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– Esto es lo de Dumas -dijo ella, y Corso se irguió un poco, alerta y lúcido. Liana Taillefer golpeaba con una de sus uñas rojas las fundas de plástico que protegían las páginas-. El capítulo famoso. Claro que lo conozco… -al inclinar el rostro, el cabello se le había deslizado sobre la cara; tras la cortina rubia observaba a su visitante con suspicacia-…¿Por qué lo tiene usted?

– Su marido lo vendió. Intento autentificarlo.

La viuda encogía los hombros.

– Que yo sepa, es auténtico -suspiró largamente, devolviendo la carpeta-. ¿Vendido, dice?… Qué raro -pareció reflexionar-. Enrique tenía estos papeles en mucho aprecio.

– Tal vez recuerde dónde pudo adquirirlos.

– No sabría decirle. Creo que alguien se los regaló. -¿Era coleccionista de documentos autógrafos? -El único que le conocí fue ése.

– ¿Nunca comentó su intención de venderlo?

– No. Usted trae la primera noticia. ¿Quién es el comprador?

– Un librero cliente mío. Lo sacará a subasta cuando entregue el informe.

Liana Taillefer decidió concederle algo más de interés; las acciones Corso experimentaban una nueva subida, moderada, en la bolsa local. Se quitó las gafas para limpiarlas con el pañuelo arrugado. Sin ellas su aspecto era más vulnerable, y lo sabía de sobra. Todo el mundo experimentaba la necesidad de ayudarle a cruzar la calle cuando entornaba los ojos como un conejito miope.

– ¿Ése es su trabajo? -preguntó ella-. ¿Autentificar manuscritos?

Hizo un vago gesto afirmativo. La viuda estaba un poco desenfocada ante sus ojos, insólitamente más próxima.

– A veces. También busco libros raros, grabados y cosas por el estilo. Cobro por ello.

– ¿Cuánto cobra?

– Depende -se puso las gafas, y los contornos de la mujer se perfilaron de nuevo, nítidos, en su retina-. A veces mucho y otras poco; el mercado tiene sus altibajos.

– Una especie de detective, ¿no? -aventuró ella, en tono divertido-. Un detective de libros.

Era el momento de sonreír. Lo hizo mostrando los incisivos, con una modestia calculada al milímetro. Adóptenme en el acto, decía su sonrisa.

– Sí. Supongo que podríamos llamarlo así.

– Y me visita por encargo de su cliente…

– Eso es -ya podía permitirse aparentar mayor seguridad, así que golpeó el manuscrito con los nudillos-. A fin de cuentas, esto vino de aquí. De su casa.

Ella asintió despacio, observando la carpeta. Parecía reflexionar.

– Es raro -dijo al cabo de un momento-. No imagino a Enrique vendiendo ese original de Dumas. Aunque en los últimos días se comportaba de forma extraña… ¿Cómo ha dicho que se llama el librero? El nuevo propietario.

– No lo he dicho.

Lo miró de arriba abajo, con tranquila sorpresa. No parecía acostumbrada a conceder a los hombres más de tres segundos antes de verse complacida en sus deseos.

– Dígamelo, entonces.

Corso esperó un poco, lo necesario para que las uñas de Liana Taillefer iniciasen un tamborileo impaciente en el brazo del sofá.

– Se llama La Ponte… -declaró por fin. Era otro de sus trucos: hacer que los demás se atribuyeran triunfos que, en realidad, no eran sino concesiones triviales por su parte-. ¿Lo conoce?

– Claro que lo conozco; fue proveedor de mi marido -frunció el ceño con desagrado-. Venía por aquí de vez en cuando a traerle esos estúpidos folletines. Supongo que tendrá un recibo… Quisiera una copia, si no le importa.

Corso asintió vagamente mientras se inclinaba un poco hacia ella.

– ¿Era su marido muy aficionado a Alejandro Dumas?

– ¿A Dumas, dice? -Liana Taillefer sonrió. Se había echado el cabello hacia atrás y ahora sus ojos brillaban burlones-. Venga conmigo.

Se puso en pie con uno de esos gestos en los que invertía una eternidad, y se alisó la falda mirando alrededor como si de pronto hubiera olvidado el objeto de su movimiento. Era bastante más alta que Corso, a pesar de que calzaba tacón bajo. Lo precedió hasta un gabinete contiguo. Mientras la seguía, él observó su espalda ancha lo mismo que la de una nadadora, y la cintura ceñida, y justo en el límite. Le calculó treinta años. Parecía camino de convertirse en una de aquellas matronas nórdicas, con caderas en las que nunca se pone el sol, hechas para parir sin esfuerzo rubios Eriks y Sigfridos.

– Ojalá sólo fuera Dumas -dijo ella, indicando el interior del gabinete-. Mire esto.

Obedeció Corso. Las paredes estaban cubiertas de estantes de madera que se curvaban bajo el peso de gruesos volúmenes encuadernados. Sintió que sus glándulas segregaban saliva, por reflejo profesional. Dio unos pasos hacia los estantes mientras se tocaba las gafas: La condesa de Charny, A. Dumas, ocho tomos, ediciones La Novela Ilustrada, director literario Vicente Blasco Ibáñez. Las dos Dianas, A. Dumas, tres tomos. Los tres mosqueteros, A. Dumas, ediciones Miguel Guijarro, grabados de Ortega, cuatro tomos. El conde de Montecristo, A. Dumas, cuatro tomos de Juan Ros editor, grabados de A. Gil… También cuarenta tomos de Rocambole, por Ponson du Terrail. Los Pardellanes de Zevaco, completos. Y más Dumas, junto a nueve tomos de Victor Hugo y otros tantos de Paul Feval, cuyo Jorobado figuraba en encuadernación de lujo, tafilete rojo y cantos dorados. Y el Pickwick de Dickens, en traducción de Benito Pérez Galdós, flanqueado por varios Barbey d'Aurevilly y por Los misterios de París, de Eugenio Sue. Todavía más Dumas -Los Cuarenta y Cinco, El collar de la reina, Los compañeros de Jehú- y Venganza corsa, de Merimée. Quince tomos de Sabatini, varios de Ortega y Frías, Conan Doyle, Manuel Fernández y González, Mayne Reid, Patricio de la Escosura…

– Impresionante -comentó Corso-. ¿Cuántos títulos hay aquí?

– No lo sé. Dos mil y pico. Tres mil. Casi todos folletines en primeras ediciones, tal como fueron encuadernados después de publicarse por entregas… Otros son tomos ilustrados. Mi marido los coleccionaba con frenesí, pagando lo que pidieran por ellos.

– Un verdadero aficionado, por lo que veo. -¿Aficionado? -Liana Taillefer esbozó una sonrisa indefinible-. Lo suyo fue auténtica pasión.

– Yo pensaba que la gastronomía…

– Los libros de cocina eran su forma. de ganar dinero. Enrique tenía algo de rey Midas: cualquier recetario barato se convertía en éxito editorial en sus manos. Pero lo suyo era esto. Le gustaba encerrarse aquí y manosear esos viejos folletines. Suelen estar impresos en mal papel, y su obsesión era conservarlos. ¿Ve el termómetro y el indicador de humedad?… Podía recitar páginas enteras de sus obras favoritas. Incluso se le escapaban exclamaciones como voto a tal, diantre y cosas así. Los últimos meses los pasó escribiendo.

– ¿Una novela histórica?

– Un folletín. Ateniéndose a todos los lugares comunes del género, por supuesto -fue hacia un estante y cogió un pesado manuscrito, folios cosidos a mano. Estaban escritos con letra redonda y grande, por una cara-. ¿Qué le parece el título?

– La mano del muerto o el paje de Ana de Austria -leyó Corso en voz alta-. Sin duda es, bueno… -se pasó un dedo por el arco de una ceja, en busca del término apropiado a las circunstancias-. Sugerente.

– Y plúmbeo -añadió ella, devolviendo el manuscrito a su lugar-. Y lleno de anacronismos. Y absolutamente estúpido, se lo aseguro. Crea que sé de qué le hablo: al final de cada sesión de escritura me leía folio a folio, de principio a fin -dio unos golpecitos rencorosos sobre el título, caligrafiado con mayúsculas-. Dios mío. Le aseguro que llegué a odiar a ese paje y a la zorra de su reina.

– ¿Tenía intención de publicarlo?

– Claro que sí. Y con seudónimo. Supongo que habría elegido Tristán de Longueville, Paulo Florentini o algo por el estilo. Era muy propio de él hacer una cosa así.

– ¿Y ahorcarse? ¿También era propio de él?

Con la mirada fija en las paredes cubiertas de libros, Liana Taillefer guardó silencio. Un silencio incómodo, se dijo Corso; tal vez algo forzado, con el aire absorto como recurso. Igual que una actriz a la espera de proseguir su diálogo de modo convincente.

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