Capítulo noventa y dos Viñeta
Platero, en los húmedos y blandos surcos paralelos de la oscura haza recién arada, por los que corre ya otra vez un ligero brote de verdor de las semillas removidas, el sol, cuya carrera es ya tan corta, siembra, al ponerse, largos regueros de oro sensitivo. Los pájaros frioleros se van, en grandes y altos bandos, al Moro. La más leve ráfaga de viento desnuda ramas enteras de sus últimas bojas amarillas.
La estación convida a miramos el alma, Platero. Ahora tendremos otro amigo: el libro nuevo, escogido y noble. Y el campo todo se nos mostrará abierto, ante el libro abierto, propicio en su desnudez al infinito y sostenido pensamiento solitario.
Mira, Platero, este árbol que, verde y susurrante, cobijó, no hace un mes aún, nuestra siesta. Solo, pequeño y seco, se recorta, con un pájaro negro entre las hojas que le quedan, sobre la triste vehemencia amarilla del rápido Poniente.
Capítulo noventa y tres La escama
Desde la calle de la Aceña, Platero, Moguer es otro pueblo. Allí empieza el barrio de los ma rineros. La gente habla de otro modo, con términos marinos, con imágenes libres y vistosas. Visten mejor los hombres, tienen cadenas pesadas y fuman buenos cigarros y pipas largas. ¡Qué diferencia entre un hombre sobrio, seco y sencillo de la Carretería, por ejemplo, Raposo, y un hombre alegre, moreno y rubio, Picón, tú lo conoces, de la calle de la Ribera!
Granadilla, la hija del sacristán de San Francisco, es de la calle del Coral. Cuando vienen algún día a casa, deja la cocina vibrando de su viva charla gráfica. Las criadas, que son una de la Friseta, otra del Monturrio, otra de los Hornos, la oyen embobadas. Cuenta de Cádiz, de Tarifa y de la Isla; habla de tabaco de contrabando, de telas de Inglaterra, de medias de seda, de plata, de oro… Luego sale taconeando y contoneándose, ceñida su figulina ligera y rizada en el fino pañuelo negro de espuma…
Las criadas se quedan comentando sus palabras de colores. Veo a Montemayor mirando una escama de pescado contra el sol, tapado el ojo izquierdo con la mano… Cuando le pregunto qué hace, me responde que es la Virgen del Carmen, que se ve, bajo el arco iris, con su manto abierto y bordado, en la escama; la Virgen del Carmen, la Patrona de los marineros; que es verdad, que se lo ha dicho Granadilla…
Capítulo noventa y cuatro Pinito
¡Eese!…!Eese!… ¡Eese!… ¡… maj tonto que Pinitooo!…
Casi se me había olvidado quién era Pinito. Ahora, Platero, en este sol suave del otoño, que hace de los vallados de arena roja un incendio más colorado que caliente, la voz de ese chiquillo me hace, de pronto, ver venir a nosotros, subiendo la cuesta con una carga de sarmientos renegridos, al pobre Pinito.
Aparece en mi memoria y se borra otra vez. Apenas puedo recordarlo. Lo veo, un punto, seco, moreno, ágil, con un resto de belleza en su sucia fealdad; mas, al querer fijar mejor su imagen, se me escapa todo, como un sueño con la mañana, y ya no sé tampoco si lo que pensaba era de él… Quizá iba corriendo casi en cueros por la calle Nueva, en una mañana de agua, apedreado por los chiquillos; o, en un crepúsculo invernal, tornaba, cabizbajo y dando tumbos, por las tapias del cementerio viejo, al Molino de viento, a su cueva sin alquiler, cerca de los perros muertos, de los montones de basura y con los mendigos forasteros.
– … maj tonto que Pinitooo!… ¡Eese!…
¡Qué daría yo, Platero, por haber hablado una vez sola con Pinito, El pobre murió, según dice la Macaria, de una borrachera, en casa de las Colillas, en la gavia del Castillo, hace ya mucho tiempo, cuando era yo niño aún, como tú ahora, Platero. Pero ¿sería tonto? ¿Cómo, cómo sería?
Platero, muerto él sin saber yo cómo era, ya sabes que, según ese chiquillo, hijo de una madre que lo conoció sin duda, yo soy más tonto que Pinito.
Capítulo noventa y cinco El río
Mira, Platero, cómo han puesto el río entre las minas, el mal corazón y el padrastreo. Apenas si su agua roja recoge aquí y allá, esta tarde, entre el fango violeta y amarillo, el sol poniente; y por su cauce casi sólo pueden ir barcas de juguete. ¡Qué pobreza!
Antes, los barcos grandes de los vinateros, laúdes, bergantines, faluchos-El Lobo, La joven Eloísa, el San Cayetano, que era de mi padre y que mandaba el pobre Quintero; La Estrella, de mi tío, que, mandaba Picón-, ponían sobre el cielo de San Juan la confusión alegre de sus mástiles-¡sus palos mayores, asombro de los niños!-; o iban a Málaga, a Cádiz, a Gibraltar, hundidos de tanta carga de vino… Entre ellos, las lanchas complicaban el oleaje con sus ojos, sus santos y sus nombres pintados de verde, de azul, de blanco, de amarillo, de carmín… Y los pescadores subían al pueblo sardinas, ostiones, anguilas, lenguados, cangrejos… El cobre de Riotinto lo ha envenenado todo. Y menos mal, Platero, que con el asco de los ricos comen los pobres la pesca miserable de hoy… Pero el falucho, el bergantín, el laúd, todos se perdieron.
¡Qué miseria! ¡Ya el Cristo no ve el aguaje alto en las mareas! Sólo queda, leve hilo de sangre de un muerto, mendigo harapiento y seco, la exangüe corriente del río, color de hierro igual que este ocaso rojo sobre el que La Estrella, desarmada, negra y podrida, al cielo la quilla mellada, recorta como una espina de pescado su quemada mole, en donde juegan, cual en mi pobre corazón las ansias, los niños de los carabineros.
Capítulo noventa y seis La granada
¡Qué hermosa esta granada, Platero! Me la ha mandado Aguedilla, escogida de lo mejor de su arroyo de las Monjas. Ninguna fruta me hace pensar, como ésta, en la frescura del agua que la nutre. Estalla de salud fresca y fuerte. ¿Vamos a comérnosla?
¡Platero, qué grato gusto amargo y seco el de la piel, dura y agarrada como una raíz a la tierra! Ahora, el primer dulzor, aurora hecha breve rubí, de los granos que se vienen pegados a la piel. Ahora, Platero, el núcleo apretado, sano, completo, con sus velos finos, el exquisito tesoro de amatistas comestibles, jugosas y fuertes, como el corazón de no sé qué reina joven. ¡Qué llena está, Platero! Ten, come. ¡Qué rica! ¡Con qué fruición se pierden los dientes en la abundante sazón alegre y roja! Espera, que no puedo hablar. Da al gusto una sensación como la del ojo perdido en el laberinto de colores inquietos de un calidoscopio. ¡Se acabó!
Yo ya no tengo granados, Platero. Tú no viste los del corralón de la bodega de la calle de las Flores. Ibamos por las tardes… Por las tapias caídas se veían los corrales de las casas de la calle del Coral, cada uno con su encanto, y el campo, y el río. Se oía el toque de las cornetas de los carabineros y la fragua de Sierra… Era el descubrimiento de una parte nueva del pueblo que no era la mía, en su plena poesía diaria. Caía el sol y los granados se incendiaban como ricos tesoros, junto al pozo en sombra que desbarataba la higuera llena de salamanquesas…
¡Granada, fruta de Moguer, gala de su escudo! ¡Granadas abiertas al sol grana del ocaso! ¡Granadas del huerto de las Monjas, de la cañada del Peral, de Sabariego, con los reposados valles hondos con arroyos donde se queda el cielo rosa, como en mi pensamiento, hasta bien entrada la noche!