Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

Capítulo noventa y siete El cementerio viejo

Yo quería, Platero, que tú entraras aquí conmigo; por eso te he metido, entre los burros del ladrillero, sin que te vea el enterrador. Ya estamos en el silencio… Anda…

Mira, éste es el patio de San José. Ese rincón umbrío y verde, con la verja caída, es el cementerio de los curas… Este patinillo encalado que se funde, sobre el Poniente, en el sol vibrante de las tres, es el patio de los niños… Anda… El Almirante… Doña Benita… La zanja de los pobres, Platero…

¡Cómo entran y salen los gorriones de los cipreses! ¡Míralos qué alegres! Esa abubilla que ves ahí, en la salvia, tiene el nido en un nicho… Los niños del enterrador. Mira con qué gusto se comen su pan con manteca colorada… Platero, mira esas dos mariposas blancas…

El patio nuevo… Espera… ¿Oyes? Los cascabeles… Es el coche de las tres, que va por la carretera a la estación… Esos pinos son los del Molino de viento… Doña Lutgarda… El capitán… Alfredito Ramos, que traje yo, en su cajita blanca, de niño, una tarde de primavera, con mi hermano, con Pepe Sáenz y con Antonio Rivero… ¡Calla…! El tren de Riotinto que pasa por el puente… Sigue… La pobre Carmen, la tísica, tan bonita, Platero… Mira esa rosa con sol… Aquí está la niña, aquel nardo que no pudo con sus ojos negros… Y aquí, Platero, está mi padre…

Platero…

Capítulo noventa y ocho Lipiani

Échate a un lado, Platero, y deja pasar a los niños de la escuela.

Es jueves, como sabes, y han venido al campo. Unos días los lleva Lipiani a lo del padre Castellano; otros, al puente de las Angustias; otros, a la Pila. Hoy se conoce que Lipiani está de humor, y, como ves, los ha traído hasta la Ermita.

Algunas veces he pensado que Lipiani te deshombrara-ya sabes lo que es desasnar a un niño, según palabra de nuestro alcalde-;pero me temo que te murieras de hambre. Porque el pobre Lipiani, con el pretexto de la hermandad en Dios y aquello de que los niños se acerquen a mí, que él explica a su modo, hace que cada niño reparta con él su merienda, las tardes de campo, que él menudea, y así se come trece mitades él solo.

¡Mira qué contentos van todos! Los niños, como corazonazos mal vestidos, rojos y palpitantes, traspasados de la ardorosa fuerza de esta alegre y picante tarde de octubre. Lipiani, contoneando su mole blanda en el ceñido traje canela de cuadros, que fue de Boria, sonriente su gran barba entrecana con la promesa de la comilona bajo el pino… Se queda el campo vibrando a su paso como un metal policromo, igual que la campana gorda que ahora, calladas ya a sus vísperas, sigue zumbando sobre el pueblo como un gran abejorro verde, en la torre de oro desde donde ella ve la mar.

Capítulo noventa y nueve El castillo

¡Que bello está el cielo esta tarde, Platero, con su metálica luz de otoño, como una ancha espada de oro limpio! Me gusta venir por aquí, porque desde esta cuesta en soledad se ve bien el ponerse del sol y nadie nos estorba, ni nosotros inquietamos a nadie…

Sólo una casa hay, blanca y azul, entre las bodegas y los muros sucios que bordean el jaramago y la ortiga, y se diría que nadie vive en ella. Este es el nocturno campo de amor de la Colilla y de su hija, esas buenas mozas blancas, iguales casi, vestidas siempre de negro. En esta gavia es donde se murió Pinito y donde estuvo dos días sin que lo viera nadie. Aquí pusieron los cañones cuando vinieron los artilleros. A don Ignacio, ya tú lo has visto, confiado, con su contrabando de aguardiente. Además, los toros entran por aquí de las Angustias, y no hay ni chiquillos siquiera.

…Mira la viña por el arco del puente de la gavia, roja y decadente, con los hornos de ladrillo y el río violeta al fondo. Mira las marismas, solas. Mira cómo el sol poniente, al manifestarse, grande y grana, como un dios visible, atrae a él el éxtasis de todo y se hunde, en la raya de mar que está detrás de Huelva, en el absoluto silencio que le rinde el mundo; es decir, Moguer, su campo, tú y yo, Platero.

Capítulo cien La plaza vieja de toros

Una vez más pasa por mí, Platero, en incogible ráfaga, la visión aquella de la plaza vieja de toros que se quemó una tarde… de…, que se quemó, yo no sé cuando…

Ni sé tampoco cómo era por dentro… Guardo una idea de haber visto- ¿o fue en una estampa de las que venían en el chocolate que me daba Manolito Flórez?- unos perros chatos, pequeños y grises, como de maciza goma, echados al aire por un toro negro… Y una redonda soledad absoluta, con una alta hierba muy verde… Sólo sé cómo era por fuera, digo por encima; es decir, lo que no era plaza… Pero no había gente… Yo daba, corriendo, la vuelta por las gradas de pino, con la ilusión de estar en una plaza de toros buena y verdadera, como las de aquellas estampas, más alto cada vez; y, en el anochecer de agua que se venía encima, se me entró, para siempre,en el alma, un paisaje lejano de un rico verdor negro, a la sombra, digo, al frío del nubarrón, con el horizonte de pinares recortado sobre una ola y leve claridad corrida y blanca, allá sobre el mar…

Nada más… ¿Qué tiempo estuve allí? ¿Quién me sacó? ¿Cuándo fue? No lo sé, ni nadie me lo ha dicho, Platero… Pero todos me responden cuando les hablo de ello:

– Sí; la plaza del Castillo, que se quemó… Entonces sí que venían toreros a Moguer…

Capítulo ciento uno El eco

El paraje es tan solo, que parece que siempre hay alguien por él. De vuelta de los montes, los cazadores alargan por aquí el paso y se suben por los vallados para ver más lejos. Se dice que, en sus correrías por este término, hacía noche aquí Parrales, el bandido… La roca roja está contra el naciente y, arriba, alguna cabra desviada, se recorta, a veces, contra la luna amarilla del anochecer. En la pradera, una charca que solamente seca agosto, coge pedazos de cielo amarillo, verde, rosa, ciega casi por las piedras que desde lo alto tiran los chiquillos a las ranas, o por levantar el agua en un remolino estrepitoso.

…He parado a Platero en la vuelta del camino, junto al algarrobo que cierra la entrada del prado negro todo de sus alfanjes secos; y aumentando mi boca con mis manos, he gritado contra la roca: “¡Platero!”

La roca, con respuesta seca, endulzada un poco por el contagio del agua próxima, ha dicho: “¡Platero!”

Platero ha vuelto, rápido, la cabeza, irguiéndola y fortaleciéndola, y con un impulso de arrancar, se ha estremecido.

“¡Platero!”, he gritado de nuevo a la roca.

La roca de nuevo ha dicho: “¡Platero!”

Platero me ha mirado, ha mirado a la roca y, remangando el labio, ha puesto un interminable rebuzno contra el cenit.

La roca ha rebuznado larga y oscuramente con él en un rebuzno paralelo al suyo, con el fin más largo.

Platero ha vuelto a rebuznar.

La roca ha vuelto a rebuznar.

Entonces, Platero, en un rudo alboroto testarudo, se ha cerrado como un día malo, ha empezado a dar vueltas con el testuz o en el suelo, queriendo romper la cabezada, huir, dejarme solo, hasta que me lo he ido trayendo con palabras bajas, y poco a poco su rebuzno se ha ido quedando solo en su rebuzno, entre las chumberas.

19
{"b":"100421","o":1}