Capítulo sexto La miga
Si tú vinieras, Platero. con los demás niños, a la miga, aprenderías el a, b, c, y escribirías palotes. Sabrías tanto como el burro de las Figuras de cera -el amigo de la Sirenita del Mar, que aparece coronado de flores de trapo, por el cristal que muestra a ella, rosa toda, carne y oro, en su verde elemento-; más que el médico y el cura de Palos, Platero.
Pero, aunque no tienes más que cuatro años, ¡ eres tan grandote y tan poco fino! ¿En qué sillita te ibas a sentar tú, en qué mesa ibas tú a escribir, qué cartilla ni qué pluma te bastarían, en qué lugar del corro ibas a cantar, di, el Credo?
No. Doña Domitila -de hábito de Padre Jesús Nazareno, morado todo con el cordón amarillo, igual que Reyes, el besuguero- te tendría, a lo mejor, dos horas de rodillas en un rincón del patio de los plátanos, o te daría con su larga caña seca en las manos, o se comería la carne de membrillo de tu merienda, o te pondría un papel ardiendo bajo el rabo y tan coloradas y tan calientes las orejas como se le ponen al hijo del aperador cuando va a llover…
No, Platero, no. Vente tú conmigo. Yo te enseñaré las flores y las estrellas. Y no se reirán de ti como de un niño torpón, ni te pondrán, cual si fueras lo que ellos llaman un burro, el gorro de los ojos grandes ribeteados de añil y almagra, como los de las barcas del río, con dos orejas dobles que las tuyas.
Capítulo séptimo El loco
Vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgando en la blandura gris de Platero.
Cuando, yendo a las viñas, cruzo las últimas calles, blancas de cal con sol, los chiquillos gitanos, aceitosos y peludos, fuera de los harapos verdes, rojos y amarillos, las tensas barrigas tostadas. Corren detrás de nosotros. Chillando largamente:
– ¡El loco! ¡El loco! ¡El loco!
…Delante “está el campo, ya verde. Frente al cielo inmenso y puro, de un incendiado añil, mis ojos -¡tan lejos de mis oídos! -se abren noblemente, recibiendo en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y divina que vive en el sinfín del horizonte…
Y quedan. allá lejos, por las altas eras, unos agudos gritos, velados finamente entrecortados, jadeantes, aburridos:
– ¡El lo…co! ¡El lo…co!
Capítulo octavo Judas
¡No te asustes, hombre! ¿Qué te pasa? Vamos, quietecito Es que están matando a Judas, tonto. Sí. Están matando a Judas. Tenían puesto uno en el Monturrio, otro en la calle de Enmedio; otro ahí. En el Pozo del Concejo Yo los vi anoche, fijos como por una fuerza sobrenatural en el aire, invisible en la oscuridad la cuerda que, de doblado a balcón. Los sostenía ¡Qué grotescas mezcolanzas de viejos sombreros de copa y mangas de mujer, de caretas de ministros y miriñaques, bajo las estrellas serenas! Los perros les ladraban sin irse del todo, y los caballos, recelosos, no querían pasar bajo ellos…
Ahora las campanas dicen. Platero, que el velo del altar mayor se ha roto No creo que haya quedado escopeta en el pueblo sin disparar a Judas Hasta aquí llega el olor de la pólvora ¡Otro tiro! ¡Otro!
…Sólo que Judas, hoy, Platero, es el diputado, o la maestra, o el forense, o el recaudador, o el alcalde, o la comadrona; y cada hombre descarga su escopeta cobarde, hecho niño esta mañana del Sábado Santo, contra el que tiene su odio, en una superposición de vagos y absurdos simulacros primaverales.
Capítulo noveno Las brevas
Fue el alba neblinosa y cruda, buena para las brevas, y, con las seis, nos fuimos a comerlas a la Rica.
Aún, bajo las grandes higueras centenarias, cuyos troncos grises enlazaban en la sombra fría, como bajo una falda, sus muslos opulentos, dormitaba la noche; y las anchas hojas – que se pusieron Adán y Eva- atesoraban un fino tejido de perlillas de rocío que empalidecía su blanda verdura Desde allí dentro se veía, entre la baja esmeralda viciosa, la aurora que rosaba, más viva cada vez, los velos incolores del Oriente.
…Corríamos, locos, a ver quién llegaba antes a cada da higuera. Rociíllo cogió conmigo la primera hoja de una, en un sofoco de risas y palpitaciones “Toca aquí.” Y me ponía mi mano, con la suya, en su corazón, sobre el que el pecho joven subía y bajaba como una menuda ola prisionera. Adela apenas sabía correr, gordiflona y chica, y se enfadaba desde lejos. Le arranqué a Platero unas cuantas brevas maduras y se las puse sobre el asiento de una cepa vieja, para que no se aburriera.
El tiroteo lo comenzó Adela, enfadada por su torpeza, con risas en la boca y lágrimas en los ojos. Me estrelló una breva en la frente. Seguimos Rociíllo y yo y, más que nunca por la boca, comimos brevas por los ojos, por la nariz, por las mangas, por la nuca, en un griterío agudo y sin tregua que caía, con las brevas desapuntadas, en las viñas frescas del amanecer. Una breva le dió a Platero, y ya fue el blanco de la locura. Como el infeliz no podía defenderse ni contestar, yo tomé su partido; y un diluvio blando y azul cruzó el aire puro, en todas direcciones, como una metralla rápida.
Un doble reír, caído y cansado, expresó desde el suelo el femenino rendimiento.
Capítulo diez ¡Ángelus!
Mira, Platero, qué de rosas caen por todas partes: rosas azules, rosas blancas, sin color… Diríase que el cielo se deshace en rosas. Mira cómo se me llenan de rosas la frente, los hombros, las manos… ¿Qué haré yo con tantas rosas?
– ¿Sabes tú, quizá, de dónde es esta blanda flora, que yo no sé de dónde es, que enternece, cada día, el paisaje y lo deja dulcemente rosado, blanco y celeste-más rosas, más rosas-, como un cuadro de Fra Angélico, el que pintaba la gloria de rodillas?
De las siete galerías del Paraíso se creyera que tiran rosas a la tierra. Cual en una nevada tibia y vagamente colorida, se quedan las rosas en la torre, en el tejado, en los árboles. Mira: todo lo fuerte se hace, con su adorno, delicado. Más rosas, más rosas, más rosas…
Parece, Platero, mientras suena el Angelus, que esta vida nuestra pierde su fuerza cotidiana, y que otra fuerza de adentro, más altiva, más constante y más pura, hace que todo, como en surtidores de gracia, suba a las estrellas, que se encienden ya entre las rosas… Más rosas… Tus ojos, que tú no ves, Platero, y que alzas mansamente al cielo, son dos bellas rosas.
Capítulo once El moridero
Tú, si te mueres antes que yo, no irás, Platero mío, en el carrillo del pregonero, a la marisma inmensa, ni al barranco del camino de los montes, como los otros pobres burros, como los caballos y los perros que no tienen quien los quiera. No serán, descarnadas y sangrientas tus costillas por los cuervos -tal la espina de un barco sobre el ocaso grana-, el espectáculo feo de los viajantes de comercio que van a la estación de San Juan en el coche de las seis; ni, hinchado y rígido entre las almejas podridas de la gavia, el susto de los niños que, temerarios y curiosos, se asoman al borde de la cuesta, cogiéndose a las ramas, cuando salen las tardes de domingo, al otoño, a comer piñones tostados por los pinares.
Vive tranquilo, Platero. Yo te enterraré al pie deI pino grande y redondo del huerto de la Piña, que a ti tanto te gusta. Estarás al lado de la vida alegre y serena. Los niños jugarán y coserán las niñas en sus sillitas bajas a tu lado. Sabrás los versos que la soledad me traiga. Oirás cantar a las muchachas cuando lavan en el naranjal, y el ruido de la noria será gozo y frescura de tu paz eterna. Y, todo el año, los jilgueros, los chamarices y los verderones te pondrán, en la salud perenne de la copa, un breve techo de música entre tu sueño tranquilo y el infinito cielo de azul constante de Moguer.