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– …El arte de comunicarse con el diablo.

– Sí -la baronesa se recostaba en el sillón, deliciosamente escandalizada de todo aquello. Le relucían los ojos; estaba en su elemento, con cierta precipitación en la voz cual si hubiese mucho por contar y no tuvieran tiempo-. Durante esa época, Torchia vive en el sitio donde se esconden las páginas y los grabados supervivientes de guerras, incendios y persecuciones… Los restos del libro mágico que abre las puertas del conocimiento y el poder: el Delomelanicon, la palabra que convoca las tinieblas.

Lo dijo en su tono clandestino y casi teatral, pero acompañado de una sonrisa. Parecía que ella misma no se lo tomara del todo en serio, o recomendase a Corso conservar una saludable reserva.

– Concluido su aprendizaje -prosiguió- Torchia regresa a Venecia… Fíjese bien, porque es importante: a pesar de los riesgos que corre en Italia, el impresor abandona la relativa seguridad de Praga para volver a su ciudad, publicando allí una serie de libros comprometidos que terminarán por llevarlo a la hoguera… ¿Es extraño, verdad?

– Parece una misión que cumplir.

– Sí. Pero ¿encomendada por quién?… -la baronesa abrió Las Nueve Puertas por la página del título-. Este con privilegio y permiso de los superiores da que pensar, ¿no cree?… Es muy probable que, en Praga, Torchia se afiliase a una cofradía secreta que le encomendara la difusión de un mensaje; una especie de apostolado.

– Usted lo dijo antes: el evangelio según Satanás.

– Tal vez. El caso es que Torchia publicó Las Nueve Puertas en el peor momento. Entre 1550 y 1666, el neoplatonismo humanista y los movimientos hermético-cabalísticos perdían la batalla entre nubes de rumores demoníacos… Los Giordano Bruno y los John Dee eran quemados o morían perseguidos y en la miseria. Triunfante la Contrarreforma, la Inquisición creció hasta la hipertrofia: creada para combatir la herejía, se especializó en brujas, magos y sortilegios para justificar su existencia siniestra. Y ahora se le ofrecía un impresor en tratos con el diablo… También, todo hay que decirlo, Torchia facilitó las cosas. Escuche -pasó varias páginas del libro, al azar-. Pot. m.vere im.g… -miró a Corso-. Tengo muchos pasajes traducidos; la clave no es muy difícil. Podré animar imágenes de cera, dice el texto. Y desquiciar la luna, y devolver la carne a los cuerpos muertos… ¿Qué le parece?

– Infantil. Suena estúpido hacerse quemar por eso.

– Tal vez; nunca se sabe… ¿Le gusta Shakespeare?

– A veces.

– Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que imagina tu filosofía…

– Hamlet. Un chico inseguro.

– No todo el mundo merece, ni puede, acceder a esas cosas ocultas, señor Corso. Según el viejo principio, hay que conocer y guardar silencio.

– Y Torchia no lo guardó.

– Ya sabe usted que, según la Cábala, Dios posee un nombre terrible y secreto…

– El Tetragrammaton.

– Eso es. En sus cuatro letras se apoyan la armonía y el equilibrio del universo… Se lo advirtió el arcángel Gabriel a Mahoma: Dios está oculto por setenta mil velos de luz y tiniebla. Y si esos velos se alzaran, hasta yo sería aniquilado… Pero Dios no es el único en tener un nombre así. También el diablo tiene el suyo: una combinación de letras espantosa, maléfica, cuya pronuciación lo convoca… Y desencadena terribles consecuencias.

– Eso no es nuevo. Mucho antes del cristianismo y el judaísmo ya tenía un nombre: la caja de Pandora.

Lo miró satisfecha, a punto de concederle el diploma de alumno distinguido.

– Muy bien, señor Corso. De hecho nos pasamos la vida, y los siglos, hablando de las mismas cosas con distintos nombres: Isis y la virgen María, Mitra y Jesucristo, el 25 de diciembre como Navidad o como fiesta del solsticio de invierno, aniversario del sol invicto… Recuerde a Gregorio Magno, que ya en el siglo VII recomendaba a los misioneros utilizar las fiestas paganas, cristianizándolas.

– Instinto comercial. En el fondo se trataba de una operación de mercado: atraer clientela ajena… Pero dígame qué sabe de cajas de Pandora y derivados. Incluyendo pactos diabólicos.

– El arte de encerrar diablos en botellas y libros es muy antiguo… Gervasio de Tilbury y Gerson lo mencionaban ya en los siglos XIII y XIV. Y en cuanto a los pactos con el demonio, la tradición resulta más antigua: desde el libro de Enoch hasta San Jerónimo, pasando por la Cábala y los padres de la Iglesia. Sin olvidar al obispo Teófilo, casualmentte amante de la sabiduría, el Fausto histórico y Roger Bacon… O el papa Silvestre II, de quien se dice robó a los sarracenos un libro que contenía todo lo que hay que saber.

– Se trata, entonces, de conseguir el conocimiento.

– Claro. No va alguien a tomarse tantas molestias y pasear por la puerta del abismo por pasar el rato. La demonología erudita identifica a Lucifer con la sabiduría. En el Génesis, el diablo en forma de serpiente consigue que el hombre deje de ser un alienado estúpido y adquiera conciencia y albedrío, lucidez… Con el dolor y la incertidumbre que ese conocimiento y esa libertad implican.

La conversación nocturna estaba demasiado fresca, y era inevitable que Corso pensara en la chica. Cogió Las Nueve Puertas y, con el pretexto de echarle otro vistazo con mejor luz, se acercó a la ventana; pero ya no estaba allí. Sorprendido, miró a uno y otro lado de la calle, la orilla del río y los bancos de piedra bajo los árboles, sin encontrarla. Eso lo intrigó, mas no disponía de tiempo para pensar en ello. Frida Ungern hablaba de nuevo:

– ¿Le gustan los juegos de adivinación? ¿Los problemas con clave oculta?… En cierto modo, ese libro que tiene en las manos lo es. Al diablo, como a todo ser inteligente, le gustan los juegos, los acertijos. Las carreras de obstáculos en las que se quedan los débiles e incapaces y sólo triunfan los espíritus superiores; los iniciados -Corso se había acercado a la mesa, colocando sobre ella el libro abierto por la página del frontispicio, la serpiente ouróbora enroscada en el árbol-. Quien sólo ve una serpiente en la figura que devora su cola, no merece seguir más allá.

– ¿Para qué sirve este libro? -preguntó Corso.

La baronesa se llevó un dedo a los labios como el caballero del primer grabado. Sonreía.

Juan de Patmos dice que bajo el reinado de la Segunda Bestia, antes de la decisiva y final batalla de Armageddon, nadie podrá comprar o vender sino el que tuviera la marca, el nombre de la Bestia o el número de su nombre… En espera de que llegue la hora, nos cuenta Lucas (IV, I3), al final de su relato sobre las tentaciones, que el diablo, tres veces repudiado, se retiró hasta el tiempo oportuno. Pero dejó varias vías de acceso para los impacientes, incluyendo la forma de llegar hasta él. De pactar con él.

– Venderle el alma.

Frida Ungern emitía una risita contenida, confidencial. Miss Marple en plena tertulia, ocupada en chismorreos diabólicos. No sabes la última de Satanás. Esto y lo otro. Como te lo cuento, querida Peggy.

– El diablo ha escarmentado -dijo-. Era joven e ingenuo, y cometía errores: algunas almas se le escapaban a última hora entre los dedos, por la puerta falsa, salvándose a costa del amor, de la misericordia divina y de otras argucias semejantes. Así que terminó por incluir una cláusula de entrega innegociable de cuerpo y alma, transcurrido el plazo, sin reserva de ningún derecho para la redención, ni futuro recurso a la misericordia divina… Esa cláusula, por cierto, figura en este libro.

– Perro mundo -dijo Corso-. Hasta Lucifer tiene que recurrir a la letra pequeña.

– Compréndalo. Ahora se estafa con todo; hasta con el alma. Sus clientes se escabullen e incumplen las cláusulas del contrato. El diablo está harto, y con razón.

– ¿Qué más contiene el libro?… ¿Qué significan los nueve grabados?

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