Al noroeste de la isla, en el lugar en donde la pradera se perdía en las arenas que anunciaban las dunas, se alzaban las extrañas siluetas, vagamente humanas, del jardín de cactus que había establecido Robinsón. Es verdad que había sentido escrúpulos al dedicar el tiempo a un cultivo tan gratuito, pero aquellas plantas no exigían ningún cuidado y sólo había costado el esfuerzo de trasplantar a un terreno particularmente favorable los ejemplares más interesantes, que había ido descubriendo de forma esporádica en toda la isla. Era un homenaje a la memoria de su padre, cuya única pasión -aparte de su mujer y de sus hijos- era el pequeño jardín tropical que mantenía en la rotonda acristalada de la casa. Robinsón había escrito en unas tablitas de madera, clavadas sobre estacas hundidas en tierra, los nombres latinos de todos aquellos ejemplares que le habían vuelto a la cabeza al mismo tiempo por uno de esos caprichos imprevisibles de la memoria.
Viernes lanzó al suelo el cofre que le había martirizado la espalda. Las correas de la tapa saltaron y un suntuoso desorden de tejidos preciosos y de joyas se extendió al pie de los cactus. Iba por fin a poder utilizar a su capricho aquellas ropas que le fascinaban por su brillo, pero que no eran utilizadas por Robinsón más que como un instrumento de tortura y de ceremonia. Porque no se trataba de él mismo -un vestido, fuera cual fuera, no hacía más que dificultar sus movimientos-, sino precisamente de aquellos extraños vegetales cuya carne verde, exorbitante, ampulosa, provocativa, parecía más adecuada que ningún cuerpo humano para hacer resaltar la belleza de aquellos tejidos.
Los colocó primero sobre la arena con gestos delicados para abarcar con una sola mirada su riqueza y su número. Agrupó también ante sí unas piedras planas sobre las que dispuso las alhajas, como en el escaparate de una joyería. Luego dio vueltas durante mucho rato en torno a los cactus mientras medía con la mirada su silueta y comprobaba con el dedo su consistencia. Era una extraña sociedad de maniquíes vegetales compuestos de candelabros, bolas, raquetas, miembros retorcidos, colas velludas, cabezas rizadas, estrellas puntiagudas, manos con mil dedos venenosos. Su carne era tanto una pulpa blanda y acuosa, como un caucho coriáceo o incluso mucosas verdosas que desprendían bocanadas de olores a carne podrida. Por último fue a buscar una capa negra de muaré y visitó con un solo movimiento las espaldas macizas del Cereus pruinosus. Luego cubrió con coquetones volantes las nalgas tumefactas de la Crassula falcata. Un encaje etéreo le sirvió para enguirnaldar el falo espinoso del Stapelia variegata, mientras que enfundaba mitones de batista en los diminutos dedos velludos de la Crassula lycopodiodes. Un birrete de brocado venía que ni pintado para cubrir la cabeza lanosa del Cephalocereus senilis. Trabajó así durante mucho tiempo, completamente absorbido por sus descubrimientos, vistiendo, adaptando, retrocediendo un poco para juzgar mejor, desvistiendo, de pronto, a uno de los cactus para vestir a continuación a otro. Por fin remató su obra distribuyendo con el mismo discernimiento brazaletes, collares, penachos, pendientes, herretes, cruces y diademas. Pero no se demoró para contemplar el cortejo alucinante de prelados, grandes damas y monstruos opulentos que acababa de hacer surgir en medio de la arena. Ya no tenía nada que hacer allí y se alejó con Tenn pegado a sus talones.
Atravesó la zona de las dunas, divirtiéndose con el rumor sonoro que despertaban sus pasos. Se detuvo y se volvió hacia Tenn mientras imitaba con la boca cerrada aquel gruñido, pero ese juego no divertía al perro, que avanzaba penosamente dando bandazos en el suelo movedizo, y su espinazo se erizaba con hostilidad cuando el rumor aumentaba. Por fin el suelo se hizo firme y desembocaron en la playa extensa y húmeda por la bajamar. Viernes erguido, arqueado el pecho en la luz gloriosa de la mañana, caminaba feliz sobre la arena inmensa e impecable. Estaba ebrio de juventud y de disponibilidad en aquel medio sin límites, donde todos los movimientos eran posibles, donde nada detenía la mirada. Recogió un guijarro oval y lo mantuvo en equilibrio en la palma de su mano abierta. Prefería a las alhajas que había abandonado sobre los cactus, aquella piedra tosca pero precisa, en la que se mezclaban los cristales de feldespato rosa con una masa de cuarzo vidriado, salpicado de mica. La curva del guijarro tocaba en un solo punto a la de su palma negra y formaba con ella una figura geométrica simple y pura. Una ola se expandió con rapidez sobre el espejo de arena mojada constelada de pequeñas medusas y rodeó sus tobillos. Dejó caer el guijarro oval y recogió otro, plano y circular, pequeño disco opalescente manchado de malva. Lo hizo saltar en su mano. ¡Si pudiera volar! ¡Transformarse en mariposa! Hacer volar a una piedra era un sueño que fascinaba al alma etérea de Viernes. La lanzó a la superficie del agua. El disco rebotó siete veces en el mantel líquido antes de hundirse sin salpicar. Pero Tenn, acostumbrado a este juego, se había lanzado a las olas y, chapoteando con sus cuatro patas, la cabeza dirigida hacia el horizonte, nadó hasta el lugar en que se había sumergido el guijarro, buceó y regresó, impulsado por el empuje de las olas, a depositarlo a los pies de Viernes.
Caminaron durante largo rato hacia el este; luego, cuando hubieron rodeado las dunas, hacia el sur. Viernes recogía y lanzaba estrellas de mar, tronces, conchas, huesos de jibia, cabelleras de algas que se convertían inmediatamente para Tenn en otras tantas presas vivas, deseables y fugitivas y a las que perseguía ladrando. De este modo llegaron al arrozal.
El embalse estaba seco y el nivel de la laguna sembrada descendía de día en día. Sin embargo, era necesario que se mantuviera inundada por lo menos durante un mes para que las espigas pudieran madurar y Robinsón volvía preocupado después de cada una de sus visitas de inspección.
Viernes mantenía en la mano el guijarro malva. Lo lanzó al arrozal y contó sus rebotes en el agua muerta, serpenteada por reflejos amarillentos. El disco de piedra desapareció tras nueve rebotes, pero ya Tenn saltaba desde el dique en su búsqueda. Su impulso le llevó a una distancia de unos veinte metros, pero allí se detuvo. El agua resultaba demasiado poco profunda para que pudiera nadar y chapoteaba en el fango. Se dio media vuelta y se dispuso a regresar hacia donde estaba Viernes. Un primer esfuerzo le liberó del agobio del fango, pero volvió a caer, esta vez más pesadamente, y sus esfuerzos se hicieron desordenados. Iba a morir si no era socorrido. Viernes vaciló un instante, asomado a aquella agua traidora e impura. Luego cambió de idea y corrió a donde se hallaba la compuerta de desagüe. Pasó una estaca por el primer agujero de la compuerta e hizo palanca con todas sus fuerzas, apoyándose en los batientes. La tabla comenzó a subir rechinando en sus vías. Al instante el tapiz fangoso que cubría el arrozal se desplazó y comenzó a reabsorberse en el canal de desagüe, comprimiéndose. Algunos minutos más tarde Tenn alcanzó a fuerza de arrastrarse la base del dique. No era más que un bloque de barro, pero estaba a salvo.
Viernes le dejó limpiándose y se dirigió bailando hacia el bosque. La idea de que la cosecha de arroz se había perdido ni siquiera le había rozado.
Para Viernes, la detención de la clepsidra y la ausencia de Robinsón no habían significado más que un solo y único acontecimiento: la suspensión de un determinado orden. Para Robinsón, la desaparición de Viernes, los cactus adornados y la sequía del arrozal representaban únicamente la fragilidad y tal vez el fracaso de la domesticación del araucano. Por otra parte, era raro que cuando actuaba por sí mismo hallase la aprobación de Robinsón. Era preciso que, o bien no hiciera nada en absoluto, o que actuara con toda exactitud de acuerdo con sus instrucciones para no incurrir en sus reproches. Robinsón tenía que confesarse que Viernes, bajo su docilidad forzada, guardaba una personalidad y que todo lo que de ella emanaba le chocaba profundamente y parecía afectar a la integridad de la isla administrada.