Se levantó del sofá, sacó del bolsillo una octavilla de propaganda electoral en la que figuraban su risueña efigie sobre fondo azul y un incisivo eslogan (Com a cal sogre!) y recorrió el exiguo corro de los allí presentes mostrando a cada uno la foto y preguntando:
– ¿Es ésta la cara de un demente? Decidme, ¿son éstos los rasgos faciales de un locatis?
Nos abstuvimos piadosamente de responder, le tranquilicé respecto de la autoría del crimen y conseguimos reintegrarlo con ruegos y carantoñas al sofá. Luego, cerrado este emotivo paréntesis, volvió a tomar Ivet Pardalot las riendas de la situación y la palabra e instó a Santi a cumplir las aviesas órdenes por ella misma impartidas, a lo que se negó aquél alegando que necesitaba ambas manos para sujetar las muletas y en aquellas condiciones no podía obligarme a acompañarlo afuera y allí darme un triste fin. Al oír esta burda evasiva se rió con sarcasmo Ivet Pardalot.
– Ya entiendo -dijo-, has prestado oídos a los infundios de este embaucador. No importa. Horacio, coge la pistola de Santi, saca a este tipo al jardín y cárgatelo. El señor alcalde te ayudará a cavar la fosa.
– Cariño -repuso el abogado señor Miscosillas-, yo sólo soy un pobre abogado. Mercantilista, que es la especie más mansa.
– Y yo, no es por no trabajar -dijo el señor alcalde-, pero también preferiría abstenerme.
Ivet Pardalot descargó un furioso puntapié contra el pick-up.
– Claro -gritó-, con las canciones que oíais, ¿cómo ibais a salir? Los hombres os habéis vuelto unas gallinas y en consecuencia las mujeres hemos de hacer de gallos y además de gallinas. Al final todos hemos salido perdiendo, menos los curas. Está bien. No discutamos. Yo lo haré.
Y diciendo estas palabras abrió un cajón de la cómoda y sacó de él un viejo revólver Remington calibre 44 con el cual nos apuntó a todos sucesivamente mientras cerraba ahora un ojo ahora el otro para mejor hacer puntería.
– Me parece -comentó el señor alcalde- que no soy el único que tiene un tornillo suelto.
El abogado señor Miscosillas dio un paso hacia Ivet Pardalot, pero ésta hizo con el revólver un ademán tan expresivo que el abogado señor Miscosillas dio otro paso en dirección opuesta y volvió adonde estaba antes de dar el primer paso. Su rostro expresaba consternación.
– Ivet, monina -murmuró-, ¿qué va a pensar esta gente? Deja el revólver en su sitio. Puede estar cargado. Por jugar con armas ocurren muchos accidentes. No tantos como yendo en moto, pero más de los que uno imagina. ¿De dónde lo has sacado?
– Registrando la casa -dijo ella- encontré los discos, una pila de Playboys del año de la catapún y este viejo revólver Remington calibre 44, oxidado y polvoriento, pero cargado y en uso. El revólver -añadió dirigiéndose a mí- era de mi abuelo. El abuelo Pardalot hizo su fortuna después de la insoportable guerra civil española por los métodos habituales en aquella época histórica tan aburrida. Ya rico, se compró una casa en S'Agaró y otra en Camprodón para veranear con la familia, y en Castelldefels se construyó este chalet para traer a las fulanas. Cuando el abuelo se cansó de traer y llevar fulanas, su hijo, o sea mi difunto padre, empezó a usar el chalet con o sin el consentimiento del abuelo, para venir con sus amigachos y unas pobres chicas a las que habían hecho creer el cuento de la liberación sexual. Con aquellas paparruchas y estos discos dejaron malparada a más de una y después si te he visto no me acuerdo. ¿Es así o no es así, señor alcalde?
– La verdad -suspiró el señor alcalde-, otros no sé, pero yo me mataba a pajas.
– Mi abuelo había sido fetichista -siguió contándome Ivet Pardalot- y por eso tenía pistola.
– Falangista, monina -corrigió el abogado señor Miscosillas-. En la posguerra unos tenían pistolas y otros tenían fulanas. Pero pistolas y fulanas, sólo los falangistas. Te lo he intentado explicar miles de veces, pero no atiendes, monina.
– El grupo de mi padre -prosiguió Ivet Pardalot sin hacer caso de las acotaciones del otro- lo formaban tres amigos, a saber, mi propio padre, el señor alcalde aquí presente y un tercer hombre llamado Agustín Taberner, alias el Gaucho. Había más, por supuesto, pero estos tres eran el cogollo.
– El meollo, monina -corrigió el abogado señor Miscosillas. Y a los demás-: Yo no pertenecí nunca a ese grupo. Era un poco más joven y no era de buena familia. Estudié con becas. Mi única diversión era ir los domingos al cine del barrio. Vi once veces Siete novias para siete hermanos. Esta película representaba y aún ahora representa en mi imaginación el ideal que siempre he soñado para Cataluña.
– Yo en cambio vi tres veces El séptimo sello y no saqué nada en claro: ni quién era el chico, ni nada de nada -dijo el señor alcalde-. ¡Ah, tiempos felices que nunca volverán! Éramos jóvenes, inquietos, ávidos de saber, insaciables, tres imbéciles, siempre juntos: tu padre y yo y aquel bandarra que bailaba tan bien la milonga. ¡Dios sabe por dónde andará!
– Por ninguna parte -le contestó el abogado señor Miscosillas-. Está inválido y lo tenemos secuestrado en el piso de arriba.
– ¿Secuestrado? Uf, éstas no son cosas que yo deba oír.
– Llevaba años escondido en una residencia para inválidos de Vilassar -siguió refiriendo el abogado señor Miscosillas-. Por pura chamba conseguí averiguar su paradero sobornando a un chófer negro y botarate que de cuando en cuando traía y llevaba a la otra Ivet a la residencia de Vilassar. Con Agustín Taberner, alias el Gaucho, como rehén, pensábamos que la otra Ivet entregaría los documentos que este majadero robó de las oficinas de El Caco Español. Esta Ivet, o sea, Ivet Pardalot, se puso en contacto con ella, con la otra Ivet, y ambas convinieron una cita conmigo esta noche en José Luis. La otra Ivet había de llevar allí los documentos y yo, a cambio, le devolvería a su padre.
– Ay, Horacio, qué mal te explicas -dijo el señor alcalde-. ¿Qué bar? ¿Qué cita? ¿Qué padre?
– El de ella -respondió el abogado señor Miscosillas-. Agustín Taberner, alias el Gaucho, es el padre de Ivet. No de esta Ivet, sino de la otra Ivet. El padre de esta Ivet era Pardalot.
– Ya lo entiendo -dijo el señor alcalde-. Y también entiendo que la otra Ivet no acudiera a la cita con los documentos. ¿Quién le aseguraba que una vez entregados éstos tú le devolverías a su padre?
– La pura lógica -repuso el abogado señor Miscosillas-. Una vez efectuado el cambio, ¿para qué querríamos seguir reteniendo a un inválido? Con el canje de documentos por padre, las cosas habrían vuelto a una normalidad conveniente para todos.
– En esto, señor Miscosillas -dije yo-, se equivoca usted. En realidad los documentos no le interesan a nadie y el robo por mí efectuado sólo fue una tapadera de los auténticos propósitos de la persona que maquinó y ha dirigido desde el principio el enmarañado argumentó de este relato, en el cual usted y los demás participantes sólo hemos sido crédulos comparsas.
– Caramba -dijeron a coro el señor alcalde e Ivet Pardalot-, ¿alguien puede poner en claro este acertijo?
– Yo mismo -respondí-, pero no ahora, porque si mis oídos no me engañan, alguien está llamando a la puerta con vigorosos porrazos y desaforados gritos.
*
Era tal cual: acompañando mis últimas palabras y casi ahogándolas con su fragor, resonaba en todos los rincones de la casa el clamoroso llamamiento. Sin mostrar sorpresa por ello, como si hubiera estado esperando aquella interrupción, Ivet Pardalot indicó mímicamente al abogado señor Miscosillas que atendiera la llamada y éste así lo hizo a regañadientes. Yo, en su lugar, habría aprovechado la ocasión (y las llaves) para salir de aquella casa donde tantas pistolas andaban en manos de desequilibrados y regresar a Barcelona en taxi si por allí había alguno o si no, a pie. Pero él (el abogado señor Miscosillas), bien por el deseo de saber cómo acababa todo aquello, bien por otras razones, como las que en breve nos iba a revelar, optó por regresar a la habitación iluminada (en adelante «el salón») en compañía de la persona causante de tanto alboroto, que resultó no ser otra que Ivet, también llamada sin motivo la falsa Ivet, para mí, mi Ivet, la cual arrojó sobre la mesa un cartapacio y exclamó: