– ¿Todo listo? -preguntó.
– Sí, jefe -respondió uno-. Yo me llevo un somier, un colchón, una almohada y un juego de cama.
– Y yo -dijo otro-, una vajilla completa compuesta de seis platos llanos, seis platos hondos, seis cuencos, doce copas de cristal y una panera.
– Y yo -agregó un tercero-, el lavaplatos, que me vendrá de miedo.
– Y yo la silla de ruedas -concluyó un cuarto-, para mi suegra.
El señor Mandanga anotó todo aquello en un bloc que se guardó luego en el bolsillo y dijo:
– Pues adelante con los faroles.
– Oiga, jefe -inquirió con respeto uno de los miembros de la banda- y digo yo si no podríamos quedarnos con el chalet. Al fin y al cabo, habiendo muerto su legítima propietaria sin descendencia, no tiene dueño, y a nosotros nos podría servir de centro cívico.
– O montar aquí una maternal para nuestros rorros -propuso otro.
– Nada, nada -replicó el señor Mandanga en tono concluyente-. Sería una fuente de líos y de gastos y, después de todo, ¿para qué queremos un chalet desvalijado? Cargad el camión y traed la gasolina.
Hicieron como decía el señor Mandanga y cuando el camión estuvo lleno a rebosar de muebles y trastos viejos, me invitaron a subir a la caja y buscar acomodo entre el producto de la requisa. A mi lado colocaron al señor alcalde. Mientras tanto, el señor Mandanga recorría las dos plantas del chalet regando suelo y paredes con gasolina. Acto seguido echaron las teas por puertas y ventanas, se montaron todos en el camión y éste partió a tanta velocidad como permitía su abultada carga. Al desembocar en la autovía de Castelldefels volví la vista atrás y contemplé un vivo resplandor y una espesa columna de humo elevarse sobre el contorno de los pinos y las casas. El señor Mandanga, que iba a mi lado en cuclillas, me palmeó la espalda y murmuró:
– Créame, era la mejor solución, o, en su defecto, la más sencilla.
*
A la hora de siempre abrí al público la peluquería, con más puntualidad que gusto, porque los sucesos de las horas precedentes me habían dejado una sensación de desasosiego y un malestar físico que no podía atribuir únicamente a las secuelas de una mala noche. Ni siquiera el sentido de la responsabilidad, el orgullo de ser un buen ciudadano y la animación y el nerviosismo que siempre sentía al iniciar cada jornada, revestir la bata blanca y disponerme a complacer a una numerosa clientela, me levantaron el ánimo como había ocurrido otras veces.
Al mediodía y tras mucho porfiar con el camarero del bar de enfrente para que me fiara un bocadillo de calamares encebollados, me fui a hojear la prensa (sin comer) al quiosco del señor Mariano. Una concisa gacetilla daba cuenta del incendio que aquella madrugada había destruido totalmente un viejo chalet deshabitado en la zona residencial de Castelldefels. Como nota curiosa, seguía diciendo la gacetilla, los bomberos habían encontrado entre las ruinas del chalet los cadáveres calcinados de seis personas, cuya identificación resultaba de todo punto imposible. Probablemente, concluía la gacetilla, se trataba de otros tantos inmigrantes ilegales de raza negra, a quienes un vecino dijo haber visto merodear por las inmediaciones del chalet poco antes del incendio, portando antorchas y armas peligrosas y dando muestras de salvajismo.
Por la tarde atendí a dos viejos que desde hacía más de treinta años compartían un bisoñé y de pronto, sin causa aparente, habían decidido dividirlo en dos partes iguales y no volverse a hablar. Este trabajo, que en circunstancias normales me habría animado, me sumió en una inexplicable melancolía.
Poco antes del cierre se detuvo delante de la peluquería una furgoneta de reparto de la que se apeó un individuo, extrajo de la parte posterior del vehículo una caja de cartón enorme y entró acarreándola en el establecimiento. Una vez allí, sin hacer caso de mis atentos saludos y educadas preguntas, empezó a abrir la caja y dejó al descubierto un magnífico secador eléctrico de pie con casco adaptable, de un precioso color rojo metalizado. Se disponía a enchufarlo y a explicarme el abecé de su funcionamiento cuando le interrumpí para agradecerle su presencia y su intención y para desengañarle respecto de mis posibilidades, pues, aunque necesitaba desesperadamente un secador nuevo, ni estaba en condiciones de pagar aquel magnífico aparato ni, a fuer de sincero, las proyecciones más optimistas me permitían adquirirlo a plazos. Pero el individuo me atajó diciendo que él no venía a ofrecerme aquel secador, sino a dejarlo allí, puesto que el secador había sido comprado y pagado íntegramente, incluidos los gastos de transporte, instalación, seguro obligatorio, mantenimiento e IVA. Viéndome perplejo y a ruegos míos se avino a contarme que la tarde anterior se había personado en la tienda un caballero de aventajada estatura y tez oscura, el cual, después de haberse asesorado largamente, había elegido aquel modelo, había dejado las señas de la peluquería donde debía efectuarse la entrega y había abonado la factura al contado, en metálico y sin regatear. El vendedor, siguió diciendo el individuo (que por azar era también el vendedor), se había interesado discretamente por las razones y propósitos de la compraventa, no porque desconfiara de un negro vestido de chófer, sino porque desconfiaba de todo el mundo y en particular de los especímenes de otras razas, y entonces, siguió diciendo el vendedor, el comprador le había contado que después de varios años de hacer el ganso, había decidido poner orden en su vida, casarse con una chica a la que acababa de conocer y entrar a trabajar como socio de un peluquero al que también acababa de conocer.
Por lo visto, dijo el vendedor, los antepasados del comprador, allá en el África ecuatorial, además de valerosos guerreros, habían sido todos peluqueros, por lo que al conocerme a mí había sentido en lo más hondo de su ser la llamada ancestral de aquel noble oficio. Y era precisamente para ser aceptado como socio en la empresa, había seguido explicando el comprador al vendedor, por lo que estaba adquiriendo aquel secador, que se proponía aportar al capital fijo de la misma. Esta aportación, había dicho a renglón seguido el comprador, no habría podido hacerla si la casualidad no hubiese permitido al comprador obtener una crecida suma de una sola tacada, si bien para ello había tenido que participar en el secuestro de un inválido de una residencia de Vilassar.
Después de darme estas explicaciones y hacerme firmar el albarán correspondiente, se fue el individuo, dejando en la peluquería el secador instalado y a mí confuso y maravillado.
Al día siguiente, a media mañana, se detuvo ante la peluquería un coche oficial y de él descendió el señor alcalde, el cual me saludó con su habitual cordialidad.
– He aprovechado el día libre -dijo- para hacerle una visita de cortesía. Lo habría hecho ayer mismo, pero hube de intervenir en el mitin de clausura de la campaña. Estuve colosal, amigo mío, realmente colosal. Fue una pena que no viniera usted a oírme. Fue una pena que no viniera nadie a oírme. En fin, no importa. Mañana son las elecciones; y hoy, la jornada de reflexión. Como yo no reflexiono nunca, para mí es día de asueto. Esta tarde me llevan al circo. Pero antes he querido venir a visitarle. Usted se preguntará por qué. Ahora se lo diré. No sé si recuerda que anteanoche, en un chalet de Castelldefels, se produjo un ligero altercado. Nada inusual: un tiroteo es un cambio de impresiones por otros medios, como dijo Platón. El caso es que, por un malentendido, yo también estaba presente. No en los diálogos de Platón, sino en el chalet de Castelldefels. Pero ya he olvidado lo sucedido. ¿Y usted?
– Yo también, señor alcalde -respondí sin demora.
– Por favor, no me llame así. Todo depende de los resultados de mañana. El pueblo tiene la palabra. Hasta entonces, sólo soy un humilde candidato, un simple, modesto, ridículo y abyecto ciudadano como los demás. En cuanto a usted, si la memoria no me falla, yo no le había visto nunca antes de ahora. Ni usted a mí. Tiene una peluquería muy bonita. Muy bonita indeed. Claro que todo es susceptible de mejora. Tal vez un secador eléctrico no le vendría mal. Este de aquí parece muy antiguo.