagerando un poquito. Además, el extraño instinto de Viernes, que le hacía ganarse la comprensión y -podría decirse- la complicidad de los animales, que culminaba en una intimidad que resultaba ya irritante con Tenn, tenía desastrosos efectos sobre la pequeña población de las cabras, los conejos e incluso los peces. Era imposible meter en aquella cabeza de madera de ébano que aquel pequeño rebaño no había sido agrupado, alimentado y seleccionado más que para su rendimiento en tanto que destinado a la nutrición y que no estaba allí para la doma, la familiaridad o los simulacros de caza y pesca. Viernes no concebía que pudiera matarse a un animal si no era después de una persecución o un combate que le diera algunas oportunidades: ¡concepción peligrosamente novelesca! No comprendía tampoco que existían especies dañinas a las que había que combatir a ultranza y no se había privado de engordar a una pareja de ratas a la que pretendía hacer crecer y multiplicarse. El orden era una frágil conquista, ganada a duras penas sobre el salvajismo natural de la isla. Los golpes que le daba el araucano, lo trastornaban seriamente. Robinsón no podía permitirse el lujo de un elemento perturbador que amenazara con destruir lo que él había tardado tantos años en edificar. Pero ¿qué hacer entonces?
Al llegar a la linde del bosque se detuvo, arrebatado por la grandeza y la suavidad del paisaje. La pradera extendía hasta donde se perdía la vista, su vestido de seda erizado con lánguidas ondulaciones por efecto de un ligero soplo de viento. Al oeste dormían erguidos los tallos de las cañas, apretados como las lanzas de un ejército, y desde allí brotaba a intervalos regulares el croar armonioso de una rana. Un aliento perfumado le advirtió de que se aproximaba a la loma rosada, cuyas irregularidades del terreno habían sido borradas por la luz de la luna. Las mandrágoras se habían multiplicado allí hasta llegar a modificar la fisonomía del paisaje. Robinsón se sentó con la espalda apoyada en un terraplén de arena y buscó con la mano las largas hojas violáceas con los bordes recortados que él había introducido en la isla. Sus dedos encontraron la redondez de uno de esos frutos tostados que desprendían un olor profundo y fétido, difícilmente olvidable. Sus hijas se hallaban allí -bendición de su unión con Speranza- inclinando sus faldas festoneadas en la hierba negra y él sabía que si arrancaba una de raíz haría surgir las piernas blancas y carnosas del diminuto ser vegetal. Se extendió sobre un surco, algo pedregoso, pero muy envolvente, y gozó del torpor voluptuoso que, ascendiendo del suelo, llegaba a sus riñones. Contra sus labios, apretaba las mucosas tibias y almizcladas de una flor de mandrágora. Conocía perfectamente aquellas flores porque había clasificado sus cálices azules, violetas, blancos o purpúreos. Pero ¿qué era aquello? La flor que tenía ante los ojos era rayada. Era blanca con hebras marrones. Se sacude de aturdimiento. No comprende. Aquel pie de mandrágora no existía dos días antes. Hacía sol y habría notado aquella nueva variedad. Por otra parte, llevaba una cuenta topográfica muy precisa de sus siembras. Verificará su catastro en la alcaldía, pero está convencido de antemano de que jamás se había tendido en el emplazamiento en que había florecido la mandrágora acebrada…
Se levantó. La calma se había roto; todo el bienestar de aquella noche se había disipado. Había nacido en él una sospecha todavía vaga, pero que se había tornado inmediatamente en rencor contra Viernes. Su vida secreta, los sauces plantados al revés, el hombre-planta, e incluso antes los cactus adornados, la danza de Tenn en las llagas de Speranza, ¿no eran todo ello índices que aclaraban el misterio de las nuevas mandrágoras?