Estaba de rodillas en el centro del círculo, rodeado por los signos, los objetos y palabras inscritas en el cuadrado. Sus manos temblaban tanto que las enlazó una con otra, engarfiando los dedos sucios de tiza, manchados de tinta y cera. Se puso a reír lo mismo que un loco, entre dientes, soberbio y seguro de sí. Pero Corso ya sabía que no estaba loco. Miró a su alrededor, consciente de que se le terminaba el tiempo, e hizo ademán de franquear la distancia que lo separaba del librero. Mas no se decidía a cruzar la línea y reunirse con él dentro del círculo.
Varo Borja le dirigió una mirada maligna, penetrando sus temores.
– Vamos, Corso. ¿No quiere leer conmigo?… ¿Tiene miedo, o ha olvidado el latín?… -las luces y las sombras se sucedían en su rostro con mayor rapidez, como si el cuarto empezara a girar en torno a él; pero el cuarto estaba quieto-. ¿No siente curiosidad por saber lo que encierran esas palabras?… En el dorso de esa lámina que asoma entre las páginas del Valerio Lorena, encontrará la traducción al castellano. Aplíqueles el espejo, como ordenan los maestros del arte. Sepa, al menos, para qué murieron Fargas y la baronesa Ungern.
Corso miró el libro, un incunable con tapas de pergamino, muy viejo y gastado. Después se agachó cauto, igual que si las páginas encerrasen alguna trampa mortal, hasta extraer con la punta de los dedos el grabado que asomaba de ellas. Era el I del número Tres, el ejemplar de la baronesa Ungern: tres torres en vez de cuatro. Al dorso, Varo Borja había escrito nueve palabras:
– Ánimo, Corso -insistió, agria y desagradable, la voz del librero-. Usted no tiene nada que perder… Aplíqueles el espejo.
Había, en efecto, un espejo muy cerca, en el suelo, entre la cera derretida de unas bujías a punto de apagarse. Era una pieza antigua y barroca, de plata, con mango labrado y manchas de vejez en la cara interna del azogue. Estaba vuelto hacia arriba y Corso se reflejaba en él, muy distante y en extraña perspectiva, al extremo de un largo corredor de luz rojiza y trémula. Imagen y doble, el héroe y su cansancio infinito. Bonaparte agonizando encadenado a su roca de Santa Helena. Nada que perder, había dicho Varo Borja. Un mundo desolado y frío, donde los granaderos de Waterloo eran osamentas solitarias que montaban guardia en caminos oscuros, olvidados. Se vio a sí mismo ante la última puerta: tenía la llave en la mano, igual que el ermitaño de la segunda lámina, y la letra Teth se le enroscaba en el hombro a la manera de una serpiente.
Crujió el cristal bajo la suela del zapato cuando le puso el pie encima. Lo hizo despacio, sin violencia; y el espejo, al romperse, sonó con un chasquido. Los fragmentos multiplicaban ahora la imagen de Corso en innumerables pequeños corredores de sombras a cuyo extremo otras tantas réplicas suyas permanecían inmóviles; demasiado lejanas e irreconocibles para que su suerte lo inquietara.
– Negra es la escuela de la noche -oyó decir a Varo Borja. Seguía arrodillado en el centro de su círculo y le daba la espalda, abandonándolo a su suerte. Corso se inclinó hacia una de las bujías para aplicar la llama al extremo de la hoja con el grabado I y las nueve palabras invertidas escritas en su reverso. Después dejó arder entre sus dedos las torres del castillo, la montura, el rostro del caballero que, vuelto hacia el espectador, aconsejaba silencio. Por fin dejó caer el último fragmento, convertido en cenizas un segundo más tarde, viéndolo alejarse y ascender en el aire caliente de las velas encendidas por la habitación. Entonces penetró en el círculo, acercándose a Varo Borja.
– Quiero mi dinero. Ahora.
El otro lo ignoraba, perdido en las sombras que parecían poseerlo cada vez más. De repente, inquieto, preocupado por algo, cual si la disposición de objetos en el suelo no fuese la esperada, se inclinó para rectificar la posición de algunos de ellos. Luego, tras breve duda, empezó a encadenar palabras en siniestra plegaria:
– Admai, Aday, Eloy, Agla…
Lo agarró Corso del hombro, zarandeándolo con violencia; pero Varo Borja no mostró emoción, ni temor. Tampoco intentaba defenderse. Seguía moviendo los labios al modo de un sonámbulo, o un mártir que orase, ajeno al rugir de los leones o al hierro del verdugo.
– Por última vez. Mi dinero.
Era inútil. Sólo encontró ante sí unos ojos vacíos, pozos de oscuridad que traspasaban su imagen sin verla; inexpresivos y fijos en las simas del reino de las sombras.
– Zatel, Gebel, Elimi…
Invocaba a los diablos, comprendió Corso, estupefacto. Plantado en mitad de su círculo, ajeno a todo, a su presencia allí e incluso a sus amenazas, aquel individuo estaba invocando a los diablos por su nombre de pila, como si tal cosa.
– Gamael, Bilet…
Sólo se interrumpió al primer golpe; un revés con el dorso de la mano proyectándole el rostro sobre el hombro izquierdo. Los ojos en sombras vagaron para detenerse, por fin, en un lugar impreciso del espacio.
– Zaguel, Astarot…
Cuando recibió el segundo golpe, un hilo sanguinolento le brotaba ya por una comisura de la boca. Retiró Corso la mano manchada de rojo, con repugnancia. Era igual que pegar en algo viscoso y húmedo. Respiró un par de veces y se entretuvo en contar diez latidos de su corazón antes de apretar los dientes, después los puños, y golpear de nuevo. Un reguero de sangre brotó ahora de la boca desencajada del librero. Seguía murmurando su plegaria, impresa en los labios tumefactos una sonrisa alucinada, absurda, de extraño gozo. Corso lo agarró por el cuello de la camisa para arrastrarlo, brutal, fuera del círculo antes de golpear otra vez. Sólo entonces Varo Borja exhaló un gemido animal, de angustia y dolor, y, pateando, zafándose con inesperada energía, se arrastró a gatas hasta el círculo. Tres veces fue empujado fuera, y tres veces regresó, obstinado, al interior. A la tercera, un rastro de gotas de sangre caía sobre los signos y las letras inscritas en el sello de Saturno.
– Sic dedo me…
Algo no iba bien. A la oscilante luz de cera, Corso lo vio detenerse, inseguro, y comprobar con mirada perpleja la disposición de objetos en el círculo mágico. Pero la clepsidra destilaba sus últimas gotas y el plazo de que disponía Varo Borja era, en apariencia, limitado. Volvió a repetir las últimas palabras con más convicción, tocando tres de las nueve casillas:
– Sic dedo me…
Con un gusto acre en la boca, Corso miró a su alrededor sin esperanza, mientras se limpiaba la mano manchada de rojo en los faldones del gabán. Más velas, consumidas, se apagaron entre chisporroteos, y el humo de los pábilos calcinados serpenteaba en espirales sobre la penumbra rojiza. Humo ouróboro, se dijo con amarga ironía. Después fue a la mesa de despacho arrinconada con otros muebles, apartó los objetos tirándolos al suelo, buscó en los cajones. No había dinero; ni siquiera un talonario de cheques. Nada.
– Sic exeo me…
El librero continuaba la letanía; echó un último vistazo en su dirección, al círculo mágico. De rodillas en el interior, inclinado hacia el suelo el rostro desfigurado y devoto, Varo Borja abría la última de las nueve puertas con una sonrisa de enajenada felicidad; línea oscura y diabólica que le cortaba la cara, la boca sangrante, igual que el tajo asestado por un cuchillo de noche y sombras.
– Hijo de puta -dijo Corso. Y con aquello dio por rescindido su contrato.
Descendió por la escalera hacia el arco de claridad gris recortado al final de los peldaños, bajo la bóveda que llevaba al patio. Allí, junto al brocal del pozo y los leones de mármol, ante la verja que daba a la calle, se detuvo y respiró hondo, saboreando el aire fresco y limpio de la mañana. Después buscó en el gabán hasta dar con el paquete arrugado y el último cigarrillo, que se colgó de la boca sin encender. Estuvo así un rato, inmóvil, mientras el primer rayo de sol levante, rojo y horizontal, que había dejado atrás al entrar en la ciudad, lo alcanzaba deslizándose entre las fachadas de piedra gris de la plaza para dibujar el forjado de la can cela sobre su rostro, haciéndole entornar los ojos llenos de insomnio y fatiga. Después el rayo de luz creció, moviéndose despacio hasta invadir el patio en torno a los leones venecianos, que inclinaron las melenas talladas en mármol cual si recibiesen, aceptándola, una caricia. La misma claridad, primero rojiza y luego luminosa como una suspensión de polvo de oro, envolvió a Corso. Y en ese momento, al extremo de la escalera que dejaba atrás, al otro lado de la última puerta del reino de las sombras, allí donde jamás llegaría la luz de ese amanecer en calma, sonó un grito. Un alarido desgarrado, inhumano, de horror y desesperación, en el que apenas pudo reconocer la voz de Varo Borja.