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– Platero, no sé si entenderás o no lo que te digo, pero ese niño tiene en su mano mi alma.

Capítulo cuarenta y tres Amistad

Nos entendemos bien. Yo lo dejo ir a su antojo, y él me lleva siempre a donde quiero.

Sabe Platero que, al llegar al pino de la Corona, me gusta acercarme a su tronco y acariciárselo, y mirar al cielo al través de su enorme y clara copa; sabe que me deleita la veredilla que va, entre céspedes, a la Fuente vieja; que es para mí una fiesta ver el río desde la colina de los pinos, evocadora, con su bosquecillo alto, de parajes clásicos. Como me adormile, seguro, sobre él, mi despertar se abre siempre a uno de tales amables espectáculos.

Yo trato a Platero cual si fuese un niño. Si el camino se torna fragoso y le pesa un poco, me bajo para aliviarlo. Lo beso, lo engaño, le hago rabiar… El comprende bien que lo quiero, y no me guarda rencor. Es tan igual a mí, tan diferente a los demás, que he llegado a creer que sueña mis propios sueños.

Platero se me ha rendido como una adolescente apasionada. De nada protesta. Sé que soy su felicidad. Hasta huye de los burros y de los hombres…

Capítulo cuarenta y cuatro La arrulladora

La chiquilla del carbonero, bonita y sucia cual una moneda, bruñidos los negros ojos y reventando sangre los labios prietos entre la tizne, está a la puerta de la choza, sentada en una teja. durmiendo al hermanito.

Vibra la hora de mayo, ardiente y clara como un sol por dentro. En la paz brillante se oye el hervor de la olla que cuece en el campo, la brama de la dehesa de los Caballos, la alegría del viento de mar en la maraña de los eucaliptos.

Sentida y dulce, la carbonera canta:

Mi niiiño se va a dormiii

en graaasia de la Pajtoraaa…

Pausa. El viento en las copas…

…y pooor dormirse mi niñooo,

se duermeee la arruyadoraaa…

El viento… Platero, que anda, manso, entre los pinos quemados, se llega, poco a poco… Luego se echa en la tierra fosca y, a la larga copla de madre, se adormila, igual que un niño.

Capítulo cuarenta y cinco El árbol del corral

Este árbol, Platero; esta acacia que yo mismo sembré, verde llama que fue creciendo, primavera tras primavera, y que ahora mismo nos cubre con su abundante y franca hoja pasada de sol poniente, era, mientras viví en esta casa, hoy cerrada, el mejor sostén de mi poesía. Cualquier rama suya, engalanada de esmeralda por abril o de oro por octubre, refrescaba, sólo con mirarla un punto, mi frente, como la mano más pura de una musa. ¡Qué fina, qué grácil, qué bonita era!

Hoy, Platero, es dueña casi de todo el corral. ¡Qué basta se ha puesto! No sé si se acordará de mí. A mí me parece otra. En todo este tiempo en que la tenía olvidada, igual que si no existiese, la primavera la ha ido formando, año tras año, a su capricho, fuera del agrado de mi sentimiento.

Nada me dice hoy, a pesar de ser árbol, y árbol puesto por mí. Un árbol cualquiera que por primera vez acariciamos, nos llena, Platero, de sentido el corazón. Un árbol que hemos amado tanto, que tanto hemos conocido, no nos dice nada vuelto a ver Platero. Es triste; mas es inútil decir más. No, no puedo mirar ya, en esta fusión de la acacia y el ocaso, mi lira colgada. La rama graciosa no me trae el verso, ni la iluminación interna de la copa el pensamiento. Y aquí, adonde tantas veces vine de la vida, con una ilusión de soledad musical, fresca y olorosa, estoy mal, y tengo frío, y quiero irme, como entonces, del casino, de la botica o del teatro, Platero.

Capítulo cuarenta y seis La tísica

Estaba derecha en una triste silla, blanca la cara y mate, cual un nardo ajado, en medio de la encalada y fría alcoba. Le había mandado el médico salir al campo, a que le diera el sol de aquel mayo helado; pero la pobre no podía.

– Cuando yego ar puente-me dijo-¡ya v’usté, zeñorito, ahí ar lado que ejtá!, m’ahogo…

La voz pueril, delgada y rota, se le caía, cansada; como se cae, a veces, la brisa en el estío.

Yo le ofrecí a Platero para que diese un paseíto. Subida en él, ¡qué risa la de su aguda cara de muerta, toda ojos negros y dientes blancos!

…Se asomaban las mujeres a las puertas a vernos pasar. Iba Platero despacio, como sabiendo que llevaba encima un frágil lirio de cristal fino. La niña, con su hábito cándido de la Virgen de Montemayor, lazado de grana, transfigurada por la fiebre y la esperanza, parecía un ángel que cruzaba el pueblo, camino del cielo del Sur.

Capítulo cuarenta y siete El rocío

Platero-le dije-, vamos a esperar las Carretas. Traen el rumor del lejano bosque de Donaña, el misterio del pinar de las Animas, la frescura de las Madres y de los dos Fresnos, el olor de la Rocina…

Me lo lleve, guapo y lujoso, a que piropeara a las muchachas por la calle de la Fuente, en cuyos bajos aleros de cal se moría, en una vaga cinta rosa, el vacilante sol de la tarde. Luego nos pusimos en el vallado de los Hornos, desde donde se ve todo el camino de los Llanos.

Venían ya, cuesta arriba, las Carretas. La suave llovizna de los Rocíos caía sobre las viñas verdes, de una pasajera nube malva. Pero la gente no levantaba siquiera los ojos al agua.

Pasaron, primero, en burros, mulas y caballos ataviados a la moruna y la crin trenzada, las alegres parejas de novios, ellos alegres, valientes ellas. El rico y vivo tropel iba, volvía, se alcanzaba incesantemente en una locura sin sentido. Seguía luego el carro de los borrachos, estrepitoso, agrio y trastornado. Detrás, las carretas, con lechos, colgadas de blanco, con las muchachas morenas, duras y floridas, sentadas bajo el dosel, repicando panderetas y chillando sevillanas. Más caballos, más burros… Y el mayordomo-”¡Viva la Virgen del Rocíoooo! ¡Vivaaaa!”-calvo, seco y rojo, el sombrero ancho a la espalda y la vara de oro descansada en el estribo. Al fin, mansamente tirado por dos grandes bueyes píos, que parecían obispos con sus frontales de colorines y espejos, en los que chispeaba el trastorno del sol mojado, cabeceando con la desigual tirada de la yunta, el Sin Pecado, amatista y de plata en su carro blanco, todo en flor, como un cargado jardín mustio.

Se oía ya la música, ahogada entre el campaneo y los cohetes negros y el duro herir de los cascos herrados en las piedras…

Platero, entonces, dobló sus manos, y, como una mujer, se arrodilló-¡una habilidad suya!-, blando, humilde y consentido.

Capítulo cuarenta y ocho Ronsard

Libre ya Platero del cabestro. y paciendo entre las castas margaritas del pradecillo, me he echado yo bajo un pino, he sacado de la alforja moruna un breve libro y, abriéndolo por una señal, me he puesto a leer en alta voz:

Comme on voit sur la branche au mois de mai la rose En sa belle jeunesse, en sa première fleur, Rendre le ciel jaloux de…

Arriba, por las ramas últimas, salta y pía un leve pajarillo, que el sol hace, cual toda la verde cima suspirante, de oro. Entre vuelo y gorjeo se oye el partirse de las semillas que el pájaro se está almorzando.

…jaloux de sa vive couleur…

Una cosa enorme y tibia avanza, de pronto, como una proa viva, sobre mi hombro. Es Platero, que, sugestionado, sin duda, por la lira de Orfeo, viene a leer conmigo. Leemos:

…vive couleur,

Quand l’aube ses pleurs au point du jour l’a…

Pero el pajarillo, que debe de digerir aprisa, tapa la palabra con una nota falsa.

Ronsard, olvidado un instante de su soneto “Quand en songeant ma follâtre j’accolle”…, se debe de haber reído en el infierno…

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