– Estuviste muy bien allá abajo, en el río -dijo, por decir algo-. No te he dado las gracias.
Ella sonrió un poco, soñolienta; pero sus ojos, con las pupilas dilatadas por la penumbra, habían seguido cada uno de los gestos de Corso.
– ¿Qué está ocurriendo? -preguntó él.
Le sostuvo la mirada con un punto de ironía, dando a entender que la pregunta era absurda:
– Por lo visto quieren algo que tú tienes.
– ¿El manuscrito Dumas?… ¿Las Nueve Puertas?
La joven suspiró levemente. Puede que nada de eso tenga tanta importancia, parecía sugerir.
– Tú eres listo, Corso -dijo por fin-. Deberías tener alguna hipótesis.
– Tengo demasiadas. Lo que me faltan son pruebas. -Las pruebas no siempre son necesarias.
– Eso es sólo en las novelas policiacas: a Sherlock Holmes, o Poirot, les basta con imaginar quién es el asesino y cómo cometió el crimen. Después se inventan el resto y lo cuentan igual que si fuera cierto. Entonces Watson o Hastings, admirados, aplauden y dicen: «Bravo, maestro, fue exactamente así». Y el asesino confiesa. El muy idiota.
– Yo también estoy dispuesta a aplaudir.
No hubo esta vez ironía en el comentario. Lo observaba con fijeza, atenta, esperando de él una palabra o un gesto.
Se removió, incómodo.
– Ya lo sé -dijo. La chica seguía sosteniéndole la mirada como si de veras no tuviese nada que ocultar-. Y me pregunto por qué.
Estuvo a punto de añadir: «Esto no es una novela policiaca, sino la vida real»; pero no lo hizo porque, a esas alturas de la trama, la línea que separaba lo real de lo imaginario se le antojaba un tanto difusa. Corso, ser concreto de carne y hueso, con documento nacional de identidad y domicilio conocido, con una conciencia física de la que en ese momento, tras el episodio de la escalera, eran prueba sus huesos doloridos, cedía cada vez más a la tentación de considerarse personaje real en un mundo irreal. Eso no encerraba maldita la gracia, porque de ahí a creerse, también, personaje irreal imaginándose a sí mismo real en un mundo irreal sólo había un paso: el que separaba estar cuerdo de volverse majara. Y se preguntó si alguien, un retorcido novelista o un borrachín autor de guiones baratos, lo estaría imaginando a él en ese momento como personaje irreal que se imaginaba irreal en un mundo irreal. Aquello podía ya ser la leche.
El razonamiento terminó por secarle del todo la boca. Estaba allí, de pie ante la chica, con las manos en los bolsillos del gabán y la lengua tapizada con papel de lija. Si fuera irreal -pensó, aliviado- se me pondrían los pelos de punta, exclamaría ¡Fatalidad! o el sudor perlaría mi frente. Pero no tendría esta sed. Bebo, luego existo. Así que salió disparado hacia el minibar, hizo saltar el precinto y se calzó un botellín de ginebra de un trago, a palo seco. Casi sonreía al incorporarse cerrando la puerta del nimbar a la manera de quien cierra un sagrario. Lentamente, las cosas ocuparon de nuevo su lugar en el universo.
Había poca luz en la habitación. La del cuarto de baño, amortiguada, iluminaba en diagonal parte de la cama donde seguía la chica. Miró sus pies descalzos, las piernas enfundadas en tejanos, la camiseta con gotas de sangre seca. Después se detuvo en el largo cuello moreno, desnudo. La boca entreabierta mostrando el extremo de los incisivos blancos en la penumbra. Los ojos que seguían pendientes de él. Tocó la llave de su habitación en el bolsillo del gabán mientras tragaba saliva. Tenía que irse de allí.
– ¿Estás mejor?
Ella asintió sin responder. Corso consultó el reloj, aunque poco le importaba la hora. No recordaba haber encendido la radio al entrar, pero había música en alguna parte. Una canción melancólica, en francés. La muchacha de un bar, en un puerto, enamorada de un marinero desconocido.
– Bueno. Tengo que irme.
La voz de mujer seguía desgranando su canción en la radio. El marinero -como se estaba viendo venir- se había largado para siempre, y la muchacha del bar contemplaba la silla vacía y el círculo húmedo de su vaso en la mesa. Corso se acercó a la mesilla de noche para recuperar el pañuelo, y utilizó la parte más limpia para desempañar el único cristal intacto de las gafas. En ese momento pudo ver que la nariz de la chica sangraba de nuevo.
– Otra vez -dijo.
El hilo de sangre volvía a correrle por el labio superior y el extremo de la boca. Ella se llevó una mano a la cara, y sonrió estoica, mirándose los dedos manchados de rojo.
– No importa.
– Debería verte un médico.
Entornó un poco los párpados mientras negaba con la cabeza, dulcemente. Parecía muy desvalida así, en la penumbra del cuarto, sobre la almohada donde goteaban gruesos puntos oscuros. Aún con las gafas en la mano, se sentó en el borde de la cama mientras le acercaba el pañuelo a la cara. Y al moverse hacia ella, su sombra, recortada en la pared por la claridad diagonal del cuarto de baño, pareció dudar entre la luz y la oscuridad antes de esfumarse en un rincón.
Entonces la chica tuvo un gesto inesperado, extraño. Haciendo caso omiso del pañuelo que le ofrecía, extendió hasta Corso la mano manchada de sangre y le tocó la cara, trazándole con los dedos cuatro líneas rojas de la frente al mentón. No retiró la mano tras la singular caricia sino que la mantuvo allí, tibia y húmeda, mientras él sentía las gotas de sangre deslizarse por la cuádruple huella dejada en su piel. Los iris claros reflejaban la luz que llegaba de la puerta entreabierta, y Corso se estremeció al encontrar en ellos el doble reflejo de su sombra perdida.
Sonaba otra canción en la radio, pero ambos dejaron de escuchar. La chica olía a calor y a fiebre, con un pálpito suave bajo la piel de su cuello desnudo. La habitación viraba de luces y sombras a claroscuros donde los objetos perdían su contorno. Ella murmuró algo ininteligible en voz muy baja, y hubo pequeños destellos en su mirada cuando la mano se deslizó hacia la nuca de Corso, extendiéndole en torno al cuello la mancha de sangre tibia. Con el sabor de una de esas gotas en la lengua se inclinó hacia ella, hasta la ternura de sus labios entreabiertos de donde ahora brotaba un suave gemido que parecía venir de muy atrás, lento y monótono, viejo de siglos. Por un breve instante, en el latido de aquella carne se volvieron vida todas las anteriores muertes de Lucas Corso, como si la corriente de un río oscuro y tranquilo, de aguas espesas igual que barniz, las trajese a la deriva. Y lamentó que ella careciese de un nombre que tatuar con ese instante en su conciencia.
Sólo fue un segundo. Después, recobrando la mueca lúcida, el cazador de libros se vio a sí mismo sentado en el borde de la cama, con el gabán puesto y aún fascinado como un perfecto imbécil, mientras ella se retiraba un poco y, arqueados los riñones como un hermoso animal joven, se desabrochaba el botón de los tejanos. La observó con una especie de benevolente guiño interior; con esa indulgencia entre escéptica y fatigada que se concedía a veces. Con más curiosidad que deseo. Al deslizar hacia abajo la cremallera, la chica descubrió un triángulo de piel oscura en contraste con el algodón blanco de sus braguitas, arrastradas por los tejanos cuando se desembarazó de ellos; y sus piernas largas, bronceadas, extendidas sobre la cama, dejaron a Corso -a los dos Corsos- sin aliento igual que habían dejado a Rochefort sin dientes. Ella levantó después los brazos para quitarse la camiseta; lo hizo con absoluta naturalidad, sin coquetería ni indiferencia, manteniendo en él sus ojos tranquilos y dulces hasta que la camiseta le cubrió la cara. Entonces el contraste fue mayor: más algodón blanco, esta vez deslizándose hacia arriba sobre la piel atezada, la carne tensa, cálida, la cintura esbelta; las tetas pesadas y perfectas, perfiladas por el contraluz en la penumbra, el nacimiento del cuello, la boca entreabierta y otra vez los ojos, con toda la luz arrebatada al cielo. Con la sombra de Corso allí adentro, cautiva como un alma encerrada en el fondo de una doble bola de cristal o una esmeralda.