– Cariño, súbete los pantalones y vuélvete a poner el cinturón. Lo que has hecho es de una gran nobleza. No merezco tanta generosidad. Yo maté a Pardalot.
Hizo Arderiu lo que su mujer le decía sin dejar de refunfuñar y de asegurarnos que en su casa mandaba él y que a él no le decía nadie lo que tenía que hacer. En resumen, que si él decía que era un asesino es que era un asesino y punto. En aquella ocasión, sin embargo, cedía a los ruegos de su mujer por no contrariarla, pues la veía muy afectada por la tesitura, acabó diciendo. Al final, como nadie le hacía caso, se sentó y cedió a Reinona el uso de la palabra.
– Aquella noche -empezó diciendo Reinona- Ivet me llamó por teléfono y me contó lo del robo de los documentos. Los había hojeado y estaba muy alterada al ver lo que su padre había hecho. También se había chutado. Le dije que se tranquilizara, que yo me ocuparía del asunto y lo arreglaría todo. Llamé a Pardalot. No estaba en casa. Supuse que estaría en su despacho de El Caco Español, donde solía aliviar la soledad de sus noches, unas veces incomunicado, jugando con el ordenador, otras conmigo. Fui. Santi me abrió la puerta, como ya había hecho anteriormente en repetidas ocasiones. Yo mantenía un estrecho ligamen con Pardalot. Él todavía estaba enamorado de mí y yo me dejaba querer para tenerlo controlado. De este modo, pensaba yo, protegía a Agustín Taberner, alias el Gaucho, de cualquier posible represalia por parte de Pardalot o de sus socios. En realidad, todo en esta vida lo he hecho por Agustín Taberner, alias el Gaucho. Una es así. Pero no hablemos de mí. Estarán ustedes ansiosos por saber cómo lo hice. Ahora mismo se lo contaré.
Tras este preámbulo hizo una pausa, que aprovechó Ivet Pardalot para intervenir diciendo:
– Señora, su marido es tonto, pero usted es tonta y además cursi. Ahora pretende incriminarse a sí misma para proteger a Ivet, como si alguien, salvo usted misma, pudiera tomarse en serio la culpabilidad del paradigma de la ñoñez que es su hija. ¿De veras cree que Ivet habría sido capaz de entrar en las oficinas de El Caco Español, encontrar el despacho de mi padre, dispararle siete tiros y acertar al menos uno, si ni siquiera sabe hacer funcionar el mando a distancia del televisor? Ivet se pasa la vida en órbita, a ver si se entera de una vez. En cuanto a usted, querida Reinona, princesa de las joyas falsas y los sentimientos falsos, no crea que ha hecho una proeza tratando de encubrir a su hija. Su confesión no tiene ninguna credibilidad. ¿Por qué habría de tenerla? Hace años estuvo usted a punto de confesarle a
mi padre su traición, pero no se la confesó; se fue a Londres a abortar, pero no abortó; quiso suicidarse, pero no se suicidó. ¿Y ahora pretende hacernos creer que ha matado a alguien? Nada, nada, usted, como todas las mujeres de su generación, siempre está a punto de hacer algo decisivo, pero al final se queda cruzada de brazos y espera a que aparezca un lila y pague los platos rotos. Y a esto le llama dejarse llevar por los sentimientos. Pues no, señora, esto es vivir del cuento. Y déjeme decirle una cosa más: habría sido más honrado por su parte dejar que el pobre Arderiu cargara con el asesinato. Si él le ha consentido a usted tantos años sus caprichos, déjele que ahora vaya también a la cárcel por usted. Asuma su papel, señora, y no lo quiera arreglar todo con una hombrada de última hora. Quizá conmueva a los carcamales de su generación, pero para la gente de hoy, para la gente normal, usted es un espantajo, una broma. No hablo por hablar: su marido me ha contado muchas cosas de usted. Las personas siempre cuentan muchas cosas cuando creen que alguien las escucha. Yo escucho. Dejé hablar a Arderiu y acabó cantando el Parsifal. Por él supe la vieja historia de Reinona y Agustín Taberner, alias el Gaucho. Supe que él seguía aquí, que estaba inválido. Pero Arderiu no supo decirme dónde se había metido. Entonces decidí encontrarlo y acabar con los dos, con el inválido y con Reinona. Ellos habían destruido la vida de mi padre e indirectamente también la mía. Yo destruiría la suya. Pero para eso tenía que hacerle salir de su escondrijo. Me lié con Miscosillas. Con él fue más fácil aun que con Arderiu. Ni siquiera hacía falta escucharle. En su infinita petulancia creía que yo lo amaba y lo admiraba y no paraba de hablar. ¡Infeliz! ¿Qué sentimientos puede inspirar un badulaque achacoso, que viste ropa de Armani, lleva un Rolex y es tan retrógrado que aún le hace gracia Mafalda? Se preguntarán ustedes cómo he podido tener tanto éxito con los hombres sin valer gran cosa. No tiene mérito. Los hombres son muy exigentes a la hora de emitir juicios estéticos sobre las mujeres, pero a la de la verdad, se conforman con cualquier cosa. Cuando descubrí esto, mi vida se volvió mucho más interesante. No me importa admitir que he utilizado a los hombres. Forma parte de mi profesión. Un empresario lo utiliza todo: hombres, mujeres, minerales, créditos bancarios, todo lo transforma, todo lo aprovecha, a todo le saca un rendimiento. Menos a una empresa como la de mi padre. En cuanto vi los libros me di cuenta de que aquello no podía seguir así. Había que disolver la sociedad antes de que se fuera definitivamente al garete. Pero para eso había que retirar a los pitecántropos que aún pretendían vivir del privilegio y la fachenda. Me refiero a mi padre, al alcalde, a Miscosillas y compañía. No era mi intención hacerles daño. Ni siquiera sus intereses económicos habrían salido perjudicados si me hubiera dejado las manos libres. Habrían percibido sabrosos estipendios y habrían asistido una vez al trimestre a un consejo de administración, para hablar de gastronomía y contar chistes verdes. Y mientras tanto yo habría llevado el timón. Le insinué a mi padre el proyecto y no lo entendió. Desde joven había vivido al amparo de un sistema artificial y no quería darse cuenta de que los tiempos habían cambiado. Mi padre se creía un empresario. Un empresario catalán. Intenté explicarle que esto era un oxímoron, pero tampoco sabía lo que era un oxímoron. Comprendí que era inútil seguir razonando y decidí forzar la situación. Miscosillas me había hablado de los documentos concernientes al señor alcalde. Eran una minucia. ¿A quién le puede importar el pasado fraudulento de un político cuando con el presente basta y sobra? De todos modos decidí valerme de ellos para provocar una crisis. El resto ya lo saben. El plan salió bien, pero la cosa acabó mal. Quise engañar y fui la primera engañada. No me volverá a suceder.
Concluyó Ivet Pardalot su discurso y nos quedamos todos callados, meditando sus palabras. Arderiu se sirvió un whisky, lo apuró de un trago y finalmente se hizo eco del sentir general diciendo:
– Todo esto está muy bien, pero, ¿puede alguien decirme quién mató a Pardalot? La intriga se complica cada vez más y, si quiere saber mi opinión, se está convirtiendo en un auténtico rollo. O nos dice quién mató a Pardalot o aprovechando que estamos cerca del Prat, me voy a hacer unos hoyos.
– Y yo a mi bufete -dijo el abogado señor Miscosillas.
– Y yo a desayunar -dijo Santi.
– Y yo a un mitin -dijo el señor alcalde.
– Y yo a un centro de acogida para señoritas descarriadas -dijo Ivet.
– Y yo a casa, a hacerle un fricandó a mi maridito, que se lo merece todo -dijo Reinona.
– Está bien -dije yo-, les complaceré con sumo gusto. A decir verdad, a mí también me gustaría acabar con este enredo y descansar un poco antes de abrir la peluquería. Pero para ello es preciso hacer comparecer al personaje central de esta trama. Les ruego, pues, señores, que vayan a buscar a Agustín Taberner, alias el Gaucho, y lo traigan al salón, de grado o por fuerza.
*
Les indiqué que podían encontrar la silla de ruedas en el cuarto del piso superior del chalet, y al propio Agustín Taberner, alias el Gaucho, en un rincón oscuro al pie de la escalera. Como la operación requería varios brazos y bastante esfuerzo, confiaron a Santi la vigilancia de las tres mujeres y de mi propia persona y salieron el señor alcalde, Arderiu y el abogado señor Miscosillas a cumplir la condición impuesta por mí para una satisfactoria solución del problema en general y de algunos de sus componentes en particular.