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– ¿Dónde está mi papi?

A esta conmovedora súplica la otra Ivet respondió en tono sarcástico:

– No te precipites, Ivet. No tenemos ninguna prisa. Y al llegar a una casa lo primero de todo es saludar. ¿No te acuerdas de lo que nos enseñaron las monjas en el internado?

Miró Ivet a Ivet con extrañeza y detenimiento y reconociendo en ella a su antigua condiscípula, no pudo evitar, pese a lo angustioso de su situación, que una sonrisa, en recuerdo de alguna inocente travesura infantil, iluminara sus facciones.

– ¡Ivet! -exclamó con alegría una vez repuesta de su sorpresa-, ¡cuánto tiempo sin verte ni saber de ti! Estás igual que entonces. Para ti no pasa el tiempo. O, al menos, no pasa en balde.

Hizo amago de echarse en sus brazos, pero Ivet Pardalot la detuvo con un ademán conminatorio.

– Dejemos para mejor ocasión las efusiones -dijo.

– Sentí mucho lo de tu padre -dijo Ivet-. Habría ido al entierro, pero precisamente aquel día tenía mucho trabajo.

– No importa -repuso Ivet Pardalot-. Yo también siento mucho lo de tu padre.

– ¿Lo de mi padre? ¿Qué tienes que ver con mi padre? ¿Acaso tú sabes dónde está? ¿Puede ser que esté aquí, en este chalet tan feo?

– Puede ser -respondió secamente Ivet Pardalot-. Luego hablaremos de este tema, cuando hayamos resuelto ciertos asuntos pendientes. No nos llevará mucho, soy de una gran eficiencia. Time is money, como me enseñaron en Amherst, Massachusetts. A estos señores ya los conoces: el señor alcalde y el abogado Horacio Miscosillas. El joven de buen ver, tullido y con una Beretta 89 Gold Standard calibre 22, o sea una pistola, es Santi, antiguo guardia de seguridad en El Caco Español, actualmente a mi servicio, aunque no estoy nada contenta de los resultados. Y éste, por último, es tu peluquero.

– No es mi peluquero -protestó Ivet.

– Me presento a la reelección -dijo el señor alcalde-. ¿Puedo preguntarle si es usted hija del difunto Pardalot, señorita? En tal caso le aseguro que su difunto padre y yo éramos buenos amigos. Mi más sentido pésame. ¿Le he dicho ya que me presento a la reelección?

– Sí, señor alcalde -respondió Ivet-. Y no soy hija del difunto Pardalot. Pero me llamo Ivet, como la hija del difunto Pardalot. En realidad, mi padre es Agustín Taberner, alias el Gaucho. También era amigo de usted y precisamente he venido a canjearlo por estos documentos, tal como convine esta tarde con un señor encapuchado. Lo llamo así porque en el curso de la conversación él se definió a sí mismo como encapuchado, pero como hablábamos por teléfono, no puedo asegurar si en efecto iba encapuchado o sin capucha o en cueros vivos. Fuera como fuese, concertamos una cita a las nueve en José Luis. Si yo llevaba los documentos, me dijo, mi padre sería liberado sano y salvo. Y, por supuesto, de todo aquello a la policía, ni una palabra.

– Pero ella no acudió a la cita -intervino el abogado señor Miscosillas-. Yo, en cambio, sí. Siguiendo las instrucciones de mi mandante, me personé puntualmente en el local convenido, me aposenté en un punto estratégico de la barra desde el que podía columbrar la puerta del mencionado local y esperé tomando un whisky. A las nueve y veinte un camarero me preguntó si esperaba a una tal Ivet por el asunto de un secuestro y al responderle yo en sentido afirmativo me dijo que la tal Ivet acababa de llamar por teléfono diciendo que le había sido imposible llegar a tiempo y que en aquel momento estaba en la otra punta de la ciudad y ya sabe usted cómo está el tráfico a estas horas y a todas horas y el día menos pensado la ciudad va a colapsar, etcétera, etcétera. No supe si aquello formaba parte del recado o si el camarero expresaba su propio parecer. Lo único cierto es que Ivet me proponía postergar nuestro encuentro hasta las diez menos cinco y desplazarlo a otro local denominado Dry Martini. Como no estaba lejos, fui dando un paseo hasta este establecimiento y allí volví a entretener la espera con un par de cócteles deliciosos. A las diez y diez se repitió la escena del camarero y el recado. Esta vez la cita fue en un bar de la calle Santaló. Tres cócteles más tarde se produjo una nueva cita en un cuarto bar del barrio de la Ribera, no lejos de Santa María del Mar. Allí me dieron las once y media sin que llamara nadie. O tal vez sí hubo una llamada pero el local estaba muy concurrido, el volumen de la música era alto y yo había tomado más copas de la cuenta. Pagué, salí, vomité y vine. Quizá vomité antes de salir, no recuerdo.

– ¿Ves como eres tonto? -dijo Ivet Pardalot cuando el letrado hubo concluido su exposición-. Una mosquita muerta como la pobre Ivet, seguramente asesorada por esta eminencia de la peluquería, te ha estado paseando por toda Barcelona para ganar tiempo y permitir que su cómplice intentara sin éxito el rescate de Agustín Taberner, alias el Gaucho.

– Sí, y con una excusa inverosímil -dijo el señor alcalde-, porque en Barcelona la circulación es muy fluida a todas horas y en toda la red viaria.

– Y mientras tú te emborrachabas -continuó Ivet Pardalot señalando con dedo desdeñoso al abogado señor Miscosillas-, Ivet iba siguiendo tus pasos y riéndose de ti.

Ivet reconoció haber obrado del modo descrito, risa incluida, y de esta manera, en pos del abogado señor Miscosillas, haber llegado a Castelldefels. Pero ahora, una vez allí (en Castelldefels) comprendía su error, pues en aquel chalet (de Castelldefels) sólo había gente buena y honrada y amiga de su padre.

– Siento mucho desengañarla, señorita Ivet -intervino en aquel punto Santi para decir-, pero por lo que llevo visto, no todos los aquí presentes son amigos de su padre de usted ni de usted. Algunos sí lo son. Otros, en cambio, se la tienen jurada. La cuestión es saber quién pertenece a un grupo y quién a otro, y quién, al proclamar sus lealtades, dice la verdad o miente. Si le sirve de consuelo, yo me encuentro en una situación muy parecida. Claro que yo tengo una Beretta 89 Gold Standard calibre 22.

– Yo te lo puedo explicar todo o casi todo -dije-, si estas personas me lo permiten y tú me prestas crédito. Lo haré como mejor sepa, pero no respondo de la claridad ni de la brevedad.

Asintió ella, nadie se opuso y yo hice un breve resumen de lo hasta aquí ya dicho. Llegado a este punto, proseguí diciendo:

– Los tres amigos objeto del presente relato constituyeron una sociedad. Uno de ellos ambicionaba hacer carrera política y juzgó prudente que su nombre no figurara en los papeles. Un joven licenciado en derecho le hizo de testaferro. Las cosas fueron bien. Todos prosperaron. Pero al principio hubo que correr ciertos albures y el nombre de quien no debía aparecer debió de aparecer en alguna operación poco clara. Poca importancia tendría este hecho hoy en día si el individuo en cuestión no hubiera prosperado también en el terreno de la política.

– ¡Cómo! -exclamó el señor alcalde-, ¿un político prevaricador? Espléndido. Lo utilizaré en mi campaña. ¿Quién es?

– Usted mismo, señor alcalde.

– Oh -dijo el señor alcalde-, éstas no son cosas que yo deba oír.

– Entonces no escuche, porque vienen más -dije yo reanudando mi exposición-. Pero antes permítanme introducir en el relato un nuevo personaje y hacer un breve interludio sentimental.

Traté de aclararme la voz sin incurrir en excesivas expectoraciones y continué:

– Había una vez una mujer joven, hermosa, inteligente, poseedora, en fin, de todas las gracias. Estas mujeres suelen pertenecer a familias venidas a menos o directamente pobres. Pardalot la conoció y se enamoró de ella. Se hicieron novios. Cuando estaban a punto de casarse, ella rompió el compromiso y desapareció. Pardalot nunca se repuso de esta deserción. Se casó con otra, tuvo una hija. Se divorció, se volvió a casar varias veces. Seguramente se habría seguido casando si no lo hubieran asesinado. Pero no lo mataron por esta razón.

»La mujer que le había roto el corazón -seguí diciendo- regresó a Barcelona al cabo de unos años y contrajo matrimonio con Arderiu, individuo rico y un poco vacuo. Pardalot y ella por fuerza habían de reencontrarse en la vorágine de la vida social y cultural de nuestra ciudad, tan intensa como variada. El tiempo había serenado sus ánimos y entre ambos se renovó su antigua relación, sin reproches ni rencores.

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