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– Es cierto -confirmó Corso, deteniéndose un momento-. Hace un par de días. En el café.

Ella sonrió. Nuevo contraste en su rostro, dientes blancos sobre piel atezada. La boca era grande, bien dibujada. Guapa chica, habría dicho Flavio La Ponte acariciándose los rizos de la barba.

– Usted era el que preguntaba por d'Artagnan.

El aire frío de la ventanilla abierta agitaba su pelo corto. Seguía descalza; sus zapatillas de tenis blancas estaban en el suelo junto al asiento vacío. Le echó un vistazo instintivo al título del libro allí abandonado: Aventuras de Sherlock Holmes. Una edición barata, observó. En rústica. La mejicana de Editorial Porrúa.

– Va a coger un resfriado -dijo él.

La joven negó con la cabeza, sonriendo aún, pero hizo girar la manivela y subió el cristal. Corso, que se disponía a seguir su camino, se demoró para sacar un cigarrillo. Lo hizo igual que siempre, directamente del bolsillo a los labios, y vio que ella observaba su gesto.

– ¿Usted fuma? -preguntó indeciso, deteniendo la mano a mitad de camino.

– A veces.

Se puso el pitillo en la boca y sacó otro. Era negro, sin filtro, tan arrugado como todos los paquetes que solía llevar encima. La joven lo tomó entre los dedos, observando la marca antes de inclinarse para que Corso lo encendiera, después que el suyo, con el último fósforo de la caja.

– Es fuerte -dijo ella expulsando la primera bocanada de humo, aunque no hizo ninguno de los aspavientos que Corso esperaba. Sostenía el cigarrillo de modo insólito: entre el pulgar y el índice, con la brasa hacia afuera-. ¿Viaja en este vagón?

– No. En el contiguo.

– Tiene suerte de ir en coche cama -se palpó el bolsillo trasero de los tejanos, indicando una billetera inexistente-. Ojalá pudiese yo. Menos mal que el compartimento va medio vacío.

– ¿Es estudiante? -Algo así.

El tren vibró con estruendo al entrar en un túnel. La chica se volvió entonces cual si la tiniebla exterior atrajese su atención. Se inclinaba sobre el cristal contra su propio reflejo, tensa y alerta; y parecía acechar algo en el estrépito de aire comprimido entre los muros del angosto pasadizo. Después, cuando el vagón salió a terreno abierto y pequeñas luces volvieron a puntear la noche a modo de trazos breves al paso del convoy, sonrió de nuevo, absorta.

– Me gustan los trenes -dijo. -A mí también.

La joven seguía vuelta hacia la ventanilla. Una de sus manos tocaba el cristal con la punta de los dedos.

– ¿Se imagina?… -comentó. Su sonrisa se había vuelto evocadora; parecía que la suscitaran íntimos recuerdos-. Dejar París de noche para despertarse frente a la laguna de Venecia, camino de Estambul…

Corso hizo una mueca. ¿Qué edad tenía? Quizá dieciocho, veinte como mucho.

Jugar al poker… -sugirió- entre Calais y Brindisi.

La chica lo estudió con más atención.

– No está mal -meditaba un momento-. ¿Qué le parece desayunar con champaña entre Viena y Niza?

– Interesante. Como espiar a Basil Zaharoff.

– O emborracharse con Nijinsky.

– Robar las perlas de Coco Chanel.

– Flirtear con Paul Morand… O con mister Barnabooth.

Se echaron a reír los dos. Entre dientes Corso, divertido. De un modo abierto ella, apoyando la frente en el cristal frío de la ventanilla. Tenía una risa sonora y franca, de muchacho, a juego con el corte de pelo y los luminosos ojos verdes.

– Ya no hay trenes así -dijo él.

– Lo sé.

Las luces de un poste de señales pasaron como relámpagos. Después fue un andén mal iluminado, desierto, con un rótulo ilegible por la velocidad. La luna ascendía recortando brutal, a intervalos, confusas siluetas de árboles y tejados. Parecía volar paralela al tren, empeñada con él en una carrera alocada y sin objeto.

– ¿Cómo se llama?

– Corso. ¿Y usted?

– Irene Adler.

La estudió de arriba abajo y ella sostuvo el examen, impasible.

– Ése no es un nombre.

– Tampoco Corso lo es.

– Se equivoca. Soy Corso. El hombre que corre.

– No parece un hombre que corra. Más bien parece tranquilo.

Inclinó un poco la cabeza, sin responder, observando los pies desnudos de la chica sobre la moqueta del pasillo. Adivinaba la mirada fija en él, estudiando su apariencia, y -hecho singular, tratándose de Corso- eso le hizo sentir alguna turbación. Demasiado joven, se dijo. Demasiado atractiva. Maquinalmente se ajustó las gafas torcidas mientras se disponía a seguir camino.

– Que tenga buen viaje.

– Gracias.

Dio unos pasos, sabiendo que ella lo miraba alejarse.

– Tal vez nos veamos por ahí -la oyó decir a su espalda.

– Tal vez.

Imposible. Era otro Corso de vuelta a casa, incómodo, con la Grande Armée a punto de fundirse en la nieve; el incendio de Moscú crepitaba en la huella de sus botas. No iba a largarse de aquel modo, así que se detuvo y giró sobre los talones. Al hacerlo sonreía igual que un lobo flaco.

– Irene Adler… -repitió, fingiendo hacer memoria-. ¿Estudio en escarlata?

– No -respondió ella, con calma-. Un escándalo en Bohemia… -ahora sonreía también, y su mirada era un trazo esmeralda en la penumbra del pasillo-. La Mujer, querido Watson.

Corso hizo ademán de darse una palmada en la frente, como si acabara de caer en ello.

– Elemental -dijo. Y tuvo la certeza de que se encontrarían de nuevo.

Corso estuvo en Lisboa menos de cincuenta minutos; el tiempo justo para ir de la estación de Santa Apolonia a la del Rossío. Hora y media más tarde pisaba el andén de Sintra bajo un cielo de nubes bajas que difuminaban, monte arriba, las melancólicas torres grises del castillo Da Pena. No había taxis a la vista, y subió andando hasta el pequeño hotel situado frente a las dos grandes chimeneas del Palacio Nacional. Eran las diez de la mañana de un miércoles y la explanada estaba libre de turistas y autocares; no hubo problemas en conseguir una habitación con vistas al paisaje quebrado, espeso y verde, donde despuntaban tejados y torres de las viejas quintas, entre jardines centenarios cubiertos de hiedra.

Después de la ducha y un café preguntó por la Quinta da Soledade, y la encargada del hotel le indicó el camino, carretera arriba. Tampoco había taxis en la explanada, aunque sí un par de coches de caballos; Corso ajustó el precio y minutos después pasaba bajo los encajes de piedra neomanuelinos de la Torre da Regaleira. Los cascos del caballo resonaron en las oquedades de los muros umbríos, en los canalillos y fuentes por donde corría el agua; entre la hiedra espesa cubriendo paredes, rejas, troncos de árbol, escaleras de piedra tapizadas de musgo y antiguos azulejos de las quintas abandonadas.

La Quinta da Soledade era un edificio rectangular del siglo xviii, con cuatro chimeneas y una fachada cuyo revoque ocre estaba descolorido en regueros y manchas. Corso bajó del coche y estuvo un momento observando el lugar antes de abrir la verja de hierro. A uno y otro lado, rematando el muro sobre columnas de granito, había dos estatuas de piedra verdegris, enmohecida. Una representaba un busto de mujer; la otra parecía idéntica, pero de facciones ocultas bajo la hiedra que trepaba hasta ella, inquietante parásito que se hubiera adueñado del rostro, fundiéndose con los rasgos modelados debajo.

Al caminar hacia la casa escuchó el sonido de sus pasos sobre las hojas muertas. Era un sendero flanqueado por estatuas de mármol, casi todas caídas y rotas junto a los pedestales vacíos. El jardín estaba en completo abandono, invadido por la vegetación que subía por los bancos y miradores, cuyos forjados oxidaban la piedra cubierta de musgo. A la izquierda, junto a un estanque lleno de plantas acuáticas, una fuente de azulejos rotos cobijaba a un angelote mofletudo, de ojos vacíos y manos mutiladas que dormía con la cabeza sobre un libro y de cuya boca entreabierta manaba un hilillo de agua. Todo llevaba impresa una infinita tristeza, a la que Corso no pudo sustraerse. Quinta de la Soledad, repitió. El nombre era adecuado.

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