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Capítulo ochenta y siete La tortuga griega

Nos la encontramos mi hermano y yo volviendo, un mediodía, del colegio por la callejilla. Era en agosto- ¡aquel cielo azul Prusia, negro casi, Platero!-, y para que no pasáramos tanto calor, nos traían por allí, que era más cerca… Entre la hierba de la pared del granero, casi como tierra, un poco protegida por la sombra del Canario, el viejo familiar amarillo que en aquel rincón se pudría, estaba, indefensa. La cogimos, asustados, con la ayuda de la mandadera y entramos en casa anhelantes, gritando: “¡Una tortuga, una tortuga!” Luego la regamos, porque estaba muy sucia, y salieron, como de una calcomanía, unos dibujos en oro y negro…

Don Joaquín de la Oliva, el Pájaro Verde y otros que oyeron a éstos, nos dijeron que era una tortuga griega. Luego, cuando en los Jesuítas estudié yo Historia Natural, la encontré pintada en el libro, igual a ella en un todo, con ese nombre; y la vi embalsamada en la vitrina grande, con un cartelito que rezaba ese nombre también. Así, no cabe duda, Platero, de que es una tortuga griega.

Ahí está, desde entonces. De niños hicimos con ella algunas perrerías: la columpiábamos en el trapecio, le echábamos a Lord, la teníamos días enteros boca arriba… Una vez, el Sordito le dio un tiro para que viéramos lo dura que era. Rebotaron los plomos, y uno fue a matar un pobre palomo blanco que estaba bebiendo bajo el peral.

Pasan meses y meses sin que se la vea. Un día, de pronto, aparece en el carbón, fija, como muerta. A veces, un nido de huevos hueros, son señal de su estancia en algún sitio; come con las gallinas, con los palomos, con los gorriones, y lo que más le gusta es el tomate. A veces, en primavera, se enseñorea del corral, y parece que ha echado de su seca vejez eterna y sola una rama nueva; que se ha dado a luz a sí misma para otro siglo…

Capítulo ochenta y ocho Tarde de octubre

Han pasado las vacaciones y, con las primeras hojas amarillas, los niños han vuelto al colegio. Soledad. El sol de la casa, también con hojas caídas, parece vacío, En la ilusión suenan gritos lejanos y remotas risas…

Sobre los rosales, aún con flor, cae la tarde, lentamente. Las lumbres del ocaso prenden las últimas rosas, y el jardín, alzando como una llama de fragancia hacia el incendio del Poniente, huele todo a rosas quemadas. Silencio.

Platero, aburrido como yo, no sabe qué hacer. Poco a poco se viene a mí, duda un punto, y, al fin, confiado, pisando seco y duro en los ladrillos, se entra conmigo por la casa…

Capítulo ochenta y nueve Antonia

El arroyo traía tanta agua, que los lirios amarillos, firme gala de oro de sus márgenes en el estío, se ahogaban en aislada dispersión, donando a la corriente fugitiva, pétalo a pétalo, su belleza…

¿Por dónde iba a pasarlo Antoñilla con aquel traje dominguero?. Las piedras que pusimos se hundieron en el fango. La muchacha siguió, orilla arriba, hasta el vallado de los chopos, a ver si por allí podía… No podía… Entonces yo le ofrecí a Platero, galante.

Al hablarle yo, Antoñilla se encendió toda, que mando su arrebol las pecas que picaban de ingenuidad el contorno de su mirada gris. Luego se echó a reír, súbitamente, contra un árbol… Al fin se decidió. Tiró a la hierba el pañuelo rosa de estambre, corrió un punto y, ágil como una galga, se escarranchó sobre Platero, dejando colgadas a un lado y otro sus duras piernas, que redondeaban, en no sospechada madurez, los círculos rojos y blancos de las medias bastas.

Platero lo pensó un momento, y, dando un salto seguro, se clavó en la otra orilla. Luego, como Antoñilla, entre cuyo rubor y yo estaba ya el arroyo, le taconeara en la barriga, salió trotando por el llano, entre el reír de oro y plata de la muchacha morena sacudida.

…Olía a lirio, a agua, a amor. Cual una corona de rosas con espinas, el verso que Shakespeare hizo decir a Cleopatra, me ceñía, redondo, el pensamiento:

¡O happy horse, to bear the weight of Antony!

– ¡Platero!- le grité, al fin, iracundo, violento y desentonado…

Capítulo noventa El racimo olvidado

Después de las largas lluvias de octubre, en el oro celeste del día abierto, nos fuimos todos a las viñas. Platero llevaba la merienda y los sombreros de las niñas en un cobujón del seroncillo, y en el otro, de contrapeso, tierna, blanca y rosa, como una flor de albérchigo, a Blanca.

¡Qué encanto el del campo renovado! Iban los arroyos rebosantes, estaban blandamente aradas las tierras, y en los chopos marginales, festoneados todavía de amarillo, se veían ya los pájaros, negros.

De pronto, las niñas, una tras otra, corrieron, gritando:

– ¡Un raciiimo! ¡Un raciiimo!

En una cepa vieja, cuyos largos sarmientos enredados mostraban aún algunas renegridas y carmíneas hojas secas, encendía el picante sol un claro y sano racimo de ámbar, brilloso como la mujer en su otoño. ¡Todas lo querían! Victoria, que lo cogió, lo defendía a su espalda. Entonces yo se lo pedí, y ella, con esa dulce obediencia voluntaria que presta al hombre la niña que va para mujer, me lo cedió de buen grado.

Tenía el racimo cinco grandes uvas. Le di una a Victoria, una a Blanca, una a Lola, una a Pepa-¡los niños!-, y la última, entre risas y palmas unánimes, a Platero, que la cogió, brusco, con sus dientes enormes.

Capítulo noventa y uno Almirante

Tú no lo conociste. Se lo llevaron antes que tú vi nieras. De él aprendí la nobleza. Como ves, la tabla con su nombre sigue sobre el pesebre que fué suyo, en el que están su silla, su bocado y su cabestro.

¡Qué ilusión cuando entró en el corral por vez primera, Platero! Era marismeño y con él venía a mí un cúmulo de fuerza, de vivacidad, de alegría. ¡Qué bonito era! Todas las mañanas, muy temprano, me iba con él ribera abajo y galopaba por las marismas levantando las bandadas de grajos que me rodeaban por los molinos cerrados. Luego subía por la carretera y entraba, en duro y cerrado trote corto, por la calle Nueva.

Una tarde de invierno vino a mi casa monsieur Dupont, el de las bodegas de San Juan, su fusta en la mano. Dejó sobre el velador de la salita unos billetes y se fue con Lauro hacia el corral. Después, ya anochecido, como en un sueño, vi pasar por la ventana a monsieur Dupont con Almirante, enganchado en su charret, calle Nueva arriba, entre la lluvia.

No sé cuántos días tuve el corazón encogido. Hubo que llamar al médico y me dieron bromuro y éter y no sé qué más, hasta que el tiempo, que todo lo borra, me lo quitó del pensamiento, como me quitó a Lord y a la niña también, Platero.

Sí, Platero. ¡Qué buenos amigos hubierais sido Almirante y tú!

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