La precipitación, mal pulso y peor suerte de los contendientes también había causado daños en el mobiliario. El aparador estaba inservible, igual que la tapicería del sofá. Las cuatro paredes presentaban incontables impactos, pero esto era menos grave, porque el chalet entero llevaba años pidiendo a gritos una mano de pintura. La lámpara del techo estaba intacta, pero el interruptor había sido pulverizado y no había luz. El aire de respirar era una nube de pólvora acre y espesa. Intenté incorporarme y no pude; traté de deshacerme del abogado señor Miscosillas y no lo conseguí. El pobre hombre, en sus últimos estertores, había entrelazado sus piernas con las mías y mis brazos con los suyos y, más extraño aún, había abrochado varios botones de su americana en los ojales de la mía. Era un letrado corpulento: no me dejaba mover y me asfixiaba. Con toda la voz que me prestaron los pulmones grité bajito:
– ¿Queda alguien vivo?
– Yo -respondió otra voz quedamente a mi lado. Y de inmediato agregó-: Pero a medias.
– Magnolio -exclamé reconociendo su voz-, ¿cómo demonios ha venido a parar aquí? Yo le hacía de vuelta en Barcelona hace varias horas.
– No, señor -balbució-, hice como que me iba, pero no me fui. Quería asegurarme de que no le ocurría nada malo a usted. Todo este tiempo he estado en el jardín, debajo de la ventana, escuchando a través de la persiana de lamas orientables. Estas persianas de lamas orientables nunca acaban de ajustar bien. Cuando oí al señor Gaucho exponer sus planes, me percaté del serio riesgo que corría usted y decidí pasar a la acción. Entré derribando la puerta trasera, la de la cocina. De dicha puerta la madera está carcomida y las bisagras, también de dicha puerta, oxidadas, por lo que cedió a la primera embestida. Suerte de eso, porque si llego a tardar medio segundo más, usted no lo cuenta.
Se detuvo a tomar aliento, exhaló un quejido y añadió:
– Claro que ahora el que no lo cuenta soy yo.
– ¿Está herido? -le pregunté.
– Herido es un término optimista -repuso Magnolio-. Estoy a punto de cantar el gorigori en mi lengua vernácula.
– No diga tonterías -repliqué-, en cuanto consiga zafarme del abogado señor Miscosillas y salir de aquí, llamaré a una ambulancia, le darán dos puntadas y pasado mañana estará como nuevo.
– No -repuso Magnolio-, déjelo. No soy de ninguna mutua y además ya es tarde. Nunca debí salir del poblado. Quise labrarme un porvenir y ya ve adonde he llegado: a desangrarme en un chalet a dos mil kilómetros de casa.
– ¿Por qué lo ha hecho? -le pregunté-. Quiero decir que por qué ha arriesgado su vida para salvar la mía.
– Era preciso -susurró Magnolio con cansancio-. Usted mismo lo verá. No me dé las gracias. Sólo dígale a Raimundita que lo nuestro iba en serio. Hay mucho frescales suelto por estos mundos de Dios. Yo soy uno de ellos. Pero no con Raimundita. Dígaselo tal cual.
Tras este emotivo encargo ya no volvió a decir nada más, ni siquiera en respuesta a mis insistentes exhortaciones. Al final hube de rendirme a la evidencia. Estaba solo e inmovilizado por el peso de un abogado muerto en el salón de un chalet abandonado. No podía esperar que nadie acudiera a mi rescate hasta que no diera comienzo la temporada de baños y el olor proveniente del chalet llamara la atención de algún viandante. Claro que para entonces yo ya habría muerto de inanición y sumado mi propia peste a la de los circunstantes. La perspectiva no era halagüeña, pero la noche había sido la más agitada de una serie de noches agitadas, de modo que cerré los ojos y al instante me quedé dormido.
Desperté al sentir que me tocaban y oí una voz profunda a mi lado decir:
– Aquí hay otro que aún respira.
Alguien acercó una tea. El resplandor me permitió ver dos caras negras como la pez que se inclinaban sobre mí e intercambiaban entre sí miradas interrogativas. En una de aquellas caras reconocí la del señor Mandanga, el encargado del Mesón Mandanga. Él también me identificó y dijo:
– ¿Se puede saber a qué diablos han estado jugando? Esto es una escabechina.
– ¿Están todos muertos? -le pregunté.
– No. Usted sigue vivo y, según parece, ileso -respondió el señor Mandanga-. El señor alcalde también ha salvado el pellejo. La bala le entró por el culo y le salió por la boca. Por lo visto lo pillaron en escorzo. Pero no parece tener afectados los órganos vitales. Los demás han pasado a mejor vida, aunque a decir verdad ninguno de ellos podía quejarse de cómo le iba en ésta, salvo el pobre Magnolio.
Mientras hablaba advertí que no sólo el salón estaba lleno de negros, sino que otros negros entraban y salían del salón y se desperdigaban por el chalet. Algunos de ellos se alumbraban con teas. Otros empuñaban machetes, azadones y bieldos. Retumbaban pasos en el piso superior. Como si pudiera leerme el pensamiento, el señor Mandanga me aclaró lo sucedido.
Viendo o habiendo visto los contertulios del Mesón Mandanga que pasaban las horas y Magnolio no volvía, y teniendo por principio inquebrantable el socorrerse los unos a los otros en la necesidad, habían decidido salir en busca y, si procedía, en ayuda de su compañero, para lo cual se habían provisto de los aperos de labranza que ahora blandían. Aunque Magnolio al salir del bar no había dejado dicho adonde iba, el señor Mandanga o su esposa recordaban haber mencionado aquél en el curso de su conversación conmigo el nombre de Castelldefels, población limítrofe, aunque no explorada hasta el momento por ninguno de ellos, de modo que hacia allí se dirigieron en el camión de reparto de hortalizas de uno de los presentes, el cual, en su condición de transportista, conocía el camino a Mercabarna como la palma de la mano, que era blanca, como lo es siempre la palma de la mano de los negros, incluso de los más endrinos, sin que nadie hasta el día de hoy haya sabido darme razón de esta rareza, pues desde tiempos inmemoriales (diez millones de años o más) han tenido los negros expuesta al sol esta parte de su cuerpo y no otras, que probablemente llevaban pudorosamente ocultas, sin por ello dejar éstas de ser negras y bien negras. En aquella ocasión, sin embargo, no se puso sobre el tapete este interesante enigma, ya que otros asuntos más apremiantes requerían nuestra atención, siendo el primero de ellos permitir al señor Mandanga finalizar su relato, cosa que hizo diciendo que, llegados a Castelldefels, habían bajado todos del camión y alumbrándose con teas y enarbolando sus herramientas se habían puesto a peinar la zona calle por calle y casa por casa.
– Por suerte -comentó el señor Mandanga con agudeza- no nos tropezamos con nadie, que si alguien nos llega a ver, de fijo se hace encima sus cositas.
Llevaban un buen rato dedicados a la búsqueda de Magnolio y estaban por abandonarla juzgándola infructuosa, cuando oyeron a lo lejos un persistente tiroteo. Redoblaron sus esfuerzos y, guiados por el pigmeo Facundo, hombre de corta estatura pero muy fino olfato y excelente poeta, no tardaron en dar con nuestro chalet y allí con la escena ya descrita.
Concluido este relato, hice yo el mío de lo sucedido. Para entonces ya me habían quitado de encima al abogado (ahora cesante) señor Miscosillas y me había podido poner de pie y pasar revista a las tristes víctimas de su propio y ajeno desatino. Hecho esto, pregunté al señor Mandanga qué pensaba hacer, creyendo que me respondería que dar parte del macabro suceso a la policía, pero él, encogiendo los macizos hombros hasta cubrirse con ellos los mofletes, respondió:
– Usted proceda como mejor le plazca, que nosotros lo haremos conforme nuestro leal saber y entender.
Tras lo cual sacó del bolsillo una caña de un palmo y medio de longitud perforada por ambos extremos y también por la parte superior y llevándosela a los labios y obturando algunos de los orificios laterales utilizó este instrumento como si fuera una flauta y por este medio congregó a sus huestes en el salón.