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– Espere. Si se propone revelarnos la identidad del asesino, es de justicia que todos estemos en igualdad de condiciones y la ley lo exige. Todos estamos sentados y Arderiu no tiene silla. Horacio, ya sabes lo que te toca.

Todavía bajo los efectos del atentado a su hombría, el abogado señor Miscosillas replicó que a él no le tomaba nadie por el pito del sereno, ni siquiera un alcalde a punto de ganar las elecciones, y añadió que si Arderiu se quería sentar, que se fuera a buscar él mismo una silla o que se sentara en el suelo. Arderiu se excusó diciendo que por no conocer la distribución interior del chalet le era imposible distinguir una silla de otro objeto suntuario y que no se podía sentar en el suelo porque sufría de vértigo. Al final el propio alcalde se levantó del sofá y dijo que ya iría él por la silla, pero recalcó que no iba en su condición de alcalde, sino como un ciudadano más, toda vez, dijo, que los alcaldes tienen, en virtud de su cargo, una doble personalidad, como Clark Kent. Cuando hubo regresado, reanudé el relato de los hechos diciendo:

– Conocedora de la existencia de documentos funestos para la brillante carrera política del señor alcalde, de dónde los guardaba su padre y de la forma de hacerse con ellos, Ivet Pardalot se puso en contacto con la otra Ivet simulando, merced a los artilugios que ahora están ahí tirados de cualquier manera, ser un hombre gordo y con problemas fonéticos y le propuso instrumentar un robo en las oficinas de El Caco Español. La señorita Ivet Pardalot había sabido de mi existencia por medio de sus agentes y consideraba que mi probidad e impericia me hacían idóneo para llevar a cabo su plan, pero necesitaba a Ivet para inducirme a cometer un delito y, por añadidura, para implicarla a ella en él. Ivet necesitaba dinero para sus cosas y se avino a cooperar. El plan de Ivet Pardalot, por si no lo han entendido aún, era sencillo: yo robaba los documentos concernientes al señor alcalde de las oficinas de El Caco Español y se los daba a Ivet; luego Ivet se los daba a ella, y por último la policía nos trincaba a Ivet y a mí. La noche del crimen alguien (la propia Ivet Pardalot, el abogado señor Miscosillas o Santi, lo mismo da) desconectó la alarma y dejó abiertas las puertas, incluida la puerta automática del garaje. Pero dejó en marcha el circuito cerrado de televisión, donde mi hazaña, sin yo saberlo, quedó grabada paso a paso. De este modo Ivet, o el propio Pardalot, podían demostrar mi culpabilidad. Y una vez en manos de la justicia, a mí no me habría quedado otra salida que delatar a Ivet, e Ivet sólo habría podido decir a la policía que había obrado por cuenta de un señor gordo y acaponado. Sin ser nada del otro mundo, el plan no estaba mal sobre el papel, pero, como ocurre siempre, el azar introdujo un elemento con el que nadie había contado. Porque aquella misma noche Pardalot acudió a las oficinas de El Caco Español. No era inusual que tal cosa hiciera: en su vida descorazonada no encontraba consuelo sino en el trabajo. Pasada la medianoche entró en su despacho y de inmediato se dio cuenta de que alguien había estado allí. Verificó la desaparición de los documentos y, sin imaginar que el robo lo había cometido su propia hija, avisó de lo ocurrido al señor alcalde, el cual se encontraba aún en su propio despacho del Ayuntamiento. El señor alcalde acudió a las oficinas de El Caco Español, tal y como, según su versión, Pardalot le dijo que hiciera. Siguió, siempre según él, el mismo camino que yo había seguido hasta llegar al despacho de Pardalot. Pero cuando llegó allí, de acuerdo, insisto, con sus propias palabras, Pardalot ya estaba muerto. Ahora bien, ¿existió realmente esa llamada telefónica?

*

Acostumbrado a oír más duras acusaciones en el consistorio, el señor alcalde no perdió la calma ni la compostura.

– La llamada debe de estar anotada en el registro de llamadas del Ayuntamiento -dijo-. Cualquier ciudadano lo puede consultar. Es un servicio gratuito.

– No hace falta consultar ningún registro -repliqué-. Sin duda hubo una llamada, pero no fue Pardalot quien la hizo, sino Santi. Santi trabaja para usted, además de trabajar para todos los demás. Usted no podía permitir que Pardalot dispusiera libremente de unos documentos que podían arruinar su carrera. Por eso colocó a Santi en las oficinas de El Caco Español De esta forma tenía vigilado a Pardalot y, de paso, a los restantes personajes de este drama. Cuando Pardalot descubrió la sustracción de los documentos, lo primero que hizo fue llamar a Santi, sobre quien recaía aquella noche la responsabilidad de vigilar el edificio. Y a Santi le faltó tiempo para avisarle a usted. Entonces usted dio orden a Santi de matar a Pardalot.

– Esto es absurdo -dijo el señor alcalde-, ¿qué interés podía haber tenido yo en matar a Pardalot precisamente cuando los documentos ya no estaban en su poder? Y si realmente hubiera ordenado a Santi matar a Pardalot, ¿por qué habría corrido el riesgo innecesario de acudir en persona a las oficinas de El Caco Español la noche misma del crimen? Es probable que las cosas sucedieran como usted dice, pero de otra manera. A saber: Pardalot descubrió la sustracción de los documentos, me llamó y me pidió que fuera a verle. Luego llamó a Santi para echarle una bronca, y Santi, ante la perspectiva de quedarse sin empleo, lo mató. No parece muy lógico, pero los asesinos actúan como Dios les da a entender. Tal vez discutieron. Al fin y al cabo, de todos los posibles asesinos, Santi es el único que disponía de un arma.

– Oiga, señor alcalde -dijo Santi-, con el debido respeto, a mí no me cargue el mochuelo. Ciertamente tenía el arma y la ocasión, pero ¿dónde está el móvil? Y aun cuando tuviera alguna razón para liquidar a Pardalot, ¿por qué había de elegir para hacerlo una noche tan concurrida? No olvide que con posterioridad al suceso alguien me disparó estando yo en casa de este caballero, sin duda con la intención de silenciarme. ¿No es eso incompatible con la autoría del crimen? No, excelentísimo señor alcalde, señoras y señores: yo no fui. En cambio, si me permiten una sugerencia, ¿no les parecería lógico que la propia Ivet, que se había quedado con la carpeta azul para sacarle un dinero extra al encapuchado, viendo que contenía documentos comprometedores para Agustín Taberner, alias el Gaucho, su propio padre, soliviantada y cocida como cada noche, regresara a las oficinas de El Caco Español, entrara por el camino ya sabido y disparara contra Pardalot?

Iba a protestar Ivet de esta insinuación, pero Reinona se lo impidió poniéndose en pie y pidiendo la palabra con gesto tan decidido cuanto atribulado. Le prestamos la atención que reclamaba y ella se disponía a tomar la palabra, cuando Arderiu se le adelantó y, subiéndose a la silla que el señor alcalde acababa de suministrarle, dijo:

– No hace falta seguir acusando a todo el mundo por riguroso turno. Ahora que estamos todos reunidos, quiero hacer una confesión. Por este motivo me he subido a la silla, desafiando el vértigo y la ley de la gravedad al mismo tiempo. Bien, voy a hacer, como digo, una confesión, y la haré sin rodeos. Yo maté a Pardalot. ¿Cómo, cuándo y por qué? Ahora mismo se lo explicaré sin rodeos. Aquella noche yo había salido a dar una vuelta en mi coche. Tengo un Porsche Carrera de 3.600 centímetros cúbicos. En plena Vía Augusta me quedé sin gasolina. Y también sin batería y sin líquido de frenos. Estas cosas pasan. Por suerte estaba cerca de las oficinas de El Caco Español. Vi luz en la ventana del despacho de Pardalot. No recuerdo por dónde entré, pero entré, fui al despacho de Pardalot y le pedí que me dejara llamar por teléfono al taller. No quiso y lo maté. Bien, podemos dar el caso por resuelto.

Bajó de la silla y, asumiendo dignamente su condición de inculpado, se quitó la corbata, el cinturón y los cordones de los zapatos. Luego, como no sabía donde dejar estos adminículos, se los metió en el bolsillo de la americana. Reinona, que seguía en pie, se llegó hasta él, le puso la mano en el hombro, sonrió enternecida y dijo:

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