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– Colecciono ésa. Se llama sable.

La mujer asintió, inexpresiva. Imposible saber si era simple o buena actriz.

– ¿Herencia de familia?

– Adquisición -mintió Corso-. Pensé que estaría bonito en la pared. Tanto libro se hace monótono.

– ¿Por qué no tiene cuadros, ni fotos?

– No hay nadie a quien me apetezca recordar -pensó en la foto con marco de plata, el difunto Taillefer con mandil troceando el cochinillo-. Su caso es distinto, naturalmente.

Lo observó con fijeza, quizá para determinar el grado de insolencia de sus palabras; había un toque de acero en los ojos azules, tan helados que daban frío. Anduvo un poco más por la habitación deteniéndose ante algunos libros, el paisaje del mirador y, de nuevo, la mesa de trabajo. Deslizó un dedo con uña lacada en rojo sangre sobre la carpeta del manuscrito Dumas. Tal vez esperaba de Corso algún comentario, pero éste no dijo nada; se limitó a aguardar, paciente. Si ella pretendía algo, y saltaba a la vista que sí, la dejaría hacer su propio trabajo sucio. No estaba dispuesto a facilitar las cosas.

– ¿Me puedo sentar?

Aquella voz un poco ronca. El eco de una mala noche, recordaba Corso. Él permaneció de pie en mitad del cuarto, las manos en los bolsillos del pantalón, expectante. Liana Taillefer se quitó el sombrero y la gabardina, y tras mirar en torno con uno de aquellos movimientos lentos e interminables, escogió un viejo sofá. Después fue hasta allí para sentarse despacio -la falda del traje sastre resultaba muy corta en esa posición-, cruzando las piernas con un efecto que cualquiera, incluso el cazador de libros con media ginebra menos en el cuerpo, habría definido como demoledor.

– Vengo a hablar de negocios.

Evidente. Aquel despliegue no era desinteresado bajo ningún concepto. Corso poseía tanta autoestima como el que más, pero distaba de ser un bobo.

– Hablemos -dijo-. ¿Ha cenado ya con Flavio La Ponte?

No hubo reacción. Durante unos segundos siguió mirándolo imperturbable, con el mismo aire de seguridad desdeñosa.

– Aún no -respondió al fin, sin alterarse-. Primero deseaba verlo a usted.

– Pues ya me está viendo.

Liana Taillefer se recostó un poco más en el sofá. Una de sus manos descansaba sobre una grieta en la ajada tapicería de cuero, por donde se veía el relleno de crin.

– Usted trabaja por dinero -dijo.

– En efecto.

– Se vende al mejor postor.

– A veces -Corso mostró un colmillo en el ángulo de la boca; estaba en su territorio y podía desterrar la mueca de conejo simpático-. Por lo general lo que hago es alquilarme. Como Humphrey Bogart en las películas. O como las furcias.

Para una viuda que hacía bordaditos en el colegio cuando niña, Liana Taillefer no pareció escandalizada por el lenguaje:

– Quiero ofrecerle trabajo.

– Qué bien. Todo el mundo me ofrece trabajo últimamente.

– Le pagaré mucho dinero.

– Estupendo. También todo el mundo me paga mucho dinero estos días.

Ella había tirado de un cabo de crin de los que asomaban por el brazo roto del sofá. Lo enrollaba, distraída, en torno al dedo índice.

– ¿Qué le cobra a su amigo La Ponte?

– ¿A Flavio?… Nada. A ése no hay quien le saque un duro.

– ¿Por qué trabaja para él, entonces?

– Usted lo ha dicho. Es mi amigo.

La oyó repetir la palabra, pensativa.

– Suena rara en usted -dijo al cabo; apuntaba una sonrisa casi imperceptible, de curioso desdén-. ¿También tiene amigas?

Corso le miró las piernas sin prisa, desde los tobillos a los muslos. Con descaro.

– Tengo recuerdos. El suyo puede serme útil esta noche.

Soportó estoica la grosería. O tal vez, dudó Corso, no captaba la delicada referencia del asunto.

– Diga una cifra -propuso con frialdad-. Quiero el manuscrito de mi marido.

El negocio tomaba buen aspecto. Corso fue a sentarse en una butaca frente a Liana Taillefer. Desde allí la panorámica de sus piernas enfundadas en medias negras era mejor: se había quitado los zapatos y apoyaba los pies descalzos en la alfombra.

– La otra vez me pareció poco interesada.

– Lo he pensado más. Ese manuscrito tiene un carácter…

– ¿Sentimental? -apuntó Corso, zumbón.

– Algo así -su voz sonaba ahora desafiante-. Pero no en el sentido que supone.

– ¿Y qué está dispuesta a hacer por él?

– Ya lo he dicho. Pagarle.

Corso esgrimió una sonrisa desvergonzada.

– Me ofende. Yo soy un profesional.

– Usted es un mercenario profesional, y ésos cambian de bando; yo también leo libros.

– Tengo el dinero que necesito.

– Ahora no hablo de dinero.

Se había recostado en el sofá, y uno de sus pies descalzos acariciaba el empeine del otro. Corso adivinó los dedos con uñas pintadas de rojo bajo la malla oscura de las medias. Al moverse, la falda retrocedió insinuando un poco de carne blanca al fondo, tras las ligas negras, allí donde todos los enigmas se reducían a uno, viejo como el Tiempo. El cazador de libros alzó con esfuerzo la mirada. Los ojos azul acero continuaban fijos en él.

Se quitó las gafas antes de ponerse en pie, acercándose al sofá. La mujer siguió su movimiento con la mirada, impasible; incluso cuando quedó frente a ella, tan cerca que sus rodillas se tocaban. Entonces Liana Taillefer alzó una mano y puso los dedos de uñas lacadas en rojo exactamente sobre la bragueta de su pantalón de pana. Sonreía otra vez de modo casi imperceptible, desdeñosa y segura de sí, cuando por fin Corso se inclinó sobre ella y le subió la falda hasta la cintura.

Fue un mutuo asalto, más que un intercambio. Un ajuste de cuentas sobre el sofá: forcejeo crudo y duro de adulto a adulto, con los gemidos apropiados en el momento oportuno, algunas imprecaciones entre dientes y las uñas de la mujer clavadas sin piedad en los riñones de Corso. Ocurrió así, en un palmo de terreno, sin soltarse la ropa, la falda de ella sobre las caderas anchas y fuertes que él sujetaba con las manos crispadas, las presillas del liguero clavándosele en las ingles. Ni siquiera llegó a ver sus tetas, aunque un par de veces pudo acceder a ellas; carne densa, cálida y abundante bajo el sostén, la blusa de seda y la chaqueta del traje sastre que, en el fragor del combate, Liana Taillefer no tuvo tiempo de quitarse. Y ahora estaban allí los dos, todavía enredados uno en otro entre el revoltijo de sus ropas arrugadas, sin aliento, igual que luchadores exhaustos. Y Corso, preguntándose cómo iba a zafarse de aquel lío.

– ¿Quién es Rochefort? -preguntó, dispuesto a precipitar la crisis.

Liana Taillefer lo miró desde diez centímetros de distancia. La luz poniente le iluminaba el rostro en tonos rojizos; habían saltado las horquillas del moño, y su cabello rubio cubría en desorden el cuero del sofá. Por primera vez parecía relajada.

– Nadie que importe -repuso-, ahora que recupero el manuscrito.

Corso besó el desordenado escote de la mujer, despidiéndose de él y su contenido. Presentía que iba a tardar en besarlo de nuevo.

– ¿Qué manuscrito? -dijo, por decir algo, y al momento comprobó que ella endurecía la mirada; el cuerpo se puso rígido bajo el suyo.

– El vino de Anjou… -por primera vez su voz encerraba un punto de ansiedad-. Va a devolvérmelo, ¿no es cierto?

A Corso no le gustó cómo sonaba aquella vuelta al usted. Recordaba vagamente haberse tuteado en la escaramuza.

– No he dicho nada de eso.

– Creía…

– Creyó mal.

El acero brilló con un relámpago de cólera. Se erguía, furiosa, rechazándolo con un movimiento brusco de las caderas.

– ¡Canalla!

Corso, que estaba a punto de echarse a reír esquivando la situación con un par de cínicas bromas, se sintió empujado hacia atrás con violencia, hasta el suelo donde cayó de rodillas. Mientras se incorporaba, ciñéndose el cinturón, comprobó que Liana Taillefer se ponía en pie, pálida y terrible, y sin preocuparse de las ropas en desorden, aún desnudos los magníficos muslos, le asestaba una bofetada tan descomunal que su tímpano izquierdo resonó como el parche de un tambor.

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